Con el término de la veda electoral y el resultado del plebiscito asomando, en Uruguay no va a haber mucha gente conectada con la ceremonia del Oscar, o emocionada con la posibilidad de que la película de Apple le gane a la de Netflix, o lo que sea. Los premios de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas son un excelente deporte cinéfilo, una razonable fuente indirecta sobre algunas tendencias del medio hollywoodense y una manera inocente de dar cabida a un poco de cholulismo. En todo caso, si los resultados del plebiscito llegaran a definirse negativos, conectarse a los Oscar puede ser una manera de enajenarse para sobrellevar el bajón.
Con respecto a la ceremonia en sí, hay discusiones que giran alrededor de ejes ya familiares. Aflojada la situación de emergencia sanitaria, la ceremonia fue devuelta al habitual espacio del Dolby Theater y el tópico principal vuelve a ser la estrepitosa caída de audiencia del programa. Hay quien piensa que se debe a una duración excesiva, o a que se desaprovecha el tiempo en la entrega de premios que no le interesan a nadie en vez de ocuparlo con chistecitos, gente bailando y cantantes berreando melismas. En 2019 hubo una movida para que algunos premios “menores” se entregaran en los intervalos comerciales de la emisión televisiva, pero fueron tantas las protestas por esa discriminación que dieron un paso atrás y, como siempre, todos los premios fueron entregados en vivo y directo. Este año se impuso una versión más radical de aquella idea infeliz: los tres premios a cortometrajes (animado, de acción viva y documental) y los de montaje, maquillaje, música, diseño de producción y sonido serán entregados una hora antes del inicio de la trasmisión. Esta vez parece que no hay tutía, ya que la modalidad fue una imposición de la emisora ABC, señal de que la Academia está perdiendo su poder de negociación. A esa gente no parece ocurrírsele que el principal bodrio de esos programas consiste en que, en los tramos finales, el tiempo de las tandas comerciales alcanza el 50%, y que un tratamiento que relega el montaje, la música, el sonido y el diseño a categorías secundarias no es el mejor para alimentar la excitación cinéfila. Jessica Chastain propuso una buena manera de protestar: ella va a ir una hora antes al Dolby Theater a apoyar a los compañeros que serán premiados a oscuras, y así va a esquivar la alfombra roja en la que se concentrarán las atenciones durante esos momentos. Sería lindo que otros famosos la imitaran.
El otro posible motivo para la caída de audiencia es el divorcio entre la taquilla y la percepción de calidad por los votantes. Quedaron atrás los tiempos en que campeones de boletería como Lo que el viento se llevó (1939), La novicia rebelde (1965) o Titanic (1997) fueron “mejores películas”, y la mayoría de las nominadas este año fueron fenómenos minoritarios, con la excepción de Duna, nominada a diez premios. La ausencia más evidente es la de Spider-Man: sin camino a casa, cuya supertaquilla de casi 2.000 millones de dólares fue más de cuatro veces la de Duna, pero que quedó relegada a una deslucida nominación a los efectos especiales (y es quizá el motivo por el cual esta categoría sí escapó al ostracismo de la premiación fuera de cámaras).
En cuanto a la premiación en sí, este año hubo mucho menos controversias sobre inclusividad y paridad en las nominaciones. Entre los 20 nominados en las cuatro categorías actorales hay cuatro personas negras, dos españoles, dos mujeres LGTB y un portador de deficiencia física (sordo). Dos de las diez nominadas a mejor película están dirigidas por mujeres, y una de las autoras, Jane Campion (El poder del perro), es la primera directora nominada más de una vez (la anterior fue por La lección de piano, 1993). También hay una película dirigida por un negro (Rey Richard, de Reinaldo Marcus Green), otra por un mexicano (El callejón de las almas perdidas, de Guillermo del Toro) y una película japonesa (Drive my Car, de Ryusuke Hamaguchi) que podría llegar (aunque es improbable) a reeditar el fenómeno de Parásitos (de Bong Joon-ho, 2019, Corea del Sur), es decir, una “mejor película” en idioma extranjero (con la coincidencia adicional de que son ambas del extremo Oriente).
La cuestión que sigue encendida es la del streaming. La pandemia forzó el ingreso a los Oscar de películas lanzadas directamente en streaming o que no respetaron la ventana mínima de exhibición en salas antes del lanzamiento en plataformas. Hay que ver si esa apertura es definitiva o si se volverá a cerrar cuando termine la emergencia sanitaria. Es un asunto caldeado, ya que el streaming, por un lado, implica enorme cantidad de público, pero también supone muchas menos ganancias para los productores y realizadores.
Como suele ocurrir, el conjunto global de las películas nominadas es heterogéneo, incluye algunos enamoramientos colectivos circunstanciales, y cada uno observará la omisión total de films buenísimos, inclusive del cine hollywoodense (como El último duelo o El escuadrón suicida). Hay por lo menos dos peliculones candidatos al premio principal (Licorice Pizza, de Paul Thomas Anderson, y Drive my Car), pero algunos supuestos expertos en predicciones vienen dando como favoritos a Coda (de Siân Heder), Belfast (de Kenneth Branagh) y El poder del perro. La última está nominada en 12 categorías (lo máximo de este año, cercano al récord, que viene siendo de 14). Si ganara se trataría de otro Oscar más para una película oscura y no muy fácil, y la primera ganadora producida por Netflix.