... Y esto, creo yo, fue el motivo… aquella sensación de victoria inevitable sobre las fuerzas de lo Viejo y lo Malo. No en un sentido malvado o militar; no necesitábamos eso. Nuestra energía prevalecería sin más. No tenía ningún sentido luchar… ni por parte nuestra ni por la de ellos. Teníamos todo el impulso; íbamos en la cresta de una ola alta y maravillosa... Así que, en fin, menos de cinco años después, podías subir a un empinado cerro en Las Vegas y mirar al oeste, y si tenías vista suficiente podías ver casi la línea que señalaba el nivel de máximo alcance de las aguas... aquel sitio donde el oleaje había roto al fin y había empezado a retroceder.

El famoso “monólogo de la ola” de Hunter Thompson, más que funcionar como un contrapunto calmo y circunspecto de la anfetamínica Miedo y asco en Las Vegas, es de las descripciones más cristalinas de esa ruptura generacional, pero también emocional y cuasi metafísica, que se dio entre los 60 y los 70. En 1969, luego de la sórdida muerte de Sharon Tate a manos del clan Manson, el verano del amor terminó y pronto todas las expectativas románticas de esa década en Estados Unidos cristalizaron en su reverso más siniestro: la leva de jóvenes enviados a la muerte en Vietnam continuó en un automatismo cada vez más nihilista, la crisis del petróleo paralizó al país, los asesinos múltiples tuvieron su década dorada, y diez años de uso indiscriminado de drogas comenzaron a pasar factura. La ruta de salida parecía entonces bifurcarse en dos sendas: mantener el hedonismo de la década anterior (pero sin el optimismo) o recaer en la nostalgia conservadora de los 50, la última década del consenso político y generacional que tuvo el país.

En Licorice Pizza el valle de San Fernando es un espeso guiso en el que se mezcla este ideal de paz suburbana de los 50 con los camalotes de las tormentas políticas y sociales de los 60 que llegan a sus orillas. Todo está ahí al mismo tiempo, pero en una paz frágil. Por fuera de esta combinación explosiva, lo más surreal de este retrato generacional es cómo Gary Valentine (encarnado por Cooper Hoffman, hijo de Philip Seymour Hoffman, uno de los colaboradores insignes de Paul Thomas Anderson) monta varios negocios, corteja a una chica que podría tener 25 o 28 años (Alana Haim) y cena en el elegante y cholulo Tail O’Clock sin que nadie repare en el hecho de que es sólo un guacho de 15 años. Uno podría asumir que esta extraña horizontalidad en el trato se da porque Gary es un niño actor, pero su encanto va mucho más allá del glamur que rodea a las estrellas infantiles. Gary es, más que nada, un laburante, y en la forma en que labura tanto en sus emprendimientos como en su cortejo a Alana hay algo extrañamente digno que hace que a la gente de su entorno –agentes, coactores, amigos, maitres– no le quede otra que creerle. Lejos está de tener las respuestas a todo, pero hay algo en la confianza en sus habilidades por encima de sus falencias que lo vuelve un sucedáneo mucho más entrador del Max Fischer de Jason Schwartzman en Rushmore (Wes Anderson, 1998).

Así, Licorice Pizza es como una novela de Enyd Blyton en la que, en vez de encontrarnos con una pandilla de púberes que resuelven misterios, tenemos un comando juvenil que se mete en el mundo de los mayores para montar negocios de baja estofa. Los jóvenes en esta película están todo el tiempo jugando a ser adultos, mientras que los adultos andan atrás de cualquier resquicio para volver a una absurda juventud. Más allá de los personajes concretos, el film parece hablar de unos años 70 en que no la gente sino el mismo Estados Unidos parece estar atrapado y a la vez arropado en una suerte de adolescencia momificada; una década en la que los cambios sexuales, políticos y económicos se estampaban de forma errática y anómica en el país como el acné en la frente de un pibe de 13 años.

Nada de esto sería brillante si tuviera un subrayado hiperevidente. Sin embargo, Paul Thomas Anderson refulge en ese rasgo que, a esta altura, lo convirtió en uno de los tres directores estadounidenses más importantes de su tiempo: una habilidad casi historiográfica para retratar las mutaciones de Estados Unidos sin que parezca que habla de algo concreto y delineado. La gran mayoría de sus películas son sobre estos puentes clave entre una generación y otra. Boogie Nights (1997) utilizaba la industria pornográfica como una sinécdoque lumpen de Hollywood y los cambios sociales ocurridos entre los 70 y 80. Petróleo sangriento (2007) es un film monolítico y a la vez muy específico sobre las dos cadenas de azúcares y fosfatos que configuran la molécula del ADN de Estados Unidos: el cristianismo protestante y el capitalismo despiadado. La hiperentreverada Inherent Vice (2014) reproduce en su estructura el lado más estrambótico de la decadencia del hippismo de los 60 en los 70. Y The Master (2012) es una meditación sobre el raro interregno entre el “nosotros” de la guerra y el nuevo “yo” del boom económico de los 50 (y las nuevas religiosidades, y aventuras económicas, que acudieron para rellenar estos agujeros).

Lo más destacable de esta reconstrucción del genoma norteamericano es que nunca se obtienen respuestas del todo claras. Uno se sienta frente a esas imágenes y quedan cosas, y son cosas importantes, pero, como las marcas de las olas de Hunter Thompson, son rastros de un sueño que espera algún detalle del día siguiente para cristalizar en la conciencia.

Así, creo que todo lo mencionado más arriba es didáctico y prácticamente inútil para hablar de lo que hace importante a una película como Licorice Pizza. Más que de cambios sociológicos bastaría hablar de cómo ver a Alana manejar en bajada y en reversa un camión de mudanzas se vuelve algo diez veces más emocionante que todas las persecuciones automovilísticas de Rápido y furioso juntas; de cómo logra parecer una mina de armas tomar en una escena y a los pocos minutos se convierte en una niña cuando Jack Holden (Sean Penn) le dice que le recuerda a Grace y ella le pregunta “¿Kelly?”; de cómo la torpe calentura adolescente de Gary es más convincente y auténtica que la excitación de todos los pibes y pibas de Euphoria o Sex Education (cuya sexualidad, en ausencia de sus rasgos específicos, parece más bien la miniaturización de la de un adulto, como esos bebés grotescos con caras de anciano que aparecían en los cuadros prerrenacentistas); de cómo la manera en que el hijo de Seymour Hoffman agarra un teléfono o prende un cigarro nos hace replantearnos los límites de la herencia genética, la posesión y la reencarnación; de cómo cada vez que un rayo de sol encandila el lente de la cámara se parece más a una caricia que a un error; de cómo cada segundo, cada palabra y cada cuadro en que aparece Bradley Cooper (haciendo de Jon Peters) vale su peso en oro (o en merca); y de cómo la forma en que la cámara, los personajes y el valle de San Fernando se chocan entre sí (siempre corriendo en esos travellings majestuosos) termina por formar una especie de pinball frenético a escala gigantesca.

Todo eso vale más que cualquier regurgitación teórica o cinematográfica que yo pueda hacer. Una vez más, Paul Thomas Anderson logra hacer películas que nos hacen sentir que hablar de ellas es como fotografiar la luna: la vemos en la noche y parece majestuosa, pero el registro en el papel la vuelve sólo una gota lechosa y huidiza.