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Ilustración: Ramiro Alonso

La belleza y otros cuentos

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La columna de la autora de El infinito en un junco

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Vivimos cada día asediados por una avalancha de imágenes perfectas, rebosantes de juventud, filtros y plastificada fascinación. Su hechizo es una promesa de belleza que nos empuja hacia el resbaladizo terreno de la vida que deseamos y soñamos –sin olvidar que también las pesadillas son sueños–. Según la biología, admiramos el ideal físico porque buscamos instintivamente simetrías y rasgos saludables. Sin embargo, la historia muestra que el velo de la seducción suele encubrir las afiladas aristas del poder y el dinero.

En todas las épocas se desea gustar, pero los atributos considerados hermosos cambian constantemente. Rostros y cuerpos atractivos en otros tiempos ahora se entregarían a los cirujanos. Lo bello parece estar ligado a lo exclusivo y a la riqueza: hacemos más caso a lo escaso. En la Antigüedad, la literatura satírica se burlaba de la delgadez porque revelaba falta de medios. Por aquel entonces eran gordos –y estaban ufanos de serlo– los ricos. El poeta Marcial definió el canon erótico: “No quiero una amiga delgada, que me raspe con su rabadilla desnuda y me pinche con su rodilla y a la que le sobresalga en la espalda una sierra”. En la Antología griega, Marco Argentario se disculpa porque su amada es “una Afrodita flacucha”. Actualmente, en un mundo donde abunda la comida barata y calórica, la delgadez exige esfuerzo, presupuesto y tiempo libre para cuidar la figura. La belleza se escabulle, tan inalcanzable como siempre.

El patrón histórico es constante: tendemos a valorar lo difícil, lo minoritario, lo caro. Las mujeres romanas, de oscuro pelo mediterráneo, anhelaban lucir melenas rubias. Por eso los artesanos fabricaban pelucas con el cabello de prisioneras germánicas, esclavas rapadas para lujo de las patricias. Siglos más tarde, las japonesas utilizaban un ungüento de óxido, té y sake que teñía sus dientes de negro puro. El color marfil de la dentadura se consideraba vulgar, mientras las sonrisas tiznadas –que muy pocas podían permitirse– eran un símbolo de elegancia. Durante generaciones, los cuerpos bronceados y musculados –hoy oscuro objeto de envidias veraniegas– se asociaron a las clases pobres, sometidas al sol inclemente y los trabajos esforzados del campo.

Una y otra vez la belleza ha sido signo de ostentación y, además, un próspero y competitivo negocio. Émile Zola, en su relato Les Repoussoirs, nos presenta al cínico Durandeau, fundador de una agencia donde jóvenes ricas no especialmente guapas alquilan a chicas desmejoradas de origen humilde, maquilladas como adefesios, para que las acompañen en sus paseos y así quedar favorecidas –por contraste– a ojos de sus pretendientes. Las jóvenes pobres comercian con lo único que poseen: la tristeza que les devuelve el espejo. En nuestro mundo, igual que entonces, poderosas industrias cosméticas y quirúrgicas subrayan nuestros defectos para vendernos ilusiones y soluciones. Caras, muy caras. La celulitis, por ejemplo, es un concepto que no existía hace poco más de un siglo, precisamente hasta que las revistas y los centros de belleza la definieron como una lacra. Al exponer a la luz pública un rasgo saludable como si fuera una enfermedad, se fabricó un complejo que actualmente genera descomunales beneficios.

Nadie escapa al impacto de este imaginario de perfección que impone severas disciplinas sobre nuestras carnes y carteras, pero las mujeres somos objetivo prioritario. En la película El marido de la peluquera, de Patrice Leconte, un hombre maduro de barriga prominente cumple su fantasía al seducir a una sensual peluquera. En esta pareja conmovedora y desigual es ella quien sufre más intensamente el terror a no ser deseada cuando lleguen las arrugas y el deterioro físico. Como escribió Ursula K Le Guin, esta lucrativa obsesión moldea nuestros cuerpos con una tríada de adjetivos –delgado, tirante, firme–, que se traduce en inversiones y privaciones. Y añadía: “Hay muchas maneras de ser perfecta, y ni una sola se alcanza a través del castigo”. Tal vez la belleza más humana sea la que se logra no con esfuerzo e insatisfacción, sino con facilidad y felicidad.

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