Un espeso humo azul avioletado inundó el escenario que miraba a la tribuna Olímpica del estadio Centenario mientras empezaba un rumor sonoro. Las siluetas de los músicos se aclararon, al igual que la música, y estalló “Are You Gonna Go My Way”, canción dueña de uno de los mejores riffs de hard rock de los 90, dándole un significado más obsesivo a lo melódicamente cíclico. Y ahí estaba Lenny Kravitz, como en aquella década que lo vio brotar en el rock estadounidense: de rastas, pero ahora, con 60 años, pisando por primera vez Uruguay para dar un recital.
Kravitz anda por estos lares por su gira de presentación de Blue Electric Light (2024), su decimosegundo álbum de estudio, en el que se manda un picoteo de todos sus mundos estéticos, casi siempre impulsados por el funk, y también vuelve a insistir con el amor (“Love is my Religion”). Pero “Are You Gonna Go My Way” es su hit más grande, por eso no podía empezar con otra que no fuera esa, y desde el arranque todo sonó bien denso y compacto.
Lenny Kravitz es uno de los roqueros yanquis que más ganas le pone a su imagen -y cuerpo-, al punto de que se pueden dividir sus etapas musicales por sus cortes de pelo -sí, tiene tantos álbumes como estilos de peinado- o por su tipo de lentes de sol -en esta gira anda con los redondos y grandotes al mejor estilo Moria Casán-. El disco Baptism (2004), que significó el renacer de su carrera, de gran rotación en los últimos años dorados de MTV, con aquella tapa rojísima y su pelo lacio, arrancaba con “Minister of Rock ‘n Roll”, que fue la segunda de la noche de este domingo, y su groove sonó tan suelto como en la versión de estudio.
Y esa idea merodea en varias partes del show: por momentos la voz de Kravitz sonó idéntica a las versiones de estudio, algo que no suele ser la regla en el rock, porque, aunque la gola del cantante de turno esté intacta -y el timbre también-, es un género que se permite viborear las melodías y expandir lo hecho en estudio. En algunas canciones la exactitud fue tal que parecía playback (cuando se hace mímica sobre una pista grabada), pero démosle el crédito: Kravitz cuida tanto su imagen como su sonido, entonces canta igual que en el estudio.
Lo seguro es que en varias canciones hubo backing tracks -pistas grabadas de algunos instrumentos-, ya que, por ejemplo, en la funky “TK421” (del nuevo disco) sonaba una guitarra que no estaban tocando ni Kravitz ni Craig Ross -su compinche de las seis cuerdas de casi toda su carrera-.
“I’m a Believer”, con su riff deslizante a lo Eddie Cochran, de uno de sus últimos discos, Strut(2014), dio paso a la clásica “I Belong to You”, de 5 (1998), de relajado pulso reggae, casi chill out, que hizo mover al público en armonía. El ambiente se puso más roquero con “Paralyzed”, de su último disco, del que brotó un entrelazado de riffs que formaron una apretada maraña de hard rock, para la que Kravitz peló su Flying V, una de las guitarras con la que más se lo asocia.
El abrazo
La tribuna Olímpica -incluida la platea- estaba llena, así que cerca de 20.000 personas fueron las que se dejaron llevar por el pulso funk de Kravitz y compañía -que incluye a la joven baterista Jas Kayser, que sustituye a la histórica Cindy Blackman, aunque no en estudio, ya que Kravitz suele interpretar casi todos los instrumentos cuando graba discos-. Los uruguayos solemos ser friotes para lo que son los estándares de comportamiento en recitales de rock -sobre todo, si se compara con la hiperactividad argentina-, pero este domingo pareció deslizarse una conexión más chispeante que la media entre la gente y Kravitz.
Aunque algunas tuvieron mucha más conexión que otras: en un momento tomó protagonismo una muchacha del público que estaba bien adelante y sostenía un cartel que decía -en inglés- algo así como “dejé a mi marido en casa sólo para darte un abrazo”. Kravitz agarró el cartel, lo mostró al público y se lo tomó en serio: hizo subir a la muchacha al escenario, que con una perfecta mezcla de emoción e incredulidad se fundió en un abrazo con el músico y luego le pidió sacarse la selfi de rigor.
La imagen hoy -bah, hace rato- es más que todo, y Kravitz lo sabe, por eso las pantallas y el escenario en su conjunto -con juegos de luces no aptas para fotosensibles- formaron un espectáculo orgánico como quizás nunca antes en otro recital de rock. Muchas veces por las pantallas más grandes veíamos a un Kravitz intervenido, psicodélico, que junto con la música tal cual daba la sensación de formar parte de un videoclip gigante, que haría las delicias de los fundadores de MTV. La funky “The Chamber”, de Strut, con su adictiva línea de bajo de música disco bien setentera, fue la que sonó más pornográficamente exacta a la del álbum.
Empezando a cerrar la noche, Kravitz avisó que se iba a retrotraer a 1991, año que recordó como muy bueno para hacer música, y con razón, porque fue cuando varias bandas de rock estadounidenses sacaron álbumes fundamentales que desde hace añares ya son parte del canon (Nirvana, Guns N’ Roses, Metallica, R.E.M., etcétera). El músico anunció que iba a tocar una canción que compuso por aquella época con un guitarrista que conoció en la secundaria, un tal Slash, y arremetió con “Always on the Run”, otro de sus grandes hits, impulsado por ese riff deliciosamente funky, que es una mezcla de “Superstition”, de Stevie Wonder, pasado por la máquina densa de Jimi Hendrix (la leyenda dice que Slash compuso esa música para los Guns, pero la descartó porque el batero no podía con semejante groove).
La gente se exaltó aún más con los primeros acordes de “Again”, ese seudosoul que salió a fines del año 2000 para el disco Greatest Hits y que tiene uno de los videoclips más omnipresentes de MTV, al igual que el de “American Woman”, la versión del clásico de The Guess Who que Kravitz hizo suya, y que este domingo sonó en una versión más corta, sin toda esa coda de improvisación vocal distorsionada.
Kravitz expulsó los acordes podridos de “Fly Away”, otro clásico de fines de los 90, y el público siguió enloqueciendo, para cerrar el falso final con “Human”, otra de su nuevo disco. Luego vino el final verdadero, con la psicodelia hippie de “Let Love Rule”, la canción que le dio nombre a su primer disco, de 1989. Como era el postre, tuvo de todo -se destacaron los vientos-, incluido un final de nunca acabar, en el que Kravitz bajó del escenario y se mezcló con su público -bien custodiado, claro está–. Brindó saludos varios con las manos y arengas como “¡hermano!”, al mejor estilo pastor del rock, y en ese momento se dio el máximo ida y vuelta de la noche entre el músico y el público, con lo del amor y todo eso.
Fueron casi dos horas de un show bastante redondo, aunque con “tan solo” 18 canciones. Quizás podría haber alargado menos la última y hacer algunas otras que faltaron, como las hiteras “Rock and Roll is Dead” y “Where Are We Runnin’?”, o la muy funky “Come on Get it”, entre tantas otras tantas. “¡Montevideo, los amo! ¡Nos vemos pronto!”, dijo al final, en español, y se arrodilló. Así que, si le creemos, volverá a tocar las que faltaron.