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Foto: Nicolás Celaya (archivo, febrero de 2011).

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Y entonces un mensaje en el celular te arranca del malestar de cuarentena y de la nube de zoom en la que vivís desde hace tres meses, hablándoles a rostros encerrados en cubículos, o incluso a cubículos negros, y te sumerge en otra irrealidad: “Murió Restuccia”. Y después llega otro mensaje, y otro, y varios más, pelando una a una las escamas del domingo.

Y entonces quedás así, ensimismado y perplejo, como cada vez que se ha roto una ilusión, que nunca fueron muchas y, por eso mismo, fueron cruciales. O cuando te has enterado de otras partidas irreparables (Homero, Raúl, Gustavo, Juan Pablo) que abrieron una grieta en el frágil velo de lo real. Un estado de suspensión. Un silencio inquieto, preñado, tal vez rabioso.

Hacía mucho, probablemente un par de años, que no sabías nada de él, o de ella, o de ello, y en parte te culpás por tu comportamiento antisocial, por haber reducido al mínimo la red vinculante con el afuera, en busca de una ecología de la imagen y la palabra, o simplemente de un poco de paz. Pero ese mismo recelo ahora te agarra desarmado cuando leés, mensaje tras mensaje, ese domingo, “Murió Restuccia”.

Y entonces, después del primer aturdimiento, te asalta el recuerdo de tu amigo Ricardo, que vive en España, porque fue él quien te lo presentó, a fines de los 80 o principios de los 90. Ricardo era, o había sido, su alumno y lo tenía allá arriba, como un tótem, y eso encajaba a la perfección con el concepto que vos te habías hecho de él, no sólo por haberlo visto en teatro varias veces y por haber sido un fiel escucha de Eco contemporáneo, sino porque conocías al Bebe.

Sabías que, desde otro lugar que el de Ricardo, el Bebe también lo idolatraba y te hablaba de él con una mezcla de fascinación y resignación, de orgullo –por haber forjado juntos un capítulo insoslayable del teatro uruguayo– y herida narcisista –por no haber sido correspondido, como él necesitaba, en las sinuosidades del amor–. Veinte años después, cuando el Bebe ya no estaba y vos estabas preparando un documental con Restuccia –ex Alberto, ahora Albertina o Beti–, le hablaste de todo eso, y él, o ella, o ello, te mostró su versión de los hechos, que en temas de amor, como de cualquier otra cosa, nunca son puros.

Y entonces atinás a enviarle un mensaje a Ricardo, buscando un cómplice de tus cavilaciones, con la misma parquedad que vos lo recibiste: “Murió Restuccia”, a lo que responde casi de inmediato, como si hubiera estado en vilo, esperándolo: “Cómo lo lamento. Ayer pensé en él. Y en el Bebe. Ahora estaba queriendo dormir y acabo de salir intranquilo de la cama y leo tu mensaje. Alberto es un gigante. Su paso por mi vida dejó una huella de yeti. Ir a ver a Alberto, en mi caso siempre desde la platea, era ir a ver el huevo del teatro rajarse. Siempre nacía algo. Con él todo es vínculo. Su generosidad me sigue poniendo la piel de gallina”.

Te llama la atención, y a la vez no, que lo siga nombrando en tiempo presente, porque eso ensancha aún más las asimetrías entre esa figura brutal y la mediocridad igualitaria de la muerte, y entre la inmensidad de su huella y el horror vacui del porvenir. Pero ahí recordás el obituario que él había escrito sobre sí mismo, enterrando a Alberto y pariendo a Beti, en el que se manifestaba “tranquilo, mirando el mar desde una ventana y tomando un whisky”, y nos recomendaba que no nos hiciéramos tantos problemas: “Nada es tan serio”.

Y ahora, que se fueron Alberto, Albertina, Betina, Beti y todas las demás encarnaciones de su persona (del latín: persōna, máscara del actor); ahora, que se apagó el escenario total de su vida pública y privada; ahora, que lo despediste junto con un puñado de individuos frente a su casa del Barrio Sur, con una fogata y un aplauso, queda resonando un alarido que no sabés si es un lamento o una carcajada, o las dos cosas a la vez.

Y entonces te piden que escribas algo sobre él, ella o ello, y aceptás a regañadientes, sabiendo que tendrás que enfocarte en la sección áurea de ese alarido indescifrable. Y que tendrás que emerger con un pobre, torpe manojo de palabras y recuerdos de los que después te vas a arrepentir, porque quién te mandó conocer a semejante animal esquivo, mutante, sublime y visceral. Jodete.

Y entonces, a modo de antídoto, querés despedirlo con aquella vieja bendición que tienen los irlandeses para burlar la finitud y le decís, por si te escucha: “Que estés en el cielo media hora antes de que el diablo sepa que estás muerto. O muerta. O lo que se te cante, allá como acá”.

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