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Cristina Morán.

Foto: Ernesto Ryan

“No entiendo la entrega a medias”: Cristina Morán vuelve a ser protagonista con la película Alelí

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Su incursión en el cine es la excusa para repasar una carrera como periodista que incluye encuentros con Juan Pablo II y Raúl Alfonsín. Cristina Morán, actriz, figura de la radio y la televisión uruguayas, habla también sobre los sacrificios y las satisfacciones de entregarse a la vocación, y cuenta cómo ve a los medios y a la cultura actual.

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La vecina de la casa de al lado toma los últimos soles de verano y fuma en chancletas con sus piernas largamente estiradas. Todavía no llegué al pequeño portón del patio, pero con sus ojos semicerrados ya adivinó a quién vengo a buscar. Antes de que termine de preguntarle por Cristina, me contesta, con orgullo y prestancia, sin mover el cigarro ni ninguno de los músculos de los labios que lo sostienen.

Anina, una pequeña perra schnauzer, se adelanta a mi dedo en el timbre y concluye la hora de la siesta. Cristina, la estrella de la cuadra, intenta callar a su mascota (“¡Insoportable, demandante, loca de la guerra, divina!”) y nos abre la puerta de su casa, amable y graciosa, como en el comienzo de cualquiera de sus programas de televisión.

Esta semana se estrenó en cines Alelí, la nueva película de la directora Leticia Jorge (Tanta agua, 2013), y Cristina Morán, leyenda de la radio, el teatro y la televisión uruguayos, es una de sus protagonistas. Su personaje Alba, una viuda muy charlatana y detallista, lidiará con la pérdida, los humores de sus hijos (interpretados por Mirella Pascual, Néstor Guzzini y Romina Peluffo) y el destino de una casa de veraneo.

Antes, durante y luego de la entrevista hablaremos un montón de cine, tele, periodismo y todas las cosas que le gustan. Como los diálogos cara a cara de Robert de Niro y Al Pacino en El Irlandés, o su película preferida, Muerte en Venecia, su radio siempre encendida, y sus citas obligadas con Fácil desviarse y No toquen nada, su afición por el humor, y la vez que terminó cantando la marcha peronista junto al célebre Ítalo Luder.

“¡Cristina, no parás!”, le dirá, entre risas, la rubia que vive al otro lado de su casa, acostumbrada a las visitas y a los fotos, siempre para su vecina más popular.

Como periodista tenías una especie de valentía para animarte a hacer cosas, a entrar en lugares a los que a otros ni se les ocurriría. ¿Tenés noción de de dónde la podés haber heredado?

De parte de mi mamá o papá no hubo nada parecido. Es aquello de cumplir con lo que tenés que hacer. Si te encomendaron una nota y tú peleaste para conseguirla, tenés que cumplir. Como me pasó con el papa Juan Pablo II en Brasil [en 1979], o con el regreso de Perón a la Argentina en 1973. El canal no quería, existía cierto temor por la situación –que era de verdad peligrosa–, pero yo peleé por la nota. Sabía que era importante ir, y fundamenté mi pedido. Esa cosa de la tarea cumplida siempre fue muy importante para mí. Lo hice toda la vida, con una mezcla de audacia, inconsciencia y locura.

No lo pensabas mucho. Te lanzabas.

¿Sabés qué? Esas cosas no se piensan. Para mí entran dentro de las situaciones límite. El papa ahí al lado, como te tengo a ti. El camarógrafo me decía “¿Qué hago?” y yo no sabía, pero tenía que hacer algo; lo veía bajar del papamóvil, desde lejos, y de a poco se iba acercando adonde estábamos nosotros, y yo qué sé, “¡prendele cartucho!”, le dije, “dale, prendé la cámara”, y lo que me salió fue gritarle al papa: “¡Por favor! ¡Una bendición para Uruguay!”. Lo mismo cuando regresó Perón a Argentina: yo qué sabía que iba a haber esa balacera tremenda [la masacre de Ezeiza]. O cuando conocí a Alfonsín. Me puse en una fila, después descubrí que eran embajadores que estaban para saludarlo, y cuando llegó mi turno le dije: “Ay, doctor, yo no soy embajadora, soy una periodista, vengo de Uruguay”, y me dijo: “Si usted me espera, termino aquí y estoy con usted”. Y pasamos con el cámara y le hicimos la entrevista. Era ahí o nunca, pero si no hubiera tenido la audacia de encarar esa situación, no conseguía la nota. Poder hacer eso es maravilloso.

¿En ese momento tenías alguna referencia profesional?

Hubo gente, como Omar de Feo, que no era un hombre de estas locuras como yo las hice, pero fue un referente importante, en cuanto a la búsqueda, a la profundidad en la pregunta, a meterse dentro del individuo. Más tarde, alguien que siempre me gustó es Emiliano Cotelo. Lo mío fue la calle y él es un periodista quieto, pero Emiliano es palabras mayores. Tan talentoso, tan exquisito, tan bien llevadas sus entrevistas. Nunca podré lograr lo que logró y logra Emiliano, porque somos diametralmente opuestos. Yo soy una apasionada, sanguínea, y para alcanzar ese nivel no se puede ser así. Yo sirvo para eso otro, para andar en los líos, y es lo que me sigue gustando.

¿Cómo surgió tu vínculo con Leticia Jorge, la directora de Alelí?

Un día mi nieta más chica, que en ese momento estudiaba teatro, me dice: “Abuela, te va llamar una amiga, por una película”. Y aparece una muchacha, Georgina [Yankelevich, asistente de dirección], y me dice que me estaba buscando para un papel. Leticia me invita a su casa, voy, me explica de qué va la película y me da el texto. Estaba haciendo un casting. Leo el texto, leo lo que dice mi personaje y pasa lo siguiente: los que hicimos radioteatro leemos de primera intención. Es una lectura y salir al aire en vivo, y agarrate como puedas. Tenés que interpretar el personaje rápidamente. Eso siempre me ayudó.

Así que hiciste el personaje ahí mismo, en su casa.

Claro, con esta impronta que te digo. Y ella la miró a Georgina y le dijo “es ella”. Quedé, le gustó, daba con el personaje, lo tomé de entrada y fue tan simple como eso.

¿Y después Leticia te fue marcando cosas, para que el personaje fuera de tal o cual forma?

Hay acotaciones en el texto que ayudan mucho, porque es el autor que te está diciendo cuál es su intención. Y ella sí, me dio pautas, pequeñas. No es una mujer invasiva, te deja ser. Me permitió ir creando el personaje, a medida que lo vas sintiendo y conociendo. Ella, en ese sentido, es muy discreta y se maneja con una seguridad que, imagino, le dimos los que estuvimos con ella. Date cuenta, Guzzini y Mirella, el entrenamiento que tienen en cine.

¿Cómo te sentiste siendo Alba Sosa de Mazzotti?

En algunos momentos, bastante identificada. Es una matriarca. Se quedó sin su marido y con sus tres hijos, nietos, empujando la carreta.

El personaje tiene una expresión contenida. En un punto se la ve muy equilibrada desde su lenguaje físico. ¿Eso te costó? Porque es bastante diferente a como sos vos, más desbordante.

Mirá, aprendí –no sólo por indicaciones de la directora, sino también por ver lo que estaba ocurriendo mientras filmaba– a controlar el decir. Mi voz está preparada para ser proyectada, y en el cine tuve que bajar y utilizar un tono coloquial que usan mucho los argentinos en teatro, pero porque usan micrófono. Yo soy muy gestual, para afuera, así que aprendí a controlar eso, también.

“En mis errores y en mis aciertos, siempre fui yo”.

Para afuera y grande.

Claro, tuve que achicar movimientos, aflojar gestos, hacerlos desaparecer. Y eso exigió en mí una suerte de preparación, entrenamiento, porque yo me veo y me escucho en la película y me digo “qué distinta que estás, Cristina”. Aprendí también a bajar las revoluciones, en el decir, en el tono de voz, en el volumen. Leticia me decía “tenés los ojos muy grandes, movelos menos”. Era muy gracioso, pero es lindo todo ese proceso de aprendizaje. Si vuelvo a hacer a algo en cine, ya tengo varios piques.

Ya has contado muchas veces cómo acompañaste el inicio de la televisión en Uruguay y toda tu trayectoria es ampliamente conocida. Pero me interesa mucho saber qué es lo más importante al momento de pararse frente a una cámara de televisión.

Ser tú mismo. Ser sincero. En la época en la que nosotros comenzamos en los galpones de Canal 10 decíamos “la cámara te quiere o no te quiere”. Y en realidad, tal vez sin saberlo, nos estábamos refiriendo al público que está del otro lado, en su casa. La lente es como un ojo que entra por todos lados, por todos los vericuetos, y si estás pendiente de eso, vas a cuidar muchas cosas, o vas ser sincero como hay que ser. En mis errores y mis aciertos, siempre fui yo. Cuando Raúl Fontaina me dijo que tenía que ir a la televisión, yo no quería, lloraba; venía de la radio, donde leíamos todo, y le pregunté “¿qué hago?”. Y me dijo: “Sé tú. Si tienes que reír, ríe, si tienes que llorar, llora. No te almidones, porque los almidonados quedarán por el camino”, exactamente con esas palabras. Y eso fue lo que me guio. Nada, tengo que ser yo.

Foto: Ernesto Ryan

Eso, supongo, requiere una entrega importante de energía puesta en la profesión, y tal vez se la tenés que restar a otras cosas.

La entrega tiene que ser total. No entiendo las entregas a medias. Después, lo que te pase, si te aporrean, te desilusionás, si te vas a un rincón o te agarrás de tu almohada a llorar, si te clavaron un puñal por la espalda, eso ya no pasa por ti, sino por quien te hizo eso. La entrega tiene que ser total y si no, no es entrega. En el amor, en la amistad, en el diario vivir. Eso es lo que aprendí en mi hogar y a lo largo de toda mi vida.

¿Hubo algo así como una época de oro de la televisión uruguaya?

Para mí fue la década de 1960, cuando Canal 10 se vino para Lorenzo Carnelli, y después a fines de los 60 y comienzos de los 70, cuando comenzó el videotape, yo comencé a viajar a todos lados, por mi programa Domingos continuados. Hacíamos canje con los hoteles. Buscábamos nuevos destinos y noticias todo el tiempo. Esa etapa fue maravillosa.

¿Quién te gusta de la tele actual, a quién le ves condiciones?

Difícil para Sagitario. Me parece que sigue faltando, en materia de conducción de programas, la persona total. Yo tomo como ejemplo a Arturo Valls, el conductor de Ahora caigo [programa de la televisión española]. Es completo, y además es actor. Ese hombre puede cantar, bailar, hacer reír, sabe manejar al público y nunca cae en groserías. Yo quisiera ver acá a un hombre o una mujer que reúna esas condiciones.

De lo que veo me gusta él. En los informativos, Blanca Rodríguez. Es creíble, seria, responsable. Y me llamó la atención cuando el Loco Abreu hizo el programa Trato hecho. Se movió con mucha dignidad, muy discreto, no quiso ser más y no fue menos. Hay algunos que se destacan. Otros que hacen un gran esfuerzo para ser graciosos y no lo son. O sos gracioso o no lo sos. No me inventes. Yo aprendí mucho de humor con Cacho de la Cruz. Ricardo Espalter, con aquellos silencios, era notable. Pero volviendo a la actualidad, te podría decir una cosa de uno, una cosa de otro, y armar una figura. Lo más importante es que el público te acepte, y después está en cada uno, en seguir trabajando para mejorar todos los días. No es nada fácil.

¿Salís a ver teatro?

Sí, claro. Los domingos son para mi casa. Pero jueves, viernes, sábado, sí, voy al cine, al teatro, a cenar.

¿Y con quién vas?

Voy con una prima y una amiga. Con ellas salimos mucho. Con mi hija Carmen no tanto, porque vive en El Pinar, pero sí, cada vez que se da la oportunidad trabajamos juntas en teatro, ya sea yo actuando y ella dirigiendo o en diferentes roles.

Vuelvo a lo de la energía. ¿Sentiste que dejaste algo de lado o tu entrega te trajo algún reproche?

Tuve un matrimonio que duró muy poco, 20 meses. Cuando me separé, Carmencita tenía dos meses. Quiere decir que yo no rompí nada, la relación se rompió porque se rompió. Y luego me dediqué a trabajar, y mientras estuvieron papá y mamá, los abuelos de la nena, me ayudaron a criarla. Cuando ellos no estuvieron, mi responsabilidad fue mayor. Me propuse ser una madre presente, y lo fui. A la hora de acostarse, de levantarse para ir al colegio, yo estaba. Mi hija venía a la una para almorzar y yo llegaba doce y media y hacía algo de comer. Era y es importante que los chiquilines sientan olor a comida en la casa. Esa memoria olfativa te va a quedar para toda la vida. No, no dejé nada de lado por mi profesión. Hubo una entrega muy grande, no sabíamos de horarios, tenías que estar donde estaba la noticia, pero sin descuidar mis deberes de madre, y también de hija. Fue lindo. La verdad es que no me arrepiento de nada, y no hago balances. Ya está, ya pasó. Ayer no, no quiero saber nada. ¿Qué vas a hacer, amargarte? Prefiero el ahora, el hoy.

“Mientras la mujer no logre su total independencia económica nunca va a poder ser totalmente libre”.

¿Qué cosas todavía te sorprenden o te conmueven?

Todos los días encontrás algo. En una persona, por ejemplo, actitudes que no te imaginaste, para bien o para mal. Eso también te va a pasar a vos. Después, en el arte, me sigue sorprendiendo la cantidad de gente con talento que hay en este país, en el teatro, la música, la pintura, la cantidad de tapados que hay. Me sorprende que acá el tango no tenga el lugar que se merece. En Argentina te tapan con tango y Gardel, y acá tenés que pelear como una leona por un lugar. No puede ser. Por otro lado, me sorprende gratamente la recuperación de la Ciudad Vieja, o como quedó la nueva Cinemateca. Eso es maravilloso.

Una vez más con lo de la entrega. ¿Después de tu separación te volviste a enamorar?

Sí, claro. Tuve... yo le digo un novio, durante 13 años. Fue un padre de corazón para Carmencita. No convivimos, por mi forma de ser. Fuimos novios, enamoradísima, pero fuera de casa.

Siempre fuiste muy independiente, ¿no?

Totalmente. ¿Sabés por qué? Siempre tuve independencia económica, y mientras la mujer no logre su total independencia económica nunca va a poder ser totalmente libre. Lo que te da la independencia es el dinerillo, lo que ganás. Yo no me bajo de ese caballo. No depender ni de papá, ni de mamá, ni del tío, el hermano, el novio, ni de nadie. Vos, tú, ganatelo.

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