En Casa durmiente, Federico Ivanier (Martina Valiente, Nunca digas tu nombre, Las ventanas invisibles) parte del clásico infantil La bella durmiente para reinterpretarlo y moldearlo en una historia en la que se entretejen el horror y la fantasía con el relato de corte realista sobre la situación que atraviesa el protagonista.
De tono oscuro y depositaria de la tradición a la que apela y refiere, Casa durmiente es una novela de pasaje, de crecimiento, en la que el protagonista debe superar una serie de pruebas en busca del sentido y el autoconocimiento, para lo cual debe desentrañar el misterio que le ofrece el monte que se ve desde su casa. La intención de releer el clásico se explicita en el epígrafe que le da inicio, una cita de la versión de Charles Perrault que alude al bosque que se abre para trazar un camino hacia el castillo y que se cierra tras el paso del príncipe.
Estructurada en tres partes cuyos títulos paralelos, “Entre brumas”, “Entre sueños” y “Entre mundos”, establecen una continuidad y una circularidad, plantea un viaje, un camino que el protagonista, Felipe, el Fruli, debe transitar y en el que se va construyendo como héroe arquetípico a la manera en que lo define y describe Joseph Campbell en El héroe de las mil caras. No faltan en esta novela las referencias simbólicas ni las pruebas a superar. Brumas, sueños y mundos, según el término variable de estos tres sintagmas que propone Ivanier para introducir cada una de las tres partes de la novela, mapean ese trayecto que va desde lo que apenas se vislumbra, lo que está oculto aunque su presencia es evidente, a la materialidad del lugar que se habita.
Cada una de esas tres partes, además, incluye un epígrafe con citas a sendas canciones de Creedence Clearwater Revival que contribuyen a ambientar la acción y, al mismo tiempo, ponen en diálogo la novela con la globalidad de la obra del autor, en la que la música –y en particular las referencias a la música rock– suele ser protagonista o, de mínimo, aparecer como una posible pista. En este caso, las referencias enfatizan lo sombrío al tiempo que funcionan como anuncios y claves interpretativas. Hay una calma antes de la tormenta porque habrá tormenta, y hay una mala luna y eso, por supuesto, es un signo de mal agüero. Y al final: una pregunta, porque la estructura clásica ofrece una resolución para la trama de la novela, pero también es posible ir más allá.
La historia se narra a dos tiempos que, a su vez, son los de la acción que transcurre dentro y fuera del monte, en los que el relato se juega según pactos de verosimilitud diferentes. Igual que el protagonista, desde el primer enunciado –“El Fruli se metió en el monte sin decirle nada al Sueco”– los lectores nos enfrentamos a una serie de presupuestos e incógnitas, de velos que habrá que descorrer para saber de qué va la historia. Ivanier ubica al protagonista en el monte desde el inicio, sin que haya una presentación en su cotidianidad. Y desde el principio aparece lo ominoso bajo dos formas: el duelo por la muerte del padre, y lo siniestro encarnado en el personaje del Sueco.
A lo largo de la novela se intercalan, uno a uno, capítulos dentro y fuera del bosque, en los que se va desentrañando la historia en un doble juego que activa una operación de opuestos: se van tejiendo los hilos sueltos al tiempo que se va desenredando la espesa telaraña que cubre las evidencias. Ivanier elige que lo intrincado sea esa maraña que oculta la casa más que el bosque mismo, que se abre paso para que Felipe, el Fruli, el héroe, llegue a la casa oculta, al preciado castillo del que tanto se habla. Para ello es guiado por un misterioso venado que se le aparece y parece mostrarle el camino, aunque la conciencia, la verdad del afuera, le advierte que esa especie no habita allí.
En la parte central del libro, la más extensa, la que sucede en las entrañas del monte y “entre sueños”, en la que transcurre el meollo de la historia, la aventura, se suceden detalles que se pueden leer en clave simbólica –en los que no me detendré en esta reseña, pero ofrecen un consistente plano de lectura– y hay una decidida apuesta a lo fantástico y al horror. Si se plantea en clave onírica, lo que aquí ocurre tiene el ritmo, la lobreguez y el estado de ánimo de la pesadilla. Una pesadilla de la que el protagonista debe despertar, aunque por momentos se sienta tentado a dejarse llevar.
Bruno Bettelheim en Psicoanálisis de los cuentos de hadas vincula La bella durmiente con la adolescencia, etapa de enorme trascendencia en la peripecia vital de las personas, que el autor define como “un período de grandes y rápidas transformaciones, en el que se alternan etapas de total pasividad y letargo con épocas de enorme actividad”. Mientras que esta lectura se centra en la princesa que espera ser despertada del letargo, Casa durmiente pone el foco en el príncipe que debe vencer al bosque para salvarla (o para salvarse), y en la propia casa que es la que duerme y que adquiere la entidad de personaje. En ese movimiento, la princesa que espera es reinterpretada al ser vista desde fuera, y uno de los aciertos de la novela es ponerla en acción como criatura deseante y matizar sus características en el marco de la oscuridad del lugar.
Como Casa durmiente se juega en dos planos, a medida que el Fruli va resolviendo la manera de salir de la casa amenazante que lo atrapa, también se va desentrañando la historia que antecedió esa incursión en el monte vecino: la historia del chiquilín que perdió a su padre (y la de las circunstancias de la muerte de este), del hijo que se preocupa por el sufrimiento negador de la madre, del hermano mayor que protege al hermano chico, del adolescente solitario que encuentra refugio y respuestas en su mejor amiga. Y la historia, planteada de este modo, deberá resolverse también en ambos planos: por eso no alcanza con que el héroe desentrañe el misterio del monte y salga airoso, sino que debe volver para resolver el drama del afuera, el de la realidad, porque ambos mundos están entrelazados.
La vitalidad de los cuentos de hadas es la posibilidad de volver a ellos, de releerlos, de reinterpretarlos, de hallar respuestas distintas. Eso es lo que plantea como posibilidad esta visita al monte que propone Ivanier en Casa durmiente, en una narración que combina el vértigo de una acción atrapante con un tono entre angustioso y urgente, y en la que el autor consigue dar espesor a sus personajes sin que pierdan el carácter arquetípico que la revisión del cuento tradicional requiere.
Casa durmiente, de Federico Ivanier. 152 páginas. $ 590. Alfaguara, 2023.
Toca troca
Este sábado a las 12.00, el colectivo Migas de Papel invita a participar en un club de trueque de cómics y novelas gráficas. La cita es en la biblioteca María Stagnero de Munar, del Castillo del Parque Rodó (Julio Herrera y Reissig y Gonzalo Ramírez) y la idea es que sea la primera edición y continúe en intercambios de frecuencia mensual. Las organizadoras proponen como instrucciones para participar: “Traer un cómic o novela gráfica para niños o adolescentes que esté en buenas condiciones (si te gusta un montón y te dan ganas de compartirlo, mucho mejor). El libro que traigas entrará en la rueda toca troca y recibirás otro a cambio, un libro sorpresa que podés quedarte o canjearlo con el de otro participante si no te gusta”.