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Jean-Luc Godard, el 21 de mayo de 1988, en el Festival Internacional de Cine de Cannes.

Foto: AFP

Para verte mejor: Jean-Luc Godard (1930-2022)

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Repaso de la carrera del más distintivo e influyente integrante de la Nouvelle Vague.

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El 13 de setiembre, el cineasta Jean-Luc Godard puso fin a su vida por medio de un suicidio asistido en el pueblito de Rolle, Suiza, donde residía desde 1977. Tenía 91 años. No fueron difundidos los motivos para el suicidio, pero al parecer su condición de salud no prometía una sobrevida placentera ni productiva.

En el correr de los últimos decenios fue el más importante cineasta vivo. Es una aseveración discutible, obvio, pero argumentable. Fueron 64 años de producción cinematográfica en los que su obra sumó unos 115 títulos, entre los que hubo más de medio centenar de largometrajes. Fue el más distintivo e influyente de los integrantes del movimiento conocido como Nouvelle Vague (nueva ola), que hizo eclosión hacia 1960. La Nouvelle Vague sirvió como inspiración y referencia para la mayoría de los movimientos de “cine joven” e independiente que surgieron por esos años, y habilitó una vía estética y un esquema de producción que permitieron la emergencia de cines autorales y creativos en medios en los que no había condiciones de instalar una industria cinematográfica. Más que eso: la Nouvelle Vague ejerció una influencia decisiva sobre la mismísima Hollywood, erigiéndose en un nuevo paradigma de modernidad y juventud en el cine.

El público de las películas de Godard fue, por supuesto, minoritario en comparación con los grandes éxitos del cine más comercial, pero muchos de los cineastas que hacían ese tipo de cine vieron sus películas con atención y reverencia. Su influencia directa o indirecta barrió el espectro del cine comercial, del cine de arte y del cine modernista.

Godard, en toda su trayectoria, fue un modernista y nunca perdió el espíritu de búsqueda, de invención, de experimentación, de provocación. Aunque hayamos superado la noción de que el cine de tendencia clásica es por definición cómplice de la opresión autoritaria y de los sistemas socioeconómicos injustos, y de que el único camino moral consiste en boicotear ese cine clásico, que es lo que Godard hizo toda su vida; aunque, como decía, hayamos superado esas nociones, podemos reconocer que es muy bueno disponer de esa presencia alternativa, diversa de lo hegemónico. Dentro de ese ámbito él fue especialmente destacado no sólo por su actitud sino también por la calidad y riqueza de su producción.

Los integrantes de la Nouvelle Vague contribuyeron también, a través de su trabajo crítico, a instaurar un nuevo canon de la historia del cine, afectando en ese acto no sólo la realización de cine a partir de ellos, sino también el consumo del cine anterior.

Biografía apresurada

Godard nació en 1930 en París. Tenía ascendencia suiza, y pasó la mayor parte de su infancia y adolescencia entre las ciudades suizas de Rolle (donde murió), Nyon y Ginebra, aparte de algunas estadías en París. Eligió la nacionalidad suiza. Sus primeras inclinaciones artísticas fueron en los ámbitos de la pintura (influencia de los artistas expresionistas) y la literatura. En edad liceal, instalado en París, se volvió frecuentador asiduo de cineclubes y de la Cinemateca Francesa, y complementó ese interés cinéfilo consumiendo críticas de, entre otros, Éric Rohmer. En ese circuito se hizo amigo de François Truffaut, Jacques Rivette, Claude Chabrol y Rohmer. Publicó sus primeras críticas de cine cuando tenía 19 en La Gazette du Cinéma, revista vinculada al cineclub del Quartier Latin. En 1951, cuando se fundó la revista Cahiers du Cinéma, fue invitado, junto a los colegas mencionados, a colaborar allí.

Dirigida originalmente por André Bazin, Cahiers fue una publicación muy influyente en su defensa militante de un cine de carácter autoral, en la discusión capacitada de aspectos estilísticos que no solían ser contemplados en la crítica meramente interpretativa o juzgadora, y en el planteo insolente de posiciones polémicas. Truffaut, en especial, se destacaba por sus artículos combativos, con críticas feroces a mucho de lo que hasta entonces solía tener prestigio en el cine francés: los cineastas vinculados al realismo poético, los guiones de tendencia literaria, las actuaciones teatrales, en fin, todo el bagaje reunido bajo la etiqueta, de acá en más irónica y despectiva, de la qualité. En cambio, reemplazaban el panteón de “grandes cineastas” nacionales por un grupo de realizadores veteranos considerados excéntricos: Jean Renoir, Max Ophüls, Jacques Tati, Robert Bresson y Jean Cocteau.

Al mismo tiempo, los jóvenes críticos de Cahiers innovaron al extender el concepto de autoría al cine industrial hollywoodense. Para ellos, aunque el cineasta realizara una película por encargo, con un propósito comercial, y aunque no fuera el autor del guion, por la mera puesta en escena él estaba ejerciendo el control artístico. De manera irreverente, manifiestan su adoración por Alfred Hitchcock, Howard Hawks, Otto Preminger, Samuel Fuller y Vincente Minnelli, directores mayormente asociados al entretenimiento y que ellos ponen a la altura no sólo de los grandes cineastas de todos los tiempos, sino de los grandes artistas en general. Junto a estos, hay una vindicación, también irreverente y de espíritu esnob-juvenil, del cine de clase B, ese que contorneaba el prestigio de los Oscar. Godard admira las comedias musicales de Frank Tashlin, las películas con Jerry Lewis y los policíacos y westerns de la Monogram Pictures. Esa actitud fue el modelo para el anticanon que manifestaría, en tiempos más recientes, gente como Quentin Tarantino y Robert Rodríguez (reivindicación del cine grindhouse o de las películas de kung fu).

Muy pronto, el grupo empieza a pasar de la teoría a la acción. En 1955 Godard dirige su primer cortometraje; antes ya había aparecido como actor en uno de Rohmer. Poco después un productor lo contrata como montajista. Chabrol fue el primero que pasó al largometraje (1958). En 1959, el segundo largo de Chabrol gana el Oso de Oro en el Festival de Cine de Berlín, y el primero de Truffaut el premio a mejor director en Cannes. Godard aprovecha la volada y no tarda en conseguir financiación para su propia ópera prima, Sin aliento (1960).

Tomando aliento

Antes que nada, conviene limpiar un poco el terreno con respecto al término Nouvelle Vague. La etiqueta fue asimilada rápidamente por la prensa y el público informado internacionales para referirse a una tanda de cine francés de a partir de 1958 que era original, tenía características formales intrigantes y suscitaba cierta curiosidad maliciosa por jugar con vínculos amoroso-sexuales relativamente permisivos y casuales. Pero había dos movidas separadas. Una fue la barra de críticos de Cahiers du Cinéma. La otra, asociada a la Rive Gauche (la zona sur de París, de mayor tradición intelectual y artística), estuvo integrada por Alain Resnais, Agnès Varda, Jacques Demy, Chris Marker, Georges Franju y otros. Varda y Demy tenían vínculos fuertes con ambas barras y contribuyeron a tender puentes. Y luego había cineastas sueltos que terminaron englobados también en la griffe Nouvelle Vague, como Jean-Pierre Melville –admirado por el grupo de Cahiers– y Louis Malle –menospreciado por este–. El cine de toda esa gente es demasiado diverso para que se pueda describir en forma general.

En cambio, sí es posible trazar ciertas líneas comunes del grupo cohesionado de los críticos de Cahiers. Eran producciones pragmáticas, hechas con muy pocos recursos pero con imaginación y tesón. Usaban actores no consagrados, los rodajes eran veloces –prescindiendo de la pulcritud técnica– y con equipos chicos, aparatos portátiles, filmados en locaciones y con exteriores semidocumentales (es decir, en vez de aislar una calle y llenarla de extras contratados, casi siempre se metía a los actores en medio de la multitud y se los filmaba con cámara oculta, o incluso no oculta, preservando las miradas a cámara de los involuntarios extras que pasaban por ahí). Los asuntos tenían que ver con las vivencias de los jóvenes parisinos del momento. Había una cierta desconfianza con los compromisos, fueran estos políticos, morales o amorosos. La actitud era de irreverencia, antisolemnidad y antiautoridad.

Todo estaba impregnado de existencialismo, con lo que había mucha gratuidad, ya fuera en el comportamiento de los personajes, en la elección de los tramos narrativos que compondrían el relato, que se abría a digresiones para disfrutar de las bellezas de París, para gozar con un grupo de amigos que bailan, para volcar el amor por el cine, para hacer guiñadas a los compinches. Las locaciones contribuían al naturalismo, acentuado por diálogos expresamente anti “poéticos” y por un criterio de actuaciones que esquivaba los manierismos tipo Comédie Française. Era un cine barato, y aun si parecía dirigido a un público minoritario, el riesgo era bajo y la novedad claramente caló con el espíritu de la época. Y había hambre de crear y filmar: entre 1959 y 1966, la producción conjunta del quinteto Chabrol, Truffaut, Godard, Rivette y Rohmer sumó 32 largometrajes. El superproductivo Godard entró con 12 de ellos, nada menos.

Sin aliento fue la más radical de las óperas primas del grupo de Cahiers. Costó 400.000 francos, que hoy día serían unos 700.000 dólares. Me voy a detener especialmente en ella porque fue la película más popular de toda la carrera de Godard, la más influyente, y porque contiene la semilla de procedimientos que estarán presentes en toda su obra.

Está casi toda rodada con cámara en mano y los travellings están hechos sobre una silla de ruedas. Además de que esos recursos impiden un visual muy pulido, Godard no tiene empacho en contradecir varias reglas del buen filmar, poniendo, por ejemplo, la cámara enfrentada con la fuente de luz (que produce un flare en la imagen, distinguible en las escenas con Patricia frente al espejo del baño). En un momento, incluso, la cámara apunta hacia el pleno sol. Otros momentos están netamente subiluminados (en el ascensor). Hay planos que duran casi tres minutos con la cámara siguiendo a los personajes desde la silla de ruedas, a veces con una coreografía bastante compleja. En cambio, hay otros momentos de montaje veloz y transgresor.

El gesto cinematográfico más alevosamente extraño son los jump cuts, es decir, la eliminación de un tramo en un mismo encuadre: los personajes o el paisaje (si la cámara está, por ejemplo, dentro de un auto) saltan de posición de repente. Cada uno de esos gestos se va a ganar una connotación de juventud, rebeldía y modernidad, y de esa manera va a incorporarse al cine comercial de la era del rock. Pero hay un procedimiento de Godard que terminó siendo adoptado aun por los cineastas más clásicos: él podía cortar directamente de un personaje en determinado espacio a un plano del mismo personaje en otro espacio (el procedimiento habitual era, en un caso así, suavizarlo con un fundido o dejar un tiempo en el segundo plano para que el personaje llegara, aun si el lapso podía estar muy abreviado).

En uno de los momentos más dramáticos de la película –el asesinato del policía–, el montaje se hace especialmente confuso, desprolijo y fragmentario, con saltos, imágenes fuera de foco, movimientos temblorosos y unas elipsis desconcertantes. Ese tipo de pasaje contribuiría a volver a establecer lo desprolijo, lo “mal hecho”, lo no-del-todo-claro como posibilidades estéticas, algo que sería especialmente importante en el cine tercermundista, en el que era económicamente inviable ser prolijo.

La historia de Sin aliento puede asimilarse al género noir, subgénero “criminal en fuga”. En calidad de tal, la película misma constituye una cita genérica. Más allá de esto, está plagada de citas cinematográficas: la cámara destaca carteles de obras de Robert Aldrich, Preminger y Resnais, una foto de Humphrey Bogart. El nombre supuesto adoptado por Michel es el de un personaje de una película de Chabrol. Vemos un ejemplar de Cahiers du Cinéma que trae en la tapa una imagen de la primera película de Truffaut, imagen que a su vez contiene una imagen de una película de Ingmar Bergman. Godard hace un cameo, y los amigos podían reconocer también, en distintas escenas, a Melville y Rivette. La cámara se detiene expresamente, para disfrutar nomás, en unos afiches domésticos con reproducciones de Picasso, y compara amorosamente un rostro en una pintura de Auguste Renoir con el rostro de Patricia. Mientras se sintoniza la radio, escuchamos un fragmento de una canción de Georges Brassens sobre texto de Louis Aragon, y más adelante una frase de esa canción es citada por Patricia.

A veces las citas son engañosas. Michel y Patricia se besan en un cine y escuchamos el sonido de la película fuera de campo. Se supone, por el cartel afuera del cine, que fueron a ver una película de Budd Boetticher. Pero los nombres por los que los personajes de la supuesta película se llaman son los de la pareja principal de Forty Guns (Dragones de la violencia, de Fuller, 1957), y el texto es inventado, entreverando versos de poemas de Aragon y Guillaume Apollinaire. En un papel leemos una cita firmada “Lenin”, pero la frase en realidad es del revolucionario alemán Eugen Leviné.

Uno de los aspectos más característicos de esta película y del cine de Godard es la manera como esquiva la psicología. Los personajes proceden porque sí, sin una motivación clara, y algunos de sus gestos son vagos, no tienen un sentido unívoco. Cuando desean algo, lo dicen de frente. Un intercambio entre Michel y Patricia: “¿Esta noche nos acostamos?”, “No sé.” Cuando ella le dice que está embarazada, él le reprocha que debería haberse cuidado, pero la conversación queda por esa, no se extiende a ninguna de las alternativas predecibles ante una revelación de ese tipo (por ejemplo, aclarar cómo se sienten o decidir qué van a hacer). Y el casi final, que es trágico, está cortado por el final-final, que es como un chiste. En líneas generales, los personajes de Godard se ubican en un punto especialísimo, porque no es que carezcan de sentimientos, pero esos sentimientos son siempre más tenues y desapasionados de lo que uno esperaría.

En la ceremonia de entrega del premio Grand Prix Design, el 30 de noviembre de 2010, en el Museo del Diseño de Zurich.

Foto: Gaetan Bally, EFE

Del juego a la militancia

Varias de las características de Sin aliento pegaron fuerte. El montaje económico se podía ver como una energética nueva agilidad, adecuada a la era de la música beat y del desarrollo de las telecomunicaciones. La distancia emotiva, la pérdida de relieve de la psicología y la subactuación funcionaban como una reacción contra lo melodramático y la pose poética de la qualité. La vida irresponsable del protagonista sintonizaba con el existencialismo, que era la corriente filosófica de moda. Su condición de criminal, sobre la que la película no emite moraleja, combinaba con cierta propensión antisistémica, la misma que se manifestaba en el plano estético, gozando con la posibilidad de mirar como una nueva belleza o una nueva poética los productos de un cine barato y despojado del pesado aparataje industrial.

En la abundante producción de los años subsiguientes, Godard pronto abandonó la cámara en mano, prefiriendo la estabilidad del trípode y del dolly. Las demás características se mantuvieron, cada vez más radicalizadas. Es como si sus orígenes como crítico de cine se hubieran trasladado a la práctica: de alguna manera sus obras funcionaban ellas mismas como críticas, quizá no de películas puntuales, pero de modos de hacer. Uno puede sentir un “¿por qué no?” detrás de cada decisión estilística, la conciencia de que no hay prohibiciones y todas las decisiones son arbitrarias. Frente a ello, uno de los virtuosismos de Godard consistía en generar, para cada película, una personalidad especial, pautada por determinado conjunto de procedimientos y exclusiones.

Los procedimientos pueden tener una motivación juguetona, como en Bande à part (Asalto frustrado, 1964), cuando los personajes se proponen hacer un minuto de silencio, y no sólo se callan ellos, sino la película: la banda sonora entera se interrumpe abruptamente por varios segundos. Esa disposición del director al juego técnico-estético pronto se combinó con la influencia de Bertolt Brecht (1898-1956). El gran dramaturgo alemán había propuesto una estética de distanciamiento que tenía un sentido político. La idea era esquivar la ilusión de realidad y el involucramiento emotivo pleno de los espectadores con el mundo de los personajes. No se trataba de evitar todo sentimiento, sino de recordar que se trataba de artificios narrativos, con el objetivo de mantener encendido en el espectador el espíritu crítico. Esa idea impregnó toda una corriente de artistas de izquierda en los años 60 y 70 y, radicalizada de distintas maneras, fue uno de los fundamentos del modernismo político. Godard fue el más famoso e influyente exponente de esa tendencia en cualquier rama artística.

Entonces, de pronto, las extrañezas estéticas dejaban de ser sólo chistes (aunque el humor nunca desapareció del todo) y pasaban a ser recordatorios de la arbitrariedad de los procedimientos, llamados de atención sobre los mecanismos y sobre el dispositivo. En 2 o 3 cosas que sé de ella (1967) también hay silencios abruptos totales, pero sin la motivación chistosa de Bande à part. Todo es pasible de interrupción en el cine de Godard: el bellísimo fragmento musical que impregna de emoción determinado momento, un diálogo. La imagen diegética de la escena puede dar lugar a un cartel (cuyo contenido, a su vez, puede estar cortado por el borde del encuadre, con lo cual no lo podemos leer plenamente). Escuchamos voces que no sabemos de dónde vienen y no siempre se define si están fuera de campo o si son un comentario over.

Durante los años 60, las imágenes en Godard tienden a volverse planas, como rehusando la ilusión de tridimensionalidad. Los encuadres tienden a ser planimétricos, es decir, con la cámara perpendicular a la pared del fondo, con lo cual los personajes pueden parecer figuras recortadas en un afiche. Las historias se desarticulan y se vuelven fragmentos anecdóticos en un ensayo que puede incluir elementos documentales, reflexiones habladas directamente al espectador, digresiones caprichosas. Las intervenciones no están sólo en cámara, montaje y banda sonora: los actores mismos desempeñan acciones claramente “artificiales”, pantomimas absurdas sin pretensión alguna de naturalismo. Las citas, como las que ya abundaban en Sin aliento, proliferan y pasan a ser algo más que guiñadas colaterales: la obra en sí empieza a verse como una especie de bomba intertextual, una que es, obviamente, inaprensible en su totalidad, no importa qué tan inteligente o erudito sea el espectador. Todos esos ready-mades textuales entablan un puente con una sensibilidad pop-art de la que Godard fue también el principal exponente en el cine, con sus colores primarios fuertes, alusiones a historietas, revistas, televisión y publicidad.

La multiplicidad de referencias, los distintos estímulos visuales, verbales y sonoros, sumados al requerimiento de rellenar baches en la anécdota, imponen una especie de saturación perceptiva en el espectador, que tiene que estar dispuesto a agarrar lo que pueda y conformarse con perderse una parte, o a ver la película muchísimas veces. Plantear a modo de crítica negativa que una película de Godard “no se entiende” o que es confusa es una ingenuidad. Por otro lado, su complejidad deja margen para que el espectador activo trace interrelaciones que quizá no fueron previstas por el autor.

No es, por supuesto, la disposición con la que uno busca una peliculita en Netflix tarde en la noche para ver si le viene el sueño o para pasar mejor el insomnio. Pero cuando se ven sus películas con la atención debidamente encendida, especialmente si es en una sala de cine, con los sentidos alertas, dispuesto a manejar la inteligencia combinada con la sensibilidad y el espíritu lúdico, pueden contar entre las experiencias más enriquecedoras que haya brindado el arte cinematográfico. El modernismo político partía de un principio pedagógico: no se trataba de adoctrinar, sino de entrenar nuestros mecanismos perceptivos. La interrogación gana primacía sobre la afirmación. En forma dialéctica, como proponía Brecht, tomamos distancia de la película, pero al mismo tiempo nos metemos de lleno en ella con una incrementada capacidad para saborearla. Un momento emblemático de eso es la secuencia del café en 2 o 3 cosas que sé de ella: preparados por todo lo que los antecedió en la película, por el texto bellísimo susurrado en la voz del propio Godard y los acordes de un cuarteto de Beethoven, de pronto nos preparamos para apreciar los movimientos de la espuma en la superficie negra del café en una taza, nos percatarnos de la inmensa riqueza de ese ínfimo detalle cotidiano, la belleza abstracta e impredecible del juego de las burbujas y su potencial metafórico, que puede referir a la vida celular microscópica o al devenir de las galaxias.

Sinopsis

Ya casi agoté el espacio disponible de esta nota, y sobrevolé menos de 20% de su obra. Haré como el propio Godard cuando tuvo que hacer la sinopsis de su Film socialisme (2010) y entregó nomás una versión acelerada en la que la hora y 40 minutos de la película corría en un minuto de tráiler. Mayo de 1968: politización, involucramiento con el maoísmo y decisión de abandonar los métodos tradicionales de filmación. Formación de un colectivo de creación y realización (Grupo Dziga-Vertov) de películas dedicadas a la discusión de ideas políticas y del lugar del cine en lo político, que no estaban destinadas a las salas cinematográficas, sino a espacios alternativos de actividad militante. Desarticulación del grupo en 1972. En pareja con la fotógrafa Anne-Marie Miéville, realizó junto con ella una serie de videos, también muy políticos. 1980: regreso a los largometrajes en fílmico destinados a las salas de cine, distribuidos en el circuito del cine de arte. Concomitante con los largometrajes para cine, siguió haciendo trabajos alternativos, mayormente en video. Nunca dejó de jugar con las formas, nunca dejó de ser político, aunque, en el nuevo contexto, ya no tuvo la influencia que había tenido. Sus últimas películas tendieron a ser tremendamente melancólicas, desencantadas. Varias de ellas contienen algunas de las más bellas imágenes del cine de los últimos 40 años.

Más Godard

Se pueden encontrar comentarios más detallados sobre sus últimas dos películas en notas publicadas en la diaria a propósito de Adiós al lenguaje (Adieu au langage, 2014) y de El libro de imágenes (Le livre d’image, 2018). Con respecto a su período inicial, una faceta omitida en el presente artículo fue el vínculo de Godard con su primera esposa, Anna Karina, sobre el que escribimos en 2020 cuando Cinemateca le dedicó un breve ciclo.

El sábado a las 11.00 se va a exhibir Sin aliento en la recién inaugurada Mediateca Ronald Melzer (en el Castillo del Parque Rodó). La proyección estará precedida de una exposición a cargo del autor de este artículo.

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