Una de las cartas que la dramaturgia argentina juega desde hace tiempo (quizá desde siempre) es la bizarría de las premisas sobre las que edifica su teatralidad. Tres muestras recientes: el viaje a Europa de una familia de la oligarquía porteña, a principios de siglo XX, con una vaca como proveedora de leche fresca, “indispensable” para cualquier criollo bien (El niño argentino de Mauricio Kartun); extraterrestres invisibles, llamados “las inteligencias”, que en un futuro impreciso amenazan a los humanos con la aniquilación del planeta para que construyan nuevas ficciones, único alimento posible para su supervivencia (La Paranoia de Rafael Spregelburd); un grupo de conocidos buscan tarariras mutantes “titán” en un mítico club de pesca techado, La Gesta Heroica, situado en una Buenos Aires subterránea con resultados inquietantes (La pesca de Ricardo Bartís).

La elección de los ejemplos -quizá demasiado ejemplares para nuestro tema, pero además harto virtuosos e intachables en sus confecciones, poéticas, performances de los actores- responde sólo a que los tres se presentaron en Montevideo en las últimas temporadas. Otros menos o nada modélicos, pero con idéntico gusto por la anécdota audaz, engrosan la cartelera bonaerense alejándola, por lo menos y no es poco, de los tradicionales conflictos pequeño o mediano burgueses de lo familiar o amoroso. En Fiambres argentinos de German Akis, publicitada como “la única comedia negra, azul y blanca que festeja el Vip-Centenario”, se puede encontrar la muestra en negativo del gusto por lo extraño: jugando, evidentemente, con las expectativas de un público que busca en la escena articulaciones alternativas a los festejos oficiales, se pone sobre las tablas a dos ancianas “señoritas” patricias (interpretadas por dos actores) cuya misión en la vida es la exterminación de los pobres, a quienes envenenan con roscas de pan; a un ladrón de órganos idéntico al padre de las asesinas con el que además una de ellas tuvo un hijo hidrocefálico cuidado por una nodriza ciega, sorda y muda -pero quizá mi memoria esté adornando demasiado- y una empleada doméstica comunista, “insulto” que ellas utilizan todo el tiempo.

El pecado que no se puede nombrar (1998) de Ricardo Bartís reescribe las novelas Los siete locos y Los lanzallamas (1930-1931) de Roberto Arlt, el “genio” como lo llamó Onetti o, para nuestro caso, uno de los raros de la literatura rioplatense. Una operación similar a la que siguió en De mal en peor (2005), especie de homenaje a Florencio Sánchez, pero en realidad una excusa para atravesar la escena con cuestiones sobre lo nacional encarnado en diferentes casos concretos (la acción sucede un 25 de mayo de 1910 durante un toque de queda y la amenaza, para la familia protagonista, de una nueva revolución obrera e inmigrante). En las dos propuestas se mantiene con las fuentes literarias eso que Bartís llamó “una relación de mucho irrespeto en el sentido tradicional”, insistiendo en que “el texto para nosotros es un espacio de trabajo que vamos a opinar y a tratar de atravesarlo y a acribillarlo con otros relatos”. Por eso el lector fiel o infiel, pero enamorado de Arlt, puede olvidarse de una identificación minuciosa de palabras, ritmos o personajes. Como dice Julia Elena Sagaseta en un ensayo sobre la obra, “lo que se cree identificar es y no es al mismo tiempo”. Lo que hace al quehacer teatral de Bartís -del que la escritura es la última etapa- es precisamente la negación de las formas tradicionales de tratamiento de la cultura en su entorno (sean los clásicos literarios o los discursos sobre política) y de la construcción del personaje-tipo al que opone la exhibición de la propia simulación y una selección, como declara él mismo, de “los momentos privilegiados o excepcionales, donde el encadenamiento de esos momentos se da más por ritmo o temperatura escénica que por lógica narrativa.”

La puesta montevideana de El pecado que no se puede nombrar, bajo dirección de Virginia Marchetti y Álvaro Correa, supo sacarle el mejor partido a esos “momentos privilegiados”. El elenco de siete integrado por Álvaro Correa, Federico Longo, Javier Mas, Sergio Pereira, Marcelo Ricci, Mario Rodríguez y Alfonso Tort logra darle la justa cuota de humor sobrio y crueldad desfachatada (como la risa que le atribuyó Onetti al mismo Arlt) que impone una trama construida en torno al proyecto de asesinato colectivo de militares, políticos y patrones por medio de un gas tóxico que será financiado con una cadena de burdeles tan efectiva como McDonald’s. Los siete actores contribuyen a la construcción de la máquina bartisiana con un estilo propio, adherente a los fragmentos que definen a sus personajes, y conscientes de los matices que necesitan cada uno de esos “momentos excepcionales”. Esta puesta es un buen ejemplo -el mejor de la temporada- del encuentro proteico entre un texto fascinante (por su combinación de comicidad y lucidez), una idea de dirección precisa, y excelentes actuaciones.