El tren va, devora kilómetros con su chaca-chaca, pero el destino es lejano aún. El taxista, un armenio, capaz de hacer cualquier dibujo en las calles de Ekaterimburgo, se entiende-desentiende con nosotros, a señas, onomatopeyas y traducciones que Sandro le compone en cirílico en la pantalla del teléfono. Nos entendemos pero no nos entendemos, y entonces finalmente entendemos a dónde vamos, a la estación de tren.
Miro una y otra vez todos los videos que me pude bajar antes de embarcar rumbo a Nizhni Nóvgorod, mientras Uruguay vuela. Todos, casi todos, son de niños en las escuelas, mirando a su país. Porque eso es lo que ven las niñas, los niños, los hombres, las mujeres, cuando ven a Uruguay, que no es el país, sino 11, 14, 23 futbolistas, que tienen nombres propios, que no se llaman Uruguay. Es una de nuestras representaciones más vivas. Siempre nos han representado, pero esta nos representa más, literal y metafóricamente.
En mi recorrida por aquellas imágenes llenas de gritos de alegría, lloro. No puedo contener las lágrimas y pienso que, no sé si siempre, pero durante años habrá en nuestras escuelas, en la escuela pública vareliana –modelo y ejemplo de tantos caminos–, un reservorio de la sociedad que queremos ser.
“El fútbol no es lo más importante para un país, por más cultura futbolística que tenga su pueblo. No obstante, es un vehículo inmejorable para llegar a las cosas más importantes”. La sentencia es de Óscar Washington Tabárez, ese líder venerable que tenemos, que se levanta como puede, sin bastones ni más ayuda que su impulso emocional, su amor por la causa, y grita, dice, reza, recita, canta, habla por todos nosotros, con todos nosotros, como todos nosotros: ¡Uruguay, nomá!
Me cago en los Prieto, en los Alonso, en aquellos que a comienzos del siglo XXI hicieron la maqueta en 3D del Queyala. Fue en 2006 que aparecieron los queyala. Los que ya la saben, los que ya la vivieron. Desde hace años siento que la figura creada y recreada por La Mojigata, el Queyala, me persigue. Siempre me desmarco de él. Siempre, pero cada día siento que tarde o temprano me va a agarrar. Ahora la persecución es grata, porque no soy el Queyala, pero siento que aquella educación que nos dieron unos años del golpe de Estado, y aun un poquito después, cuando algún profesor o profesora pudo zafar de la ignominia del cese por pensar, con la fe democrática B o C atrás, tiene su correlato en este viaje que estoy haciendo. Siempre recuerdo lo que me pasó en Literatura en el liceo, y sé que que ahí hubo algo, alguien, que definitivamente aceitó el engranaje que hizo el clic, y potenció para siempre mi gusto por la lectura y la escritura. Digo que aceitó los engranajes que con paciencia mis padres habían armado en mi tierna niñez, cuando mi padre me dormía leyéndome con la musical cadencia de Rubén Darío.
Mis primeras lecturas de largo aliento fueron Los capitanes de la arena, de Jorge Amado, y La ciudad y los perros, de Vargas Llosa. Era en épocas de leer por leer, antes de enfrentar en las aulas el análisis de la picaresca española o de los círculos del infierno de Dante. En quinto o en sexto dimos Anton Chéjov y su obra Las tres hermanas. La vida de Olga, Masha e Irina en aquella Rusia rural, y el recuerdo de Olga de la vida en la Moscú imperial, fueron motivo de recuerdo permanente en algún momento de mi pase a la vida adulta. Siempre me quedaba picando Olga, que sólo pensaba en volver a Moscú mientras el tiempo pasaba. Entre 1982, el Mundial de España, el primero que cubrí, y 1990, el Mundial de Italia, el primero que cubrí en la cancha con Uruguay, fui un poco Olga y su deseo. Ahora estoy aquí, en las mismas vías por las que Chéjov pudo haber hecho viajar los sueños no cumplidos de Olga, las frustraciones de Masha y las ilusiones de la joven Irina, en cuyas alas voy escribiendo mientras el termotanque que calienta el agua a 100 grados es el mismo samovar en el que ellas aprontaban el té y yo el mate de cada día.
De inglés, poco
No sé cuántos de ustedes conocen a Roberto Quenedi, un personaje de Diego Capusotto –si no lo conocen los invitaría a que lo hicieran–, pero se ve que en Rusia tiene muchos seguidores en cuanto a la difusión del idioma inglés como hipotética lengua alternativa. Los rusos hablan ruso y chau, y algunos chapurrean inglés. Pero a pesar de eso y de la desesperación que puede provocar la incomunicación con palabras en momentos culminantes, la hora en la que sale el tren, el andén por donde hay que subir, o la estación en la que hay que bajar, son cracks en atención y ganas de encontrarse. Le ponen mucha gana y entrega a la atención del visitante. Pero claro, te da chucho perder el tren por un error de comunicación. Fue justamente a la salida de la práctica y de la posterior conferencia de prensa que el plantel de Uruguay dio ayer en el Sport Centre Borsky –que viene a ser como un Lagomar a Montevideo, un La Macana a Florida, un Casa Blanca a Paysandú, un Carmelo a Nueva Palmira– que entre los itinerarios que nos prepararon Francisco Paco Fernández y el ruso Vladimir está el Yandex, que es el google ruso y tiene un servicio de autos igual o parecido a Uber. Se llega bien. La cosa es la vuelta, donde parece que ni uno ni otro opera en esa zona de Bor.
Estábamos casi en el portal de entrada de autos, que es lo mismo que la salida, procurando averiguar formas de arrimarnos al casco urbano de Nizhni Nóvgorod. Salía un auto de alta gama, y cual turista perdida, Fiorella Vacca, de la revista de la Fundación Celeste, Zaga, le preguntó al chofer, que casi de inmediato soltó un “Andiamo”. Sin pensar si pensaba que éramos italianos, pero ante la oferta de sacarnos de allí, junto a Santiago Díaz y Álvaro Levin, de Vera y Zona Mixta, nos trepamos a la tremenda máquina conducida por un hombre ruso. Creo que casi de inmediato, después de decirnos que no hablaba inglés ni español, pero sí italiano, nos contó que era un ex jugador de vóleibol y que sabía italiano porque había jugado años profesionalmente en Italia. De ahí a preguntarle si había jugado en la reconocidísima selección rusa de vóleibol, y de ahí a la requisitoria de si había sido olímpico. ¡Y podés creer que sí! ¡Qué crá el Dmitri, que no jugó en uno sino en dos Juegos Olímpicos, en Barcelona 1992 y en Atlanta 1996! Dmitri Fomin fue jugador de la Unión Soviética y, después, de la Federación Rusa. Fue campeón y ahora es el jefe de base de la concentración de Uruguay. Y ahí estaba, conduciéndonos casi hasta casa. Sos cra, Dmitri.
Y está fenómeno que un crack como Dmitri esté con Uruguay, como estamos todos.
Me estoy por subir al tren, el de mis sueños, el de los tuyos.
Abrazo, medalla y beso.
Te llevo tatuada en el pecho.