Intento una caracterización: es una película experimental que genera efectos poéticos y una miríada de sentidos a partir de un montaje de material recopilado –imágenes y banda sonora de audiovisuales, fotos y otros materiales gráficos, fragmentos de obras musicales preexistentes– y textos literarios también preexistentes leídos en la familiar voz profunda, cavernosa, del director Jean-Luc Godard –los temblores y los soplidos de esa voz, e incluso alguna tos, delatan los 87 años que tenía cuando la concluyó–. Quienes hayan acompañado la filmografía del cineasta reconocerán también la voz de su compañera y frecuente colaboradora, Anne-Marie Miéville, junto con unas pocas otras voces que no reconocí. Es, en buena medida, una película de recopilación, pero no del todo, porque hay algunas imágenes filmadas especialmente, y no todo lo que dicen las voces es de autoría ajena, sino que hay cosas escritas por Godard. Es casi una no-ficción, pero tampoco del todo, ya que durante la segunda mitad de la película la voz de Godard relata una historia ficticia y fantasiosa. No hay actores, y ese relato se da sobre imágenes (de las recopiladas y de las documentales) que unas veces tienen alguna conexión con lo dicho (dice que el personaje se refugió en una choza, y vemos una vivienda precaria en la azotea de un edificio) y otras veces parecen superpuestas en forma caprichosa o incluso para propiciar una disonancia de sentido (se habla de atentados a bombas, y vemos la imagen muy tierna de un pastor acariciando una cabra).

La primera imagen de la película es la mano con el dedo que señala hacia arriba del San Juan Bautista de Leonardo da Vinci. La siguiente imagen figurativa –la primera imagen en movimiento– es de las manos de un montajista trabajando en 35 milímetros (¿serán las manos de Godard?). La voz over hace unas disquisiciones sobre la mano humana y sus cinco dedos, y es una introducción para la estructura de la película en cinco secciones, cada una con su título. Remakes manipula imágenes de películas. Las noches de San Petersburgo aborda vínculos entre Rusia y Francia. Esas flores entre los rieles en el confuso viento de los viajes lidia con trenes. El espíritu de las leyes se concentra en el poder y la represión. La región central, que toma toda la segunda mitad, se concentra en el Medio Oriente y contiene la ficción hablada a la que me referí arriba. Nada en esa estructura se mantiene en forma estricta, como es característico del autor. Esos “asuntos” se definen tan sólo por una participación mayoritaria, entre digresiones, asociaciones de ideas o implantes que no obedecen a ninguna lógica discernible.

El título de la sección Remakes pervierte el sentido de esa palabra de moda, aplicada aquí a las acciones de recuperar, descontextualizar, intervenir, extrañar, citar. Vemos cientos de fragmentos, la mayoría de los cuales no sabemos qué son, pero entre ellos hay archiclásicos de Émile Cohl, Buster Keaton, FW Murnau, Carl Dreyer, Abel Gance, Fritz Lang, Mizoguchi Kenji, Jean Renoir, Sergei Eisenstein, Aleksandr Dovzhenko, Alfred Hitchcock, Raoul Walsh, Luis Buñuel, Jean Vigo, Orson Welles, Laurence Olivier, Roberto Rossellini, Federico Fellini, Pier Paolo Pasolini, Robert Aldrich, Nicholas Ray, Hollis Frampton, Michael Snow, Ridley Scott, Asghar Farhadi y el propio Godard. Las imágenes son casi siempre sucias: como si las fuentes fueran copias desgastadas, o copias de copias de copias, o incluso videocasetes, a su vez modificados con los colores saturados, o en alto contraste, o en una velocidad tan lenta que cada fotograma se ve como una foto fija, o con el formato cambiado (uno de los efectos más divertidos es aquel en que una imagen aparece alargada, con los personajes achatados, y de pronto se normaliza, como si fuera una masa comprimida que súbitamente se libera). Algunas de esas imágenes están tan deformadas que bordean la abstracción. Los efectos fueron trabajados por Fabrice Aragno, el mismo increíble director de fotografía de la película previa de Godard, Adiós al lenguaje (2014). Los sonidos se distribuyen en el espacio en forma igualmente caprichosa: de pronto, una voz se mueve del centro al canal frontal derecho (donde aparece súbitamente filtrada y a bajo volumen, supeditada a otra voz u otra información sonora que de pronto prevalece, por ejemplo, en el canal lateral izquierdo). Los subtítulos a veces no pueden dar cuenta de algunas situaciones, como cuando dos discursos orales se superponen en contrapunto o cuando un mismo discurso se escucha en canon.

Uno de muchos momentos notables de la sección Remakes es la intervención de la famosa escena del “Lie to me” (“Mentime”) en Johnny Guitar (Mujer pasional, 1954, de Ray). La banda sonora está íntegra, pero el contraplano de Sterling Hayden se cambia por una pantalla negra, concentrándonos en el rostro de Joan Crawford, y esto engancha con la cita de esa escena que el propio Godard realizó en 1963 en El soldadito. La subsección Rim(ak)es hace un juego de palabras con rimes (rimas, en francés) y contiene una de las yuxtaposiciones más comentadas de la película: la ejecución sumaria de partisanos, tirados al mar por soldados nazis en Paisà (1946, de Rossellini), con un fragmento sacado de Al Jazeera que muestra una ejecución similar perpetrada por integrantes de Estado Islámico. Los posibles sentidos de esa yuxtaposición son bastante obvios (la perpetuación de ese tipo de males, los rasgos comunes entre nazis y fundamentalistas). Pero, poco después, tenemos una rima adicional que no se puede reducir a un “mensaje” ideológico definido, con la imagen de James Stewart zambulléndose para rescatar a Kim Novak en Vértigo (1958, de Hitchcock), y ahí, aparte de la armonía inherente a cualquier rima, se produce una especie de shock, porque se asimilan muertes reales con una escena de ficción hollywoodense cargada de romanticismo, que enriquece considerablemente el juego (o lo estropea, si lo que uno busca es un “mensaje” definido y claro). Ese mismo tipo de vínculo enriquecido por la fractura, por la lógica fallada, se da, por ejemplo, cuando en la tercera sección la voz over dice: “La humedad y la bruma eran tales que casi no se veía la luz”, y lo que vemos es un sauna con muchachas desnudas.

La película es un juego densísimo de vínculos, estructuras que parecen ser algo y terminan no siendo, resquebrajándose, para luego, de pronto, recomponerse con algún otro elemento. Es una fiesta para los sentidos, siempre con la intermediación de un intelecto que tiene que encargarse de limpiar los prejuicios durante el proceso: uno puede ver la película como: “¡Qué cantidad de imágenes feas o afeadas!”, pero creo que la idea fue más bien: “¡Cuánta belleza puede haber en los granos, los píxeles, las rayas, los colores deformados!”, y en todo caso esta sería la manera en que la película podría ser disfrutada (y no sufrida). En ese juego de lógicas que se fracturan, es muy difícil arribar a conclusiones, porque, cuando la voz de Godard hace la apología de los atentados con bombas en el Oriente Medio, no sabemos nunca si esta es “la posición de Godard” o una cita o un gesto de ficción metido para entablar un conflicto formal-conceptual con otros elementos.

Como en casi todo el Godard reciente, es una película de una profunda tristeza, que trasmite la sensación de un mundo plagado por conflictos insalvables, sufrimiento sin fin, desamor y una incapacidad de construir realmente sentidos, de acceder a verdades, de entablar una comunicación plena. Ese efecto lo dan las músicas (entre tristes, tensas o desapegadas), las imágenes de violencia, de rupturas amorosas, de rostros compenetrados que exhalan melancolía o tensión, las explosiones que suenan fortísimo, y la propia construcción de la película, que siempre interrumpe sus propios razonamientos y sus climas, las acciones fugaces cortadas en momentos tremendamente frustrantes (¿pasará el tren por arriba del hombre herido?, ¿el toro arremeterá contra el torero?). Ese bombardeo desemboca, eventualmente, en unos momentitos líricos (por ejemplo, el magnífico montaje de crepúsculos, cerca del final), pocos, esparcidos, siempre tristes, pero que producen el goce provisorio e incierto de la continuidad; son como abrazos y reposos en la casi constante carrera de imágenes y palabras. Junto a la tristeza está el consuelo de la sensibilidad, de ese acto de amor, del juego compartido, de la fiesta referida al acto de ver, oír, pensar, asociar, recordar y sentir. Y también, como dice el último parlamento, aunque nada salió como esperábamos, la esperanza queda y quedará incambiada. Cuando, casi al terminar, se recapitulan algunas de las imágenes de la película, algunas de las cuales vimos quizá una hora antes durante dos o tres segundos, resulta que las reconocemos todas: de alguna manera, ese bombardeo casi aleatorio logró imprimir cada una de sus imágenes en nuestra mente, nuestro afecto, nuestro recuerdo.

El libro de imágenes (Le livre d’image). Dirigida por Jean-Luc Godard. Suiza/Francia, 2018. Cinemateca.