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Foto: Ernesto Ryan

La contracultura del rock uruguayo en el fuego cruzado

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Arte y opinión pública a 40 años de la restauración democrática.

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Cuando nace un movimiento novedoso suele haber resistencias de parte de los establecidos, ya legitimados por trayectoria, quienes recelan de que su espacio pueda ser ocupado por otros. Por lo tanto, lo que ocurrió con la cultura rock durante unos meses de la década de 1980 en la modesta escala uruguaya replica un patrón histórico de tensión entre el establishment y quienes se postulan como alternativa. Para poner ejemplos de otro porte, ocurrió entre los filósofos griegos y los llamados sofistas, entre la escuela neoplatónica de Marsilio Ficino y la iglesia, entre los libertinos renacentistas y la cúpula de la cristiandad, tanto católica como protestante, condenatoria de los placeres de la carne a los que en cambio abrazaban aquellos.

La cultura dominante ofrece las pautas generales por las cuales los individuos orientan sus conductas. Dentro de esta cultura hegemónica hay subculturas que hasta puedan emitir un discurso revolucionario, aunque no pongan en tela de juicio aquella. En la juventud de los 80, la subcultura más articulada en términos organizativos y de acción colectiva era, por lejos, la de las agrupaciones políticas, tanto de izquierda como de los partidos fundacionales. Estas juventudes, sobre todo las ideológicamente más intensas, pugnaban por una alternativa política, pero formaban parte de organizaciones más amplias dirigidas por adultos portadores de valores conservadores, en el contexto de una demografía envejecida y una resaca simbólica autoritaria. Así, esos militantes juveniles actuaban bajo un modelo piramidal que imponía disciplina y acatamiento a las decisiones jerárquicas y carecían de un horizonte cultural alternativo (posiblemente, además, ignoraran su existencia). Por eso, esa subcultura política juvenil no constituyó una contracultura en sentido estricto.

En cambio, se fue formando una contracultura en torno al rock. De carácter horizontal, surgida fuera del ámbito universitario y al margen de organizaciones regidas por el centralismo y la subordinación de las bases, gozaba de una libertad expresiva y una autonomía de locomoción simbólica que no tenían las juventudes insertas en formatos burocráticos, discursos seriados y conductas protocolizadas.

La distancia entre la subcultura y la contracultura es la misma que separa la repetición de la diferencia, la estructura de la línea de fuga. De ahí que los militantes políticos, nucleados en torno al canto popular y una literatura comprometida, recogieran el guante ante la irrupción de una contracultura juvenil anclada en el rock y el universo literario de los poetas malditos franceses (Rimbaud, Baudelaire, Mallarmé), la generación beat norteamericana (Burroughs, Ginsberg, Kerouac) y una miscelánea de escritores nacionales olvidados como Sarandy Cabrera (Soneroticón, Poeta pistola en mano), Felisberto Hernández o Cristina Peri Rossi.

Fuego

La irreverencia del movimiento contracultural tuvo contestaciones esporádicas. Por ejemplo, el 27 de febrero de 1988, bajo el título “La Oreja Cortada en sintonía con el discurso dominante”, el periodista y poeta Luis Pereira, de La Hora, diario del Partido Comunista, enumeró una serie de acusaciones contra la revista subterránea: “La Oreja Cortada usa discursos inicialmente contestatarios seriados en usinas ideológicas”; “la desideologización es responsabilidad de las nuevas izquierdas, los ultras de ayer hoy son socialistas marca PSOE-OTAN que elaboran un discurso de justificación ideológica de las clases dominantes”; “La Oreja Cortada posee un discurso inconsistente fraguado en París y Madrid, no ve que lo central es la lucha contra la impunidad y la unidad del pueblo”; “Se trata de la promoción del 70 que parasitariamente se ancló, no transgrede ni escandaliza con su hipercrítica”. Pereira, que décadas después sería director de Cultura de la Intendencia de Maldonado y representante de la Casa de los Escritores, también decía que al dirigir dardos contra la generación del 60 se ignoraba el papel jugado por esta en “la reciente historia de la poesía y la lucha por el poder”.

La Oreja Cortada contestó, a través de José M López (José María López Mazz, conocido luego por su trabajo en antropología forense), que Pereira “resulta ser menos promoscovita que quien esto escribe, loco amante de perestroikas. Lo más alucinante es que L.P. se muestra como un bebé de probeta de una anacrónica izquierda autoritaria, loca de andar purgando y estigmatizando”. Y remata: “¿Qué habrá hecho La Oreja Cortada para merecer esta clase de enemigos, o estos enemigos de clase? ¡Joder!, siempre con lo mismo”.

Cruces

Meses antes, a fines de 1987, los periodistas y poetas Elder Silva (fallecido en 2019) y Raúl Forlán Lamarque (muerto en 2004) habían protagonizado un cruce crítico sobre la cultura. Para Silva, periodista en La Hora y parte de la revista Estudios, también del Partido Comunista, el núcleo estribaba en la socialización de los medios de producción, incluidos los culturales. “El problema es la incidencia sobre la realidad contante y sonante” para “poder tener las imprentas en nuestras manos”, así como “disponer de las salas de exhibición de cines o videos, las galerías de arte para difundir el gran volumen de la producción cultural”. Y agregaba: “Nosotros pensamos que hay que cambiar la sociedad a nivel de sus estructuras, es decir, transformar un sistema injusto en el que amplios sectores de nuestra gente soportan la hipocresía de una política más beneficiosa para los banqueros foráneos que para sus propios compatriotas, un sistema que perdona a matones a sueldo y condena al olvido a gente que sostuvo valores libertarios aun a costa de su propia vida”. Asimismo, en alusión a un artículo que escribiera Forlán en el suplemento cultural La Semana, del diario El Día, órgano histórico del batllismo, decía que “ciertos planteamientos” publicados en “los medios de comunicación cercanos al gobierno, con el propósito de camuflar la realidad e introducir en ella otros ejes en el debate cultural”, buscaban “inducir a que se hable de las mieles posmodernas, la supuesta oposición entre jóvenes rockeros con los militantes, la confrontación entre jóvenes creadores y cavernícolas faltos de imaginación”.

Forlán respondió con acento contracultural: “Cuando se coloca el énfasis en la falta de ‘locura creativa e imaginación’, contrariamente a lo que sugiere Elder Silva, se lo viene haciendo desde muchísimos ámbitos. Uno de ellos podría situarse en el análisis de algunos cronistas culturales de Jaque. Otro de ellos es, sin duda, el de las publicaciones underground (contestatarias, parricidas, contraculturales, aunque le moleste a Elder). También lo dejó así establecido Alberto Restuccia […] el año pasado en la Feria del Libro; y desde la izquierda llamémosle tradicional lo hizo el propio Eduardo Galeano en un reportaje de un ya lejano número del semanario Aquí. Como puede advertirse, entonces, la denuncia de esta falta de ‘locura creativa e imaginación’ proviene de diversas posiciones”.

Batalla por el pasado

En la misma nota, titulada “Los ladrillo a ladrillo de la cultura”, Forlán aborda las referencias de Elder Silva y otros de los años 60. “Nadie puede negar su propia memoria. Pero ocurre, también, que al pasado hay que sondearlo para exorcizar sus derrotas. Hay que revertir esas derrotas. Y por esa razón, Elder, los parricidios siempre aclaran las meninges. Los parricidios sirven –y la historia de la cultura de la humanidad tiene acumulada infinitos ejemplos– para que no nos digan qué tenemos que hacer para deshacernos. Nosotros –y me incluyo como poeta y vinculado a la cultura rock– no estamos buscando crear desde el pasado (país del ya era), sino a partir de ese pasado. Para muchos, el pasado es su presente. Para nosotros, un punto de apoyo”.

Por último, el poeta explora la actitud a asumir frente a la realidad cotidiana la “realidad contante y sonante” de Elder. “Estamos tratando de recuperar el gusto, el placer profundo de la cotidianidad. Y es por eso que decimos que hay proyectos culturales –los anteriores– que han fracasado y que han perdido –al menos para los nacidos entre los años 50-60– su capacidad de incidencia”. “Por eso invito humildemente a Elder a sumarse a nuestro proyecto que es, precisamente, la ausencia de proyecto: hacer”.

Despegue de una contracultura rock

La constitución de la contracultura rock necesitó, además de un conjunto de artistas con identidad común y carisma grupal, dos fuentes adicionales, aparentemente contradictorias pero que funcionaron complementariamente. Por un lado, una escena subterránea que orbitó en su entorno, capaz de analizar, amplificar y enriquecer la atmósfera de época que transmitía la música a través de otras artes tanto como de un nuevo periodismo. Por el otro, un establishment como plataforma de lanzamiento, visibilidad, difusión y legitimidad, no sólo de las bandas sino del movimiento. Ese establishment incluyó desde sellos discográficos (Orfeo, Monitor), productores influyentes (Alfonso Carbone), medios de comunicación escritos y de aire (suplementos culturales en la prensa grande y luego en La República, emisoras radiales como Eldorado FM, Del Palacio, etcétera) y ciertos programas específicos, así como organizaciones de la sociedad civil (Foro Juvenil), referentes académicos (Rafael Bayce, Javier Lasida y Ruben Tani, entre otros), y el apoyo del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo.

También precisó uno o más adversarios. El punk, por ejemplo, producido por sellos como EMI, A&M Records o CBS Records, había logrado consagrarse como contracultura en Gran Bretaña a fines de la década de 1970 arremetiendo contra el rock sinfónico, al que le endosaba planicie, exceso técnico, voces andróginas, escucha sofisticada y ninguna vibración corporal. La distorsión sonora, el aullido, la simplificación al límite de la impericia instrumental y el pogo reemplazaron aquel universo experto y hasta cierto punto glacial que habitaban bandas como Yes y Genesis. A su turno, en los años 1990, el grunge se erigió en contracultura porque, además de contar con los dos úteros referidos (establishment y underground), buscó en los músicos de la new wave y del glam rock un objeto de parodia por su supuesta superficialidad lírica y existencial, convirtiéndolos en chivos expiatorios. En cambio, bandas como Nirvana o Pearl Jam gritaban o gemían sin complejos las llagas de una vida repleta de miserias.

Un fuego abrasador, con poder coactivo

La democracia no fue percibida por la contracultura rock como régimen amigo. Más que ir en busca de un enemigo, aquellos darkies lo encontraron uniformado en la vereda de enfrente. La posdictadura se sentía como el lugar sin cabida para experimentar, como el espacio de la “amonestación gratuita” de la juventud, a la que se reprimió con medidas lesivas de las leyes. Era el sitio de una gerontocracia que hizo sonar su alarma ante la producción “inmoral” de artistas plásticos, en un intento por restaurar la fusión medieval entre arte y moral. Era experimentada también como el tiempo del no future, de la “democracia tutelada” y de las razias.

Este conjunto hace a una identidad también por oposición. Si bien tuvo su centro gravitacional en un rock de atmósfera punk, recibió la compañía de otras expresiones artísticas en las que latía un similar despertar generacional, como las revistas under (Gas Subterráneo, La Oreja Cortada, etcétera), un teatro con apuestas experimentales (Cuenta un cuento), el audiovisual (Mamá era punk) o la contradanza de Carolina Besuievsky, entre otras.

Violencia simbólica

Lo que encendió la alarma de minorías activas, junto con las razias, fue la acelerada sustitución discursiva por parte del gobierno transicional y la prensa grande del “peligro rojo” por el “peligro joven”, asociado al “flagelo” de la droga y el rock. En otras palabras, violencia simbólica, en la expresión de Pierre Bourdieu. El libro Drogas: prensa escrita y opinión pública (1990), del sociólogo Bayce, llamó la atención al respecto, con recopilación de artículos periodísticos y análisis de alegatos políticos.

En 1989, a propósito de una razia, Forlán escribió: “La sintaxis, para el discurso del establishment, es iluminadoramente maniquea: el rocanrol equivale a exceso de droga, inaugurando, en consecuencia, una producción de realidad paralela a la real. A partir de ese momento, pues, el ciudadano rockero –en el Uruguay democrático– pasaba a ser ciudadano de segunda clase. O dicho de otro modo: el ciudadano rockero se transforma en agente corrosivo y altamente peligroso de los beneficios funcionales de la sagrada familia tipo”. Todo esto resultaba “demasiado reaccionario y falso”, concluía el artículo “El rocanrol, víctima de la violencia ajena”, publicado en La República.

A raíz de la misma redada policial que empañó el recital de la banda británica UB40, Bayce dirá: “Usan el terror como forma de educar a los jóvenes”. En tanto, Luis Mardones, secretario general de la Juventud Socialista del Uruguay (JSU), expresó: “Los sectores más conservadores de nuestra sociedad identifican a los jóvenes con el delito. Lo que les molesta es la propia identidad juvenil”. Llama la atención la frialdad de aquella partidocracia ante esta ofensiva oficial, con excepción de la JSU.

Rock político

El tono mayoritario de la primera y la segunda ola del rock en Uruguay es de índole política. La primera, entre 1969 y 1973, fue sensible a una democracia endurecida, autoritaria, que condujo bajo un régimen de suspensión de las garantías individuales y que criminalizó la protesta, dejando 13 víctimas jóvenes en las calles y cientos de arrestados por militancia sindical. La segunda, entre 1983 y 1989, reaccionó a una campaña sistemática de estigmatización de la juventud y una política pública de razia. Entremedio, la dictadura prohibió los recitales en vivo, obturando la continuidad histórica del movimiento, a diferencia de lo ocurrido en Argentina. A pesar de la fuerza política de la lírica del rock de los años 80, no fue visto así por algunos cultores del canto popular.

Electrificados

El reciente film Un completo desconocido recrea un tiempo histórico concreto en la cronología de Bob Dylan: desde su arribo a Nueva York hasta el momento en que electrifica su música y parece dejar atrás la canción folk en favor del rock. La reacción por parte de músicos folk y la audiencia tuvo lugar en el Festival de Newport en 1965. La tensión entre tradición y cambio está en la base del conflicto, algo que también ha tenido lugar en muchos otros lugares: “La exaltación del folclore a categoría del espíritu” forma parte de la historia, escribirá Nicanor Parra en su poema “Los vicios del mundo moderno”. Pero hubo algo más que una cuestión estilística: se entendió por músicos como Pete Seeger y Joan Báez que Dylan estaba desertando del compromiso social, y lo mismo señalaron sus fans que lo catalogaron de “traidor”. 20 años después, en el Uruguay del retorno democrático, el rock fue puesto en entredicho por exponentes vinculables al canto popular, fenómeno similar al ocurrido en Chile, aunque sin correlato en la otra orilla del Plata donde cultores del canto de protesta como Mercedes Sosa o Leda Valladares sintonizaron con el movimiento rock.

El enfrentamiento en esta orilla, rápidamente superado, no enfrentó tanto a los músicos sino más bien a círculos sociales próximos, aunque algún músico de primera línea fue al choque, entre la diatriba y el espíritu lúdico (como en el artículo “El imperio contraataca”, de Jorge Bonaldi, publicado en La Hora en 1986). En tanto, hubo homenajes a la generación anterior, como el de Leo Maslíah a Daniel Viglietti en una versión de “Gurisito”, así como una hilarante sátira a Quilapayún, conjunto folclórico de protesta chileno, también por Maslíah.

También hubo algún tímido desacuerdo entre músicos y audiencia. Recuerdo un toque improvisado a fines de 1984 en el parque Batlle en el que Eduardo Darnauchans intentó sacarle los primeros sonidos a una guitarra eléctrica, lo que desencadenó un sordo malestar en el escaso público. “La electricidad no tiene ideología”, dijo.

All that jazz

La historia del siglo XX muestra que siempre hubo reticencias y críticas iniciales por parte de algunos compositores de determinado género respecto de los del género musical en ascenso. A veces la crítica se viste de ignorancia o indiferencia. El episodio 3 de la historia del jazz Our Language (1924-1929), dirigido por el cineasta Ken Burns, muestra a músicos clásicos reunidos para dirimir cuál debería ser el idioma musical de Estados Unidos. Es altamente improbable que el grupo académico ignorara lo que las audiencias ya sabían: que ese lenguaje era el jazz (de la mano de tres compositores de la costa este: el trompetista y cantante Louis Armstrong y los pianistas Duke Ellington y Fletcher Henderson). A su turno, algunos jazzeros dispararon sobre el rocanrol, aunque también hubo quienes, como Miles Davis y Herbie Hancock, fusionaron gozosamente ambos géneros. Que sean los menos no importa.

En otros lugares, como Uruguay, la mezcla experimental de vanguardias artísticas musicales ha devenido en patrón. La fusión ofrece un observatorio de experimentación en los bordes a los analistas de acá y del mundo, desde El Kinto hasta hoy.

Arte en la Lona

En 1988, Montevideo fue sede del Montevideo Rock II y de Arte en la Lona, en el Palermo Boxing Club. El primero, organizado por la intendencia, y el segundo, una iniciativa de animadores provenientes de la contracultura. Del primero se ha escrito y hablado bastante: un Woodstock a escala regional que nucleó en el estadio Franzini propuestas rockeras diversas, provenientes del vértice sur del continente. Tuvo su lado oscuro: rodó la cabeza de Renzo Teflón, que había tejido la alianza entre rock y humor. Montevideo Rock fue, pues, conocido, antes y ahora (o eso creo).

Quizá también algunos jóvenes actuales conozcan por sus padres el video Mamá era punk, también estrenado ese año, que exhibe parte de la movida contracultural de aquellos años. El director Guillermo Casanova capta recurrentemente a Andy Adler, filma los juegos del parque Rodó, muestra personajes urbanos, registra análisis de la movida juvenil y entrevista a protagonistas, integrantes de diversos colectivos y estudiantes del liceo Zorrilla.

Quizá la movida menos conocida por los jóvenes actuales sea Arte en la Lona. La crónica que sigue, publicada en Cuadernos de Marcha, es de los periodistas y escritores Gustavo Escanlar, Rosario González y Carlos Muñoz.

“Quizá por primera vez los artistas se enfrentaron a un público realmente participativo, exigente, que cuestionaba en vivo las propuestas estéticas que le desagradaban [...]. El público: rara mezcla de punks desencantados y militantes de termo y mate, de abuelas tejiendo en un rincón y nietos bailando pogo en el otro. La tónica de esos días fue la mezcla. Una mezcla nunca antes dada: intelectuales, posmodernos, reventados, izquierdosos, curiosos y postodo chocaban, se miraban, reconocían. Neoconocimiento de las diferencias, primer paso para la aceptación y el trabajo en común (o no). Si la propuesta de Arte en la Lona pretendía lograr un espacio de imbricación artística (y no lo logró o lo logró sólo a medias), sí lo hizo a nivel de público. La Biblia y el calefón se unieron en Arte en la Lona... Ahora podemos empezar a hablar. Por supuesto, desde nuestras diferencias”.

¿El rock importa?

Parece obvio que hubo un antes y después de Sister Rosetta Tharpe, de Chuck Berry, de Little Richard: en los cuerpos, en el vínculo intergeneracional, en el placer, en el erotismo, en los contactos visuales, en el aire. Y, aunque no por repetido deja de ser verdad, hubo un big bang a partir de los Beatles. Después de Woodstock y del Concierto para Bangladesh nada fue igual en la historia de las mentalidades, en cierta conciencia mundial. La juventud empezó a educar a los educadores, fueran sus padres o profesores. Y tras metabolizar el parricidio, los adultos comenzaron, también ellos, a aprender de aquellos seres que ya no serían réplicas de sus mayores, sino ellos mismos. Una nueva cultura en marcha. Una sociedad que pretendía vincular personas y no roles.

Se dirá que no es lo que se ve. Habría que imaginar qué se vería sin ellos.

Falsa oposición

Sería una falsa oposición contraponer canto popular y rock; estos géneros (y muchos más) forman parte del acervo cultural de todos. Ambos tratan sobre el amor, la locura, la muerte, la resurrección. Ambos politizan asuntos que forman parte de la cosa pública. Si para algunos de aquellos protagonistas pudo haber alguna incompatibilidad pasajera, esta no sería comprensible para ningún adolescente o joven de hoy. Cuando fuimos a ver con mis dos ahijados adolescentes Un completo desconocido, uno de ellos, de 15 años, dijo: “No entendí por qué se peleaban por un parlante”.

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