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Ilustración: Ramiro Alonso

Redondo anhelo

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“Puro comienzo estático. Pura expectativa silenciosa. Cada vez menos oscuridad”

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A los sinónimos: alba, amanecida, alborada, aurora, mañana. (Vale advertir que en el racimo hay palabras levemente dislocadas, como bien funciona la sinonimia en esta vida.) Pero, además, qué cosecha de vocales abiertas y dispuestas a la irrupción del día. No es lirismo esto, ni por asomo. Madrugada: espacio temporal entre la medianoche y el amanecer. Ya de madrugada, locución adverbial, es otro cantar. Va directo al grano o, mejor dicho, al momento previo o durante el amanecer, la acometida de la luz contra la oscuridad acorralada, sin tutía. Ese estado de suspensión, redondo anhelo.

***

La luz es una enredadera para cierto escritor demasiado citado. Crece entre la honda noche universal, hipérbole y pico si las hay. “Pasábamos junto a caballos bellos que esperaban de pie el amanecer”, escribe Clarice en una crónica también del lejano siglo pasado. Luego va a zambullirse en el mar de Recife junto con sus hermanos y, al volver en tranvía cuando el sol ya será neto, la sal se le habrá pegado al cuerpo.

Sigo con las citas y las paráfrasis, angurrienta y necesitada de fundamento. En un poema de Galway Kinell las estrellas de mar reptan por el firmamento de un cielo barroso. Está oscuro. De pronto aparece la luz y, al unísono, las estrellas paran y empiezan a hundirse regordetas en el lodo. Desaparecen, y vaya si no inquietan, como las estrellas del cielo durante las horas de resplandor. (Me hubiera gustado haber escrito esta imagen.)

***

Hoy, como todos los días, cantan los pájaros desde la oscuridad, ansiosos. Se viene el sol, aunque esos cantos sean el único indicio. Podría decir que no entiendo cómo se dan cuenta de que la luz está ahí nomás. Sería ingenuo. Llevamos dentro el mismo reloj y nos tiene a raya. Salgo de la cama en silencio y avanzo por el pasillo que cruje. De madrugada: conocí ese momento en tanto principio hace unos años. Siempre había sido el final de una noche; en un parpadeo el lucero y, sin quererlo casi, al poco rato, un sol que se levantaba intruso contra los párpados. Ardían los ojos. Levantarse antes del alba fue diferente. Implicó la noche en vela. O la abnegación: un recién nacido y sus ritmos desbocados. Hacer café como un autómata. Mirar las pocas ventanas encendidas en el barrio, las pocas almas que vigilan el sueño ajeno. Después, cuando las necesidades no fueron tan sincopadas, sobrevino la elección de ese espacio para, justamente, apretar una lapicera contra el papel en blanco.

***

A la luna le falta un buen trozo. Flota sobre el jacarandá repleto de flores. Violeta empapado. Llovió anoche. En breve, ese satélite roto va a caer por el horizonte azulado y frío.

***

Puro comienzo estático. Pura expectativa silenciosa. Cada vez menos oscuridad. Ya pasó la “Hora cuando la tierra nos ignora./ Hora cuando sopla el viento de astros apagados./ Hora de y-si-de-nosotros-no-quedara-nada”, en unos versos de Wisława Szymborska. Como corresponde a esta hora del día, el baño es gradual. Cada cual hace lo que debe.

***

De madrugada comparece como la hora de las cosas solas. No lo es. Desde la ventana se ven arañas en telas salpicadas de rocío, cuervos que se cantan de un árbol a otro, notificando asuntos ineludibles, moscas de vuelo más lento que las diurnas y un cuerpo a rayas, recién salidas de un huevo, y, si voy hasta el cantero de los perejiles florecidos, caracoles extenuados que se deslizan a dormir en zonas sombrías. Más allá, en el patio de cemento, un mar de flores violetas, las del jacarandá que floreció demasiado temprano, salpicando el piso, pudriéndose en los rincones, también, aunque no los veo, algunos humanos saliendo a trabajar, y hasta un sueño pegajoso que todavía me envuelve: desde una ruta, plena primavera y a toda velocidad, los árboles estaban marrones y rojizos como sería usual en el otoño avanzado. Un bosque entero moría.

***

En este patio, las más de las veces no llueve y el olor de madrugada es aquel del desierto. Olor agudo, entre terroso y lejano, que se disipa mientras el sol sube por el cielo. Petrichor le dicen al perfume de la lluvia en el desierto. Se le parece. Remite a la pampa argentina, a los pueblos que atravesábamos rumbo a Chile. Había un hotel de carretera en el que solíamos quedarnos cuando éramos chicos. Tenía una piscina en el medio, pero hacía demasiado frío para aventurarse. Tocaba despertarse temprano para seguir viaje. Antes de subir de nuevo al auto, me acuerdo de pararme inmóvil frente al agua turquesa e inmóvil, buscando retener ese instante, respirando como por primera vez, vez primera.

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