Sobre la calle Nicaragua, que surca el barrio La Comercial, entre adoquines y muros sin fama hay una escuela, como en cada barrio, poblada de túnicas almidonadas que se amarillentan con el otoño como si de hojas de un árbol se tratase. La moña es un intento de nudo, una azul ajado, un amontonamiento de tela a punto de desmoronarse. “Yo fui a la 171 del barrio. Hay tremendo mural que hizo un brasileño, que también estuvo en la escuela de Neymar. Yo soy de Salto pero me vine a los siete años. Mi familia se vino a fines de diciembre, yo me quedé un par de meses más por el fútbol, por los campeonatos de verano. Me quedé en la casa de mis tíos, de mis abuelos. Al tiempo me vine. Fui una vez por año durante un tiempo, después me afiancé en Montevideo. Me decían Meme, el Cheo”.
Se vino de Salto después que sus padres porque se venían los campeonatos de verano, aquellos donde el pequeño Luis, el Meme, el Cheo, se revolvía con los más grandes para mandarla a guardar y ganarse el respeto, esa cosa que tiene que ver con el orgullo, que te respeten los más grandes por los goles aunque seas el más chico. Después se vino a la capital, dejo atrás la casita de los tíos que lo albergó aquel verano, se instaló en La Comercial y fue a la 171, esa escuela sobre la calle Nicaragua que hoy tiene un mural enorme con su cara, los tres dedos a punto de ser besados, los brazos abiertos, las cejas arqueadas hacia afuera como aguantando el llanto, como viviendo el sueño. Luis Suárez soñó con jugar en el Barcelona toda la vida. Claro, los colores del bolso, tanto los de su Salto natal como los del tricolor de La Blanqueada, lo pintaron cada fin de semana desde que usa la razón. Primero el arco, después la razón. O es que entonces la razón adquiere otras formas, muta a otros pretiles del entendimiento. Entonces primero los sueños a tres colores, luego los azulgranas, siempre los sueños celestes entre ceja y ceja; la cara del botija se fue transformando en cara de hombre frente a las cámaras. Hoy vive donde soñó con su familia, que es como la patria: “En Barcelona tengo gente conocida, uruguayos, los de la panadería, los del restaurante. Sé que de las mayores colonias uruguayas está en Casteldefelds, donde vivimos. Tengo amigos españoles que no tienen nada que ver con el fútbol. También he hecho amistades con los padres de los compañeros de mis hijos en la escuela. Hacemos todo tipo de actividades, jugamos al pádel, un poco de todo. Te ven como un padre más del colegio. Yo, Leo [Messi], [Ivan] Rakitić llevamos cuatro años yendo al mismo colegio. Es normal, es cotidiano que estemos nosotros ahí”.
Hay momentos en que lo cotidiano se vuelve mágico, es cierto, hay otros en los que lo cotidiano es como una ausencia insuperable. Claro, no a todo el mundo le pasa de sentarse a comer y que te pidan una foto. Pero sólo una foto, no seas malo, y te dejo. Yo también, sólo una, no seas malo, no te cuesta nada. Será que esa es una de las máximas formas del egoísmo, primar la foto que viajará por los grupos de Whatsapp y los me gusta como una especie de tanteador del ego, y el hombre aún sin probar bocado. “Hoy domingo si planeo para ir a algún restaurante no me puedo meter en el centro de Barcelona. En la semana medio tapado no te prohibís, no dejás de hacer cosas. Acá son muchos y están acostumbrados. Con Navidad andamos con mi mujer y los niños dando vueltas. Yo no tengo problema, ya sé que van a pedir fotos y todo eso. Pero a veces estoy con mis hijos, que están con los regalos, y están arriba pidiendo una foto. Yo la foto me la saco, pero esperá un poco, no me saques el rato que tengo para estar con ellos. Igual que cuando estás comiendo: esperá que termine de comer y me saco una foto en la puerta. Pero es así, te acostumbrás, yo fui un niño y en su momento si veía a [Enzo] Francescoli o al Chino [Álvaro Recoba] y me les tiraba arriba”.
Por Nicaragua más cerca de Bulevar hay otro mural, acaso más chico y algo más bizarro, a la vuelta de la panadería, que ubica a los Suárez en un lugar en el mundo que es La Comercial: la escuela, la esquina, los amigos y los hermanos. Las malas juntas, la práctica de la mañana temprano, y esa eterna ley popular de que siempre el hermano jugaba mejor. “Mi hermano Maxi tiene una panadería en La Comercial. La tenían con Diego, que le dio su parte para encargarse del complejo de fútbol que armamos. Quisieron jugar todos al fútbol, pero viste cómo es. Diego jugó en Villa Teresa, jugó en Miramar. Maxi estuvo en El Salvador, donde Paolo jugó muchos años; en Puerto Rico también, con el Gato Silva. El Maxi es de barrio. Íbamos para todos lados juntos, pero todo el mundo hablaba de él. Él era mejor que yo. Las malas juntas del barrio le pudieron a él y a mí no. Ahora se acomodó porque se dio cuenta, está todo el día laburando en la panadería”. Claro, en la cotidiana, esa cotidiana de la que hablamos, Maxi es un laburante más del barrio, que levanta su persiana a la hora que los panaderos dejan el horno, saca el pizarrón y abre, justo cuando la señora de enfrente empieza el barrido sempiterno de las hojas de alguna estación. Ambos hicieron las inferiores en Nacional, Maxi fue de los que se fue quedando, Luis de los que siguió expreso en la carrera hacia los supuestos sueños. “Yo hice sexta y séptima con mi generación; cuando vamos a hacer quinta ya subo a primera y me bajan a cuarta. Después bajaba a tercera; ahí me partí un poco de la generación, entonces a los que fueron dejando los dejé de ver, y había mucha gente del interior. En Primera nos encontramos con el Chori [Gonzalo Castro], el Pájaro [Andrés] Márquez, Maureen Franco y Alberto Silva, que nunca más supe de él”.
Luis Suárez, acaso el mejor futbolista de la historia de nuestro fútbol hasta que de algún barrio surja lo contrario o al menos algo que ose discutirlo, cuelga la mirada en el escudo del Barcelona de la pared: “¿Ustedes quieren un mate?”. El nuestro está casi lavado: un bondi tardío en la calle Pujades, que surca el barrio Poblenou, en Barcelona, un tren de cercanías hasta la estación Sant Feliú de Llobregat, unas cuantas cuadras foráneas abrazando el mate por el invierno, hasta los muros de la Ciutat Esportiva Joan Gamper, unos minutos de espera mientras llegan las naves con los jugadores, dos rubiecitos que anhelan una foto y un par de cuarentones desencajados. Si, queremos un mate. “Con los compañeros del club me sorprende el compañerismo, la familia que hay. Tenemos jugadores que han ganado todo y están en el vestuario como uno más. Tenemos al mejor jugador del mundo, que para mí es Leo. Y para él es lo mismo. Eso es importante a la hora de ser un equipo. En la selección es diferente porque te juntás una vez cada tanto y podés pasar cinco o seis horas tomando mate y hablando de todas las cosas que te van pasando. Yo tuve a referentes como Diego [Forlán] y el Loco [Sebastián Abreu], que me trataron siempre como a uno más. Ahora cuando los pibes me miran como yo miraba, me gusta tratarlos como me trataron a mí”.
Barcelona ganó el derby catalán la fría noche que precedió a esta mañana. Fueron cuatro o cinco goles que se repetirán en cada caña dominical, en cada efímera lectura del periódico al pasar, en cada aperitivo con vermú y boquerones. Los minutos nos acercan a la hora del entrenamiento, más allá de los muros las superestrellas del Barza se disponen para un nuevo día de trabajo. Más acá, en Montevideo, las deudas son como sombras frías de verano, humedades sombrías en los bajos de viejos trofeos. Luis Suárez, como Diego Godín, como Diego Lugano, ha estado pendiente de la lucha por los derechos de los trabajadores del fútbol que marcó un antes y un después en la concepción del fútbol como trabajo. Desde su lugar, en las antípodas de un vestuario con goteras, vislumbra un cambio que era urgente, y otros que se vuelven impostergables: “Vi hace poco la movida que hizo Villa Española para conseguir la plata para jugar, están el Bocha [Sergio Santín] y el Bigote [Santiago López] ahí. El Bocha jugó con mi hermano en Basáñez. Yo iba a ver a mi hermano y lo veía al Bocha. Al Bigote lo conozco por Más Unidos Que Nunca. Más Unidos Que Nunca estuvo bueno, somos conscientes de que ha habido un cambio muy grande. Yo intentaba estar de alguna forma, con la Tota [Lugano] y con Godín. Hace poco firmamos la carta por los nuevos estatutos. Nosotros tenemos que hacer entender a los que vienen que no hay que quedarse con lo que se tiene, hay que estar atentos a todo lo que pasa. Los pibes nuevos de la selección están muy bien, están observando todo. Yo nunca en mi vida hablé de relojes, de autos, y ahora está toda esa moda, y no te podés quedar con eso. Está en nosotros, los más grandes, ser como fueron con nosotros. En muchos aspectos, desde la imagen hasta ser solidarios, que uno es padrino de una cosa y otro es padrino de otra; aparte de ser imagen de los niños, ayudar donde se puede. No todo tiene que ver con la plata. Por eso cuando vamos a algún lado empezamos a llevar a los gurises. A la hora de entrenar son muy profesionales, hace años que juegan en Europa; en Europa te hacés profesional. En Uruguay estamos lejos, vas a jugar un clásico y te concentran el jueves para jugar el domingo. La otra vez fuimos a Jugar contra el Madrid, cuando ganamos 5-1: jugamos a las seis y media de la tarde y yo salí a las cuatro de mi casa. Ya sé lo que tengo que comer, lo que tengo que hacer la noche anterior, cómo tengo que descansar. Hay gurises a los que muchas veces les sirve concentrar para comer, pero en los equipos grandes ya sabés lo que tenés que comer y tenés cómo, y en todo te estás jugando la vida. Es difícil, pero nos tenemos que hacer profesionales”.
Se van los últimos mates y en la cancha lo están esperando. Los dolores del derby cantarán hasta el mediodía en catalán, después los hijos, la familia, el domingo. El miércoles otra vez al ruedo y así. Nosotros el tren, el bondi, los pasos foráneos sobre suelos ciertos; ellos los conos, el Tottenham, los silbatos y los récord y la amistad y los gurises en la escuela.
Luis cuelga otra vez la nostalgia del escudo en la pared y esgrime el recuerdo siempre urgente de Walter Ferreira, un símbolo de dignidad para un mundo hostil. Un hombre que curó al mejor de nuestros tiempos con el mismo tezón que a un cuatro cualquiera de cualquier equipo. Walter hizo de la amistad un culto y vivió la profesión con la casaca puesta, en Nacional, en la celeste, en casa: “Walter Ferreira fue una de las cosas más grandes que me dio el fútbol, que no tiene que ver con la gloria ni con nada. Totalmente diferente a todo. Gente de confianza. Hasta el día de hoy lo extraño en cada dolorcito. Cuando me operé antes del Mundial, llegué a la casa en la calle Nelson con las muletas. ‘Tirá esas muletas’, me dijo, y me hizo caminar hasta la camilla. Me hizo perder el miedo, ¿entendés? Él no estaba tan decidido de ir al Mundial porque venía jodido, pero yo le decía que si él no iba yo tampoco iba, y hablaba con Carmen, su mujer, y con Rosana, su hija. Yo necesitaba que estuviera Walter. Yo me sentía muy bien en lo de Walter, con su familia; me querían porque yo no soy sólo el Luis Suárez que todo el mundo ve, soy sensible, soy natural. ¿Sabés lo que fue verlo a él pelado como estaba y jugándosela para que yo estuviera bien? Tengo una foto dentro del vestuario, después del partido con Inglaterra, que no la tiene nadie en la que estamos llorando con Walter, porque él sabía lo que era para mí y yo sabía lo que era para él. En el calentamiento me dolía, sentía que no podía doblar la rodilla, y él me decía: ‘Olvidate, nene, olvidate’. Cuando me pasó lo de la suspensión y salió lo del Barcelona lo llamé para decirle que iba a ir a jugar al club en el que había querido jugar toda la vida, y me dijo: ‘No sólo vas a ir, sino que vas a ser goleador y vas a ganar todo. Olvidate de la lesión y de lo que te pasó y dale para adelante, no cambies tu forma de ser ni tu forma de jugar’. Al tiempo salí goleador y me dieron la bota de oro. Así eran los mensajes de Walter y él trataba a todos por igual, a mí y a cualquiera. Mi último hijo, Lauti, nació el día de su cumpleaños”.