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Ennio Morricone el 30 de noviembre de 2016, Helsinki. Foto: Heikki Saukkomaa, Lehtikuva, AFP

Ennio Morricone (1928-2020)

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Murió el compositor italiano que cambió la forma de escuchar el cine.

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“No sé cómo será el más allá. Esperemos que esté bien”, decía hace poco menos de un año Ennio Morricone, uno de los mayores músicos populares del siglo XX, quien falleció ayer, justo cuando le concedían el premio Princesa de Asturias. A sus 91 años, el legendario Morricone era un símbolo viviente, compositor de varios de los paisajes sonoros más bellos que marcaron la historia del cine.

Aunque en su prolífica trayectoria compuso más de 500 bandas sonoras y apenas una treintena fueron para westerns, sólo él logró capturar el rugido del desierto y liderar la innovación del spaghetti western: podía ser el repiqueteo de una cabalgata, un intimidante aullido de coyote o el presagio de un disparo, el rasgueo de una guitarra, unos pasos con espuelas o silbidos lejanos. A todos los elementos Morricone les infería una conmovedora exaltación poética. Así lo hizo con aquella maravillosa celebración nostálgica de Cinema Paradiso (1988), el himno al proletariado de Novecento (1976), la intensidad y el dramatismo de Los intocables de Eliot Ness (1987) o la monumental composición de La misión (1986), en la que reunió matices de la liturgia, elementos andinos y españoles, que la convirtieron en una de las obras más emblemáticas de su carrera.

Entre las más recordadas está la trilogía del dólar, de su amigo de la infancia Sergio Leone (Por un puñado de dólares, 1964; La muerte tenía un precio, 1965; El bueno, el malo y el feo, 1966), aunque sus versátiles composiciones abarcaron distintos géneros y lo erigieron como uno de los más influyentes de su época, con obras maestras como las que compuso para Érase una vez en el Oeste (1968) y Érase una vez en América (1984), Días de gloria (1978) y Saló o los 120 días de Sodoma (1975).

Largo recorrido

Morricone nació en Roma en 1928, y antes de los diez años su padre ya lo había inscripto en el conservatorio de Santa Cecilia, donde estudió trompeta, dirección, composición e instrumentación. En la década de 1950 empezó a crear, sobre todo para otros compositores que ya tenían su trayectoria, hasta que de a poco comenzó a hacerse conocido por su marca, y Leone le propuso trabajar juntos.

A lo largo de su prolífica carrera nunca aprendió inglés ni se instaló en Hollywood, incluso cuando trabajó para directores como John Carpenter (La cosa), Brian de Palma (Corazones de hierro, Misión a Marte), Warren Beatty (Bulworth) y Quentin Tarantino (Kill Bill, Django desencadenado, Los ocho más odiados, más varias composiciones que fueron utilizadas en Bastardos sin gloria).

El músico, que también trabajó para cineastas como Roman Polanski, Luis Buñuel y Pedro Almodóvar –la lista es muy extensa–, recibió un Oscar honorífico en 2006 y –luego de varias candidaturas– ganó el premio de la Academia de Hollywood a mejor banda sonora en 2016 por Los ocho más odiados.

En 2019 había decidido despedirse de su carrera y dar una serie de conciertos por una decena de países, con una presentación final en Roma, continuando la gira 60 años de música. De esta manera evocaría una obra que recibió incontables reconocimientos y gran cantidad de premios: tres Grammy, cuatro Globo de Oro y un León de Oro honorífico –otorgado por la Mostra de Venecia en 1995–, además de 27 discos de oro y siete de platino.

También recibió un homenaje de sus colegas en 2016, cuando referentes como Roger Waters, Bruce Springsteen y Herbie Hancock versionaron sus temas para un disco tributo. Hace unos años, en una entrevista con Página 12, Morricone decía que él, en verdad, despreciaba la melodía, pero que en el cine estaba obligado a hacerla: “Sólo que la abordo de una manera distinta, más científica, más matemática, no llevado por la intuición ni por el romanticismo”. En última instancia, decía, “la música del cine no pertenece al compositor que la escribe. Pertenece a la película”.

La identidad de una banda sonora que llegó a Jaime Roos

“Para mí siempre fue una figura interesante, y si te ponés a pensar, mi generación escuchó a Morricone antes de que fuera Morricone”, dice a la diaria Carlos da Silveira, docente y guitarrista que integró Los Que Iban Cantando, trabajó como acompañante y arreglador de Eduardo Darnauchans, fue guitarrista de Daniel Viglietti y José Carbajal, y compositor musical de diversas puestas teatrales y películas (La espera, El padre de Gardel, Polvo nuestro que estás en los cielos, Mataron a Venancio Flores, En la puta vida). Antes de que se consolidara el mito, da Silveira se acercaba al músico a partir de aquellas películas italianas de los años 60, “que eran comedias muy banales sobre adolescentes que estaban de vacaciones. Jaime Roos toma ese tipo de música, probablemente sin saber que era de Morricone, y la usa en un fragmento de El viaje hacia el mar, de Guillermo Casanova [película que musicalizó junto con Hugo Fattoruso]. Jaime dijo: ‘Esto es como un twist italiano’, y los twists italianos de aquellas películas eran de Morricone”.

Da Silveira recuerda que su proyección internacional comenzó con la trilogía de los dólares, que firmaba con seudónimo, “para que creyeran que esas barbaridades las hacían estadounidenses”. De hecho, como al comienzo se pensó que Por un puñado de dólares sería una película de clase C, Morricone la firmó con su seudónimo de la época, Dan Savio, y Leone como Bob Robertson, seguidos de buena parte del equipo técnico.

“Te diría que me enteré de que Morricone era él cuando supe que la música de El bueno, el malo y el feo estaba en la lista de éxitos”, dice el músico. Entre lo más destacable de su obra reconoce su ingenio para hallar instrumentos que definieran la identidad de una banda sonora, como sucede con la armónica en Érase una vez en América, la ocarina en El bueno, el malo y el feo, o “esas guitarras eléctricas que antes no existían en el western estadounidense”.

Lo mismo sucede, advierte, en la música de La misión: “Tiene un oboe y otros instrumentos, pero al mismo tiempo incorpora elementos andinos que a nadie se le habían ocurrido, estableciendo algo en lo que no solía caer el cine de Hollywood. No había compositores que decidieran que determinados instrumentos se convirtieran en protagonistas de la música de sus películas. Él logró ese recurso, que ofició de trampolín creativo”.

Sin embargo, en los últimos tiempos, señala, no fue el mismo investigador que al comienzo. Como ejemplo recuerda que en los 70 integraba un grupo de improvisación libre, de compositores italianos y estadounidenses, llamado Gruppo di Improvvisazione Nuova Consonanza, en el que tocaba la trompeta. “Yo conocí el disco que editaron sólo porque un día lo recibí del Goethe Institut; no sabía que ellos existían. Después que empecé a estudiar, pude ver de nuevo en Cinemateca El bueno, el malo y el feo, y hay un fragmento, cuando Lee van Cleef mata a un tipo en la cama de una forma muy cruel, que era muy contemporáneo, muy siglo XX, y era en la década del 60. Morricone siempre fue alguien, osado que se animaba a probar cosas”, plantea, y junto a la búsqueda de la novedad reconoce su afán de alcanzar lo inusual, lo sorprendente.

Da Silveira recuerda una anécdota que, en su visita a Montevideo, le contó el musicólogo británico Philip Tagg, que había enrevistado a Morricone para uno de sus libros. En ese entonces, el italiano le dijo: “La música del far west era el Medioevo más la electricidad”. “Eso es una glosa notoria de que el comunismo es soviets más electricidad. Pero él se las arreglaba para hacer tantos cruces, que siempre me pregunto de qué lado estaba, porque también hizo músicas para películas tan serias como La batalla de Argel [Gillo Pontecorvo, 1966], Investigación de un ciudadano sobre toda sospecha [Elio Petri, 1970] y Metello [Mauro Bolognini, 1970], sobre un muchacho hijo de anarquistas”.

En su evocación, da Silveira explica que los incontables hallazgos de Morricone trascienden su obra, en la que llegó a rendir culto a “una cantidad de canciones viejas, como su versión de ‘Amapola’. Más allá de que La misión tenga momentos sublimes, Cinema Paradiso sea impresionante, y nunca me haya olvidado de la música de Queimada (1969, con Marlon Brando), por ejemplo, que es tan simple que sólo tiene un órgano y un coro. Lo que te sorprendía es que tenía la capacidad de hacer la música atractiva sin caer en el cliché”. “Y eso es lo máximo en lo creativo”, reconoce.

¿Qué sucedía con el Morricone del comienzo? En los 60, recuerda, hacía “mucha música para policiales, que era muy distinta, mucho más jazzística”, con una variante muy singular y menos convencional que lo que se solía utilizar.

“A mí me dejó eso de la música memorable. Había una teoría cinematográfica que decía que nadie sale del cine sin una canción o música de una película, y él hacía que uno saliera recordando la música. Son pocos los que lo logran, y él debe de tener la mayor cantidad de melodías memorables del cine”, destaca. Este culto en torno a su obra también alcanzaba a su figura. A Morricone nunca lo modificó el éxito, “nunca fue una estrella: siguió siendo un esforzado trabajador de la música cinematográfica”; convirtiendo ese impulso en una estética y en la simiente de una obra épica.

Masliah: Reivindicar el género

Leo Maslíah, que el año pasado editó Cine mudo, un disco en el que reúne sus composiciones para piano como acompañamiento de la película uruguaya Del pingo al volante (1929), y el clásico Sherlock Junior (1924), de Buster Keaton, y musicalizó films como el argentino Qué absurdo es haber nacido (2000), hace la advertencia de que no tiene un amplio conocimiento de la obra de Morricone, pero considera que es un gran compositor del siglo XX, que cultivó un género que implica cierto problema, ya que dentro de lo que puede ser el esquema, o lo que él llama “el organigrama de los estratos musicales”, musicalizar películas “goza de menos prestigio”. “Está considerado un género ‘menor’ en relación a lo que puede ser la música contemporánea con mayúscula, que se asumió como heredera de la música ‘clásica’, un poco injustificadamente, debido a que, por ejemplo, en lo que tiene que ver con la forma en que el público accede a su música, los compositores de música de películas de las últimas décadas ocupan un lugar similar al que podría tener Giuseppe Verdi”, alguien que, justamente, integra el pináculo de compositores de música clásica.

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