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Relatividad.

Foto: Irish Suárez, difusión

El argentino Luis Machín encarna a Albert Einstein en Relatividad

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Única función este viernes en El Galpón.

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Hay un subgénero teatral, de gran aceptación, que se centra en la dialéctica entre grandes figuras. Hace un par de temporadas el talentoso actor argentino Luis Machín se presentó en El Galpón con La última sesión de Freud, en la que el psicoanalista vienés dialogaba con el escritor C S Lewis –autor de Las crónicas de Narnia– acerca de la existencia de Dios. Machín hizo los dos papeles: fue Lewis en la versión de 2012 y luego Freud, dirigido por Daniel Veronese.

A los efectos ficcionales, poco importa el grado de veracidad de esos encuentros, que otorgan un marco para aproximarse a personajes históricos. El viernes, Machín vuelve en la piel (y el característico pelo desordenado) de otro grande, Albert Einstein, que se ve obligado a una conversación incómoda con una periodista, interpretada por Gabriela Toscano. Con ella, Machín, que se mueve con oficio del teatro al cine, tiene un largo recorrido en tiras de televisión, como Son amores o Para vestir santos. Los dirige Carlos Rivas, pareja de la actriz, y el dramaturgo es el estadounidense Mark Saint Germain, el mismo de la historia sobre Freud.

En Buenos Aires, a Machín le tocó alternar las funciones de estas dos piezas, y asegura que se saca la peluca, se pega una ducha en el medio y agarra la pipa (o viceversa), pero no mezquina energía. También adelanta que, aunque la gráfica del espectáculo, que lo muestra como un científico parecido al Doc de Volver al futuro, pueda conducir al humor, es en todo caso una comedia dramática en la que el dramaturgo, una vez más, intenta acercar la intimidad de estos personajes al común de los mortales.

“En el caso de Freud, él expone su pensamiento claramente. También se mete en rasgos personales, como que no le gustaba la música, el tipo de relación que tenía con su hija, a tal punto que la psicoanalizaba; aspectos que por ahí son menos conocidos. Lo hace en una estructura similar en las dos obras: en Freud es Lewis quien va a entrevistarlo; en Relatividad, una periodista que lo aborda en la calle a Einstein, ya cuando él vivía en Princeton, en Estados Unidos, que es donde muere”.

No existen registros que confirmen lo que plantea la obra, y si bien el actor naturalmente se niega a dar más detalles del núcleo dramático, comenta: “Hay un dato que sí es cierto y es que Einstein tuvo dos hijos varones y una hija mujer, que muere a los diez días de haber nacido. Saint Germain se mete por una línea que posibilita otro final a esa vida. No es algo comprobable, sobre todo en esa época, donde se podían ocultar más fácilmente algunos secretos familiares, y creo que el autor inteligentemente se mete en eso, porque termina interpelando a estos seres intocables, al hombre más allá del genio, posibilita discutir qué era lo que les pasaba dentro de su seno familiar”.

Saint Germain, que no habla español, estuvo en su momento en Buenos Aires durante una semana entera viendo noche tras noche la puesta porteña de su pieza sobre Freud: “Lo que valoraba era cómo estaban esos dos hombres al desnudo, cómo sus almas se veían a través de las acciones, cómo defendían con el cuerpo lo que pensaban; era para él un valor agregado”, recuerda Machín, que cuenta que el dramaturgo, que también escribió una obra sobre Ernest Hemingway, les llevó de regalo un muñeco de Freud. Aquella visita fue definitoria para obtener más tarde los derechos sobre Relatividad.

Machín recalca que el enfoque de Saint Germain es discutir a estas figuras como seres humanos. “Eso en Relatividad está muy por delante. A veces la gente puede pensar en pizarrones y fórmulas e imaginar que la obra versa sobre el desarrollo de la teoría, y en realidad es sobre cualquier vínculo humano, padre, hijo, marido. Se empiezan a revelar cuestiones que son mucho más de fondo. Lo bueno es que la obra además tiene humor, porque tanto Freud como Einstein lo tenían”, dice el actor.

“No nos olvidemos de que Einstein era una figura que irrumpió en el ámbito de la ciencia, sin lugar a dudas, por su inteligencia, pero que además era una especie de rockstar. Es una comedia dramática, porque también tiene rasgos de comedia, y en la primera parte descubrimos a un Einstein bastante pícaro, en busca de mujeres, que son datos que se saben”.

Avanza Machín que “hay un rasgo sobresaliente de él, más allá de su coeficiente intelectual altísimo; se lo ve como un señor grande, con todas las incertidumbres, los cuestionamientos y las problemáticas de un hombre de esa edad que se enfrenta a una situación que no esperaba. Lo cierto es que la entrevista se va transformando en algo muy distinto y ahí empieza a tallar lo que realmente está por debajo de esa superficie”.

El intérprete accedió a más imágenes de Einstein que de Freud, que, aparte de alimentar su curiosidad, complementaron su composición. Revisó algunas grabaciones del padre del psicoanálisis para entender cómo era su pronunciación una vez que, a causa del cáncer, tuvo que utilizar un paladar de caucho, y encontró una filmación de su último cumpleaños en Londres, sonriendo a cámara con sus perritos. “Einstein llega mucho más entero a su final. Tenía esa personalidad más pícara; estaba casado con Mileva y después se casa con su prima, y los arreglos que hacían, todo eso, está en la obra y es bien interesante, no porque sea algo digno de copiar, porque es bastante chocante, pero se habla del contrato que tenían con su mujer: él tenía que cederle todo el dinero que le dieran por haber ganado el premio Nobel, y no podían tener intimidad. Esas cuestiones son bien interesantes para ponerlas en la balanza, para ver cuánto bueno puede dar una persona y cuántos aspectos oscuros puede también tener”.

Aunque “no podría nunca explicar la teoría de la relatividad, porque mi cabeza no está preparada para eso, hice el intento”, cuenta. “Hay algunas cosas que se terminan imponiendo; cuando actuás con esa peluca y con esos bigotes ya hay algo que te coloca distinto. No los tenés al principio, en los ensayos, es algo que después se incorpora. Entonces, uno va tratando de introducirse en un mundo más profundo y trata de conocerlo y de interpretar algunas cosas. Y la curiosidad nuestra empieza a leer algunas gestualidades en relación a las cosas que uno piensa que le pasarían a ese tipo, que son, uno podría decir, totalmente arbitrarias”.

El actor fijó la atención en la mirada del científico, “unos ojos que no están casi nunca quietos, que están permanentemente buscando por fuera de lo que está haciendo. Después, por supuesto, era un humanista y se le adjudicó, injustamente, la creación de la bomba atómica, más allá de que la apoyó en un principio, porque Alemania supuestamente estaba construyendo su propia bomba y él tuvo un pensamiento muy primario; dijo, ‘adelantémonos’. Cuando se dio cuenta de que era pura propaganda alemana, intentó frenar ese proyecto. Se basaron en la teoría de la relatividad, el Ministerio de Defensa de Estados Unidos empezó a ir en ese camino, y después Oppenheimer y todo lo que ya se conoce, pero él era pacifista”, opina.

Machín habla de los tentáculos imperiales y del poder económico que avanza sin mirar consecuencias, recuerda Hiroshima y Nagasaki, temas que están en la obra. “Forman parte de la cabeza de este hombre, de las contradicciones propias de cualquier ser humano y, sobre todo, con semejantes niveles de responsabilidad”.

Hubo, además, intercambio epistolar entre Einstein y Freud. “El libro Por qué la guerra reúne esas cartas. En la obra se menciona que Einstein le pide consejos sobre dónde internar a un hijo suyo, que tenía problemas psiquiátricos, y empieza un intercambio en el que le pregunta cuándo el hombre va a parar con la guerra. Freud le dice que nunca, porque es inherente al hombre el instinto de supervivencia y de conquista sobre otros hombres. Es muy desalentador, pero hasta ahora, lamentablemente, parece que tenía razón”.

Pactos y concesiones escénicas

A veces los pequeños movimientos en escena pueden drenar más que un gran salto. Machín es un especialista en sostener rictus o posiciones incómodas, como se pudo ver en El mar de noche, de Santiago Loza, un unipersonal durísimo con el que vino dos veces a Montevideo. Otro ejemplo de ese magnetismo con el que mantiene al espectador en vilo desde la presencia mínima hasta el estallido histriónico sucedía en El pecado que no se puede nombrar, de Ricardo Bartís, un espectáculo construido sobre Los sietes locos y Los lanzallamas, de Roberto Arlt, que comenzaba con casi diez minutos del personaje de Machín en una tensa duermevela. Y, por supuesto, es imposible olvidar el impacto de La pesca, de Bartís, aunque haya pasado más de una década.

“A mí me gusta mucho el teatro”, explica, “entonces no dejo de estudiarme, de estudiar la energía, de probarla, nunca de minimizarla. Eso sé que no lo podría hacer. Los experimentos siempre los hago con la gente, viendo lo que pasa y manejando desde ahí arriba. El escenario, la actuación, son lugares de enorme poder. Por eso son peligrosos también, y por eso muchas veces los actores cedemos ante lo que el público quiere. El público te quiere llevar para su terreno, y lo interesante es cuando uno no cede todo el terreno, porque te demanda ir para lugares que lo satisfagan de manera rápida y sencilla, y en general ese lugar está llevado hacia el terreno de la comicidad. Incluso cuando estás haciendo un drama el público te demanda que lo hagas reír”. En ese punto, observa, las propuestas se van degradando.

Homenajeado hace pocos días por la legislatura porteña, que lo distinguió como personalidad destacada de la cultura, Machín es una figura clave de la escena actoral argentina. Rosarino, formado en Buenos Aires con Ricardo Bartís (el Sportivo Teatral fue “refundante”, dice) y Alberto Ure, asegura que no lo cansa hacer cinco funciones por semana y que no es de esa clase de artistas que están esperando que termine la temporada para irse a la playa. “Prefiero estar leyendo un guion”, apunta.

Vecino del barrio de Colegiales, amante de los viejos bares, igualmente se tomará algunos días libres junto con su familia en Mar de las Pampas, pero el antídoto a la rutina consiste en pergeñar nuevos proyectos. Su núcleo, su cable a tierra, está integrado por su pareja, que es colega; su hijo Lorenzo, de 17 años, que sigue sus pasos y con el que ya compartió dos rodajes, y su hija Aurora, de 13, más reticente con el medio.

La actuación lo retroalimenta, dice Machín. Ahora mismo está trabajando con Veronese en una adaptación de Mefisto, “la novela del hijo de Thomas Mann”, que István Szabó filmó en 1981 con el recordado protagónico de Klaus Maria Brandauer. Falta menos para poder verlo encarnando a Ricardo Barreda en un largometraje sobre el caso del odontólogo criminal, y su trabajo en Desbarrancada, de Guadalupe Yepes, fue recibido con lágrimas por el público en el último Festival de Cine de Mar del Plata, señaló la prensa local. “Cuenta la historia de una pareja en connivencia con la dictadura, y se habla de los hijos apropiados. Tiene un trasfondo sociopolítico que ha marcado mucho a nuestro país, la colaboración civil con los militares”, adelanta el actor sobre la película, que se estrena en diciembre.

A sus 57 años, con un carrerón a cuestas, entiende que se fue aclimatando a los cambios de su profesión. ¿Qué suelen elogiarle? “Creo que lo que más valoran es el nivel con el que me entrego a trabajar los materiales, porque de verdad les dedico tiempo, espacio, trato de que tengan la vida que tienen que tener. Ponen de manifiesto respecto de algo que es inasible, que es el mayor o menor talento que uno pueda tener, la capacidad de transmitir lo que se pacta para decir”.

Relatividad, viernes 21 de noviembre a las 20.00 en El Galpón. Entradas desde $ 1.320. $ 920 para la diaria.

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