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Mario Silva en actuación en el Prado de Montevideo (archivo, noviembre de 2009).

Foto: Javier Calvelo, adhocFOTOS

Mario Silva: El corazón en la mano

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Leído por Andrés Alba.
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Igual que otras grandes figuras de la tropical, como Beto Núñez o Jorge Vallejo, Mario Silva venía del rock. Supo cantar en los 70 en una banda de beat llamada Amos, y no ocultaba sus preferencias musicales más allá de la cumbia. Luego sí, enganchó con Anakaona, para luego tener pasajes por Banda Brava, Los Pleneros y hasta por el carnaval con la revista Musicalísima. Mario era funcionario de OSE, y durante mucho tiempo hizo convivir sus dos trabajos. Hasta que a mediados de los 80 pidió el traslado a la ciudad de Artigas, donde se integraría primero a Mogambo, luego pasaría por Los Herederos y Los Elegidos y finalmente llegaría a Sonido Profesional, una charanga que se volvió muy popular y que configuró un nuevo sonido, ya no a la manera de grupos como Keguay o Cotopaxi, sino más cercana a lo que conocemos hoy como charanga: un sonido más romántico, melancólico, nocturno, aunque en su primera etapa incursionó en versiones del Puma Rodríguez, más festivas. Canciones como “Llora el teléfono”, “Te quiero”, “Cómo te voy a olvidar”, “Piensa en mí”, “Te deseo a morir”, “El reloj cucú”, “Caña brasilera” no sólo son ya clásicos de la charanga, sino canciones fundamentales de la música popular uruguaya, y eso, más allá de las virtudes de la orquesta, se basa en el talento interpretativo de Mario Silva, en su carisma y en un timbre que ya es el timbre del género.

Mario no fue el único fenómeno popular de la cumbia y la charanga. Orquestas como Mogambo, Ágata, Caracol, y figuras como Chacho Ramos o Miriam Britos, entre otras, también han sabido vivir ese fervor del público. Pero Mario quizás fue la mayor figura popular de esa movida. Supo encarnar todos los rasgos de la noche, y sobre todo, aun siendo de Montevideo, de la noche del interior en toda su complejidad. Lo festivo y lo oscuro, lo alegre y lo melancólico, los vicios y la moralidad, el hondo dramatismo del arte del interior y, a su vez, una extraña sobriedad, casi zitarrosiana. Mario es la figura por naturaleza de esa idiosincrasia, de esa estética, y lo fue en el arte y en la vida, que como en todo artista trascendente están fundidas.

Fue inmediatamente consagrado como una figura popular en el interior del país, y un tiempo después su fama llegó a Montevideo. Se podría pensar que su éxito en la capital se dio únicamente por la masiva llegada de los estudiantes del interior y de bailes como Cimarrón, Norte o los de las facultades de Veterinaria o de Agronomía. Si bien es cierto que eso contribuyó a su popularidad entre cierta población joven de clase media montevideana que por lo general no consumía música tropical uruguaya, en los barrios populares el consumo de charanga está mucho más extendido de lo que se cree, desde mucho antes. Pudo deberse a esa facilidad de la charanga para ser la voz de lo romántico, el discurso de la noche, de la derrota, del alcohol. La tropical de Montevideo se caracterizó por ser siempre más festiva, o de un romanticismo más luminoso, y de alguna forma la charanga sería lo que le faltaba, el lado más oscuro, pasional, con el corazón en la mano.

La música de Mario y su figura pública tampoco escaparon al consumo irónico de las clases medias montevideanas, pero él estaba por fuera de eso y, con la altura que lo caracterizaba se prestaba a todo tipo de notas y actividades, aun cuando parecía que lo llevaban para mostrarlo como un freak, como el viejo metalero parecido a Ron Wood que cantaba charanga. Pero Mario era eso, y lo valioso de la forma en que lo encaraba es que nunca lo ocultó ni dejó de enorgullecerse de lo que era. En un país que premia la homogeneidad, en el que ser distinto o ser único se paga con la burla, el desprecio o el prejuicio, Mario redobló la apuesta y, sin ningún problema, se dedicó a ser él mismo. Por eso la gente lo amaba, por ser una estrella única y no tener miedo de serlo. Y principalmente porque supo qué quería y qué no, a quién quería cantarle, dónde quería hacerlo, cuál era su público. Esa elección lo llevó a ser el alma de los bailes de pueblo, de los quilombos, de los clubes barriales, de los bares y las cantinas perdidas en el medio de la nada. A ser a la vez tan distinto pero tan igual a su público. Y fue, por eso mismo, imperfecto, contradictorio, cantándole al amor pero sobre todo al fracaso amoroso, a la tristeza, al abandono. Los personajes de sus canciones son muchas veces solitarios, egoístas, nocturnos, seres con una coraza que se desarma luego de las primeras copas para dar lugar a las penas más profundas y al arrepentimiento, al recuerdo del hijo abandonado, al amor perdido, a la vida que se va. Mario Silva fue el mejor para cantar las penas y los amores de la gente común, porque era el más común de los ídolos, el que vivía como sus personajes, y porque al escucharlo, arriba del escenario, con el corazón al aire, uno podía saber que todo lo que cantaba era cierto y tan propio y personal como de todos.

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