El guionista de la vida me tenía preparado un domingo especial. Tras 21 días de exposición, el domingo 8 de diciembre teníamos planeado desarmar la muestra EXPOSE[d]. Una muestra de retratos, tomados durante una década, de ex militares del Ejercito israelí que dieron testimonio a la organización Breaking the Silence [Rompiendo el Silencio] sobre abusos que cometieron o de los que fueron testigos durante su servicio militar en territorios ocupados.
Durante 21 días los retratos de estos hombres y mujeres que sirvieron en el Ejército israelí en unidades de combate, junto a un cuestionario sobre qué y por qué testimoniaron, se encontraban colgados en las paredes de la galería, en el estudio Orli Dvir, en Tel Aviv. Las puertas del estudio abiertas al público, a quien quisiera visitar lo esperaban 52 ex soldados que lo miraban directo a los ojos y exigían ser escuchados. Cientos de israelíes aceptaron el reto y le dedicaron un buen tiempo a su visita, leyendo uno tras otro los cuestionarios y levantando la mirada para encontrarse posiblemente con el hijo de su vecina, con alguien muy parecida a su hija, o tal vez a su sobrino. De eso se trata romper el anonimato: de destruir una imagen colectiva que no tiene forma, que se puede pintar de monstruo, de traidor, y convertir en individuos a los integrantes de la organización que ha sido demonizada.
Mientras descolgaba las fotos de la pared pensaba que estos jóvenes tenían el coraje de hacerse cargo de los hechos en los que habían participado y, de ser necesario, de pagar el precio por ellos. Durante diez años leí, una y otra vez, los cuestionarios. El común denominador que aparece como respuesta a la pregunta de por qué decidieron hablar es la sensación de haber sido engañados por la sociedad y por el Ejército, que les hicieron pensar que se encargarían de algo específico –defender su país–, pero terminaron encontrándose con que hacían algo totalmente diferente: mantener la ocupación. Todos ellos, además, perciben la importancia de dar testimonio y de hablar para que su país cambie, para que se convierta en un país mejor, con la convicción de que si la gente sabe, no permitirá que sus hijos paguen el precio por mantener la ocupación.
El viernes, tras la resaca que deja un buen evento como fue el cierre de la muestra, en el que participaron parlamentarios, políticos, gente de la cultura israelí, actores, escritores y pensadores amigos de la organización, además de muchos de mis amigos, recibí un mensaje por Whatsapp. Un característico mensaje fúnebre informaba de la muerte de Eduardo Bleier Horovitz, detenido, torturado y asesinado 44 años atrás por la dictadura militar uruguaya. Sus restos habían sido encontrados, enterrados en una base militar en la que fue torturado junto a otros presos políticos. Eduardo Bleier fue un líder comunista que luchó contra el fascismo y murió por sus ideas y convicciones políticas.
El mensaje me lo mandaba su hija Irene, con la que somos amigos y a quien pedí permiso para escribir estas líneas. Ella y su pareja, Carlos Lewenhoff, habían participado en el cierre de la muestra, pero además, apenas llegó desde Montevideo, tras el largo proceso de identificación de los restos de su padre, la ceremonia en la Universidad de la República, en la que miles de uruguayos se congregaron para rendir homenaje a Eduardo Bleier, y el posterior entierro, participó en un encuentro en la galería, para amigos y conocidos de habla hispana. El encuentro buscaba mirar el fenómeno de Breaking the Silence en un contexto latinoamericano.
Las palabras de Irene, luego de dar una primera vuelta por la muestra, definían uno de los motores que me llevaron a emprender este proyecto. Irene miró las fotos, leyó los textos y me comentó: “Yo soy una víctima del pacto de silencio; durante 44 años busqué a mi padre porque los perpetradores y los testigos no rompieron el silencio”.
El domingo, tras varias horas de trabajo –bajar la muestra, desnudar las paredes del espacio que había sido testigo de esta rotura del anonimato–, apuraba mis pasos para participar en la Shiva simbólica [rito tradicional judío con el que se marca el luto] de Eduardo Bleier. La vida necesita esos actos simbólicos en los que nos damos la oportunidad de despedir a nuestros seres queridos, por eso era importante acompañar a Irene y a su familia para marcar aquí, en Israel, el lugar donde vive, el momento en que dejó de ser la hija de un desaparecido por la dictadura militar para convertirse en la hija de un hombre torturado y asesinado por sus ideas políticas.
Cuando mi trabajo como periodista me llevó a cubrir el nacimiento de la organización Breaking the Silence, hice enseguida el paralelismo de quien crece bajo un régimen militar oscuro, y entendí que estos jóvenes reaccionaban de una forma diferente ante sus actos como soldados: los denunciaban. Con el tiempo, también encontraron la explicación, la raíz del problema, que, según ellos, es la ocupación. La democracia israelí mantiene un régimen militar en territorios ocupados –estos son hechos, no interpretaciones– y manda a sus hijos a ejercer el dominio militar sobre la población palestina.
Ante la pregunta de los cuestionarios de la muestra sobre qué habían hecho o presenciado que se oponía a sus valores humanos, muchos hablan de las innecesarias invasiones en medio de la noche a casas de familias palestinas en territorios ocupados; muchos hablan del miedo que causaban, de los llantos de los niños y las miradas de las madres, de la impotencia de quienes no podían evitar esa intrusión, o del maltrato en los puestos de control, o de los abusos físicos cometidos contra los detenidos... La banalidad de la ocupación. Estos jóvenes (que son ya más de 1.200), a diferencia de los militares uruguayos, no quieren ni pueden cargar con el secreto en torno a sus actos. Ellos rompieron el silencio, movidos por la necesidad de poner fin al pacto de silencio que existe en Israel, bajo el título “Seguridad”.
En Uruguay, 35 años después de finalizada la dictadura, las heridas continúan abiertas debido al pacto de silencio de los militares uruguayos. Irene Bleier puede darse una tregua, poner la cabeza sobre la almohada y, antes de cerrar los ojos, pensar en su padre con la tranquilidad de saber dónde descansan sus restos. Sólo una tregua, porque el compromiso y la solidaridad con las familias de desaparecidos no le permitirá bajar los brazos nunca. O, por lo menos, no hasta que los perpetradores y los testigos, militares y ex militares uruguayos, rompan el silencio.