Terminó. Parece que hay que pellizcarse. No es necesario, terminó. Un mes y un día de Mundial, cuarenta días de Rusia, un modelo de negocios floreciente y casi perfecto. La venta de un espectáculo como tal, que por momentos parece trascender largamente el juego. La presentación estelar de 23 futbolistas y un entrenador multiplicado por 32. 32 representaciones futbolísticas de 32 naciones, pero muchísimas más ofertas de lo que fuere: autos, pasajes de avión, lavarropas, chocolates, papas fritas, edificios, y lo específico que corresponda a cada una de esas sociedades a las que se intima consuman esto o aquello, a través de un futbolista, de un técnico, de un recuerdo de una bandera, de la misma manera que se manijea e impulsa a realizar un viaje que casi en ninguna condición no-turística, no-vacaciones, no-luna de miel, se nos ocurriría realizar. Pero lo hacemos con gusto, ganas y un inimaginable esfuerzo que nos deja tecleando a la hora de pagar la cuota, la luz o el agua.
El Mundo FIFA, el impulsor de este exitoso modelo de negocios, parece tener un set de desarrollo central en no-lugares, estadios con distinta estética, pero una misma línea de desarrollos y comportamientos, completado por nosotros, igualados por el collar de la trazabilidad de nuestra cédula FIFA, el fan ID, de nuestra bebida, de nuestra comida del entretiempo. Todo nos iguala, pero sin embargo, de algún lado irrumpe algo que ni por tablas se lo proponen, y es nuestro encuentro, el de distintas sociedades, colectivos, y tal vez hasta un pequeño muestrario de la vida de las naciones en torno a la felicidad del juego. Hay algo que nos hace felices aún ante la infelicidad del juego, que es perder, no seguir. Hay un impensado rescate de la felicidad del juego, de los que juegan, pero fundamentalmente de los que jugamos sin jugar. Y es, como en las fiestas de fin de año, una sensación de gracia, de encuentro, de convicciones, pero de no pelea.
Terminó. Dice Gianni Infantino, el presidente de la FIFA, que fue el mejor Mundial de la historia. Tal vez haya sido en los balances. Fue muy bueno, pero tal vez no el mejor. No conozco tanto cómo son las evaluaciones finales de estos modelos de negocios, pero supongo que Infantino lo siente en primera instancia por todo lo que concierne a la competencia: a su desarrollo, a su impacto en el público presente y en el virtual, a los participantes, a las instancias puntuales, a sus no-lugares, que encapsulados en sus días de partidos son esos idénticos compartimentos preestablecidos en casi todo menos en el desarrollo de la propia competencia. Pero esta vez, y siempre, los no-lugares tienen una alternancia y un compromiso con los pueblos, que al final son los que pueden hacer de un Mundial, ganando o perdiendo, el que entre como una cuña en nuestro recuerdo, en nuestras vidas.
Cuarenta días en Rusia, más de media docena de ciudades, dos continentes, estadios, trenes, hoteles, apartamentos, salas de espera, señas, miradas comprensivas, observaciones destempladas y los ojos bien abiertos por haber vivido en un lugar del mundo con una parte del mundo que solo teníamos a través de los interesados despachos de prensa, de los torcidos operadores, de decenas de subjetivos agentes externos. ¿Pero qué sabemos nosotros de Rusia, de los rusos, de lo que dejó el fracasado intento de llegar al socialismo real, de lo que más atrás, mucho más atrás dejó el zarismo, de la glásnost, de la perestroika, y de la Rusia pos Boris Yelstin? Nada, no sabíamos nada. O tal vez imaginábamos agentes sovieticos de la KGB como escapados de las películas de antihéroes o millonarios mafiosos, cafishos con vodka, estatuas de Lenin decapitadas y guardadas en viejos depósitos. Y nada que ver. La sorpresa de este mes largo fue inmensa, agradable, preocupante y plena de dilemas. Lo primero que advertí, y fui sumando pruebas, es que el pueblo ruso no ha dado vuelta la página y ha dejado atrás y para siempre la vida desprendida de los soviets. Nada, nada que ver, decenas de miles, cientos de miles de ellos -sospecho- siguen viviendo como cuando nacieron con Iosif Stalin, Nikita Jruschov, Leonid Breznev y hasta Mijail Gorvachov. Si el razonamiento lo hubiese hecho antes, no me sorprendería. Los jóvenes y adultos de entre 20 y 30 años son hijos de padres soviéticos, generaciones que vivieron de una determinada manera, educados de una forma, interactuando socialmente en un entramado particular, viviendo en la kommunalkas (los apartamentos comunitarios de las mayoría de las décadas soviéticas), o en las jrushchovkas, los Euskal Erria de los sesentas y setentas, esos edificios prefabricados como monobloques que en principio fueron concebidos con una vida útil de 25 años, fecha de vencimiento que millones de ellas han superado.
Los rusos que vivieron como soviéticos parecen seguir haciéndolo en sus ropas, en sus calzados, en sus peinados, en sus transportes, en sus comidas, y sospecho que en su relacionamiento con sus pares, trasladado en los últimos años, y supongo básicamente en este mes, en su encuentro con visitantes, con extranjeros, con gente a la que tal vez por definición rechazaban, como si todos los demás fuésemos estadounidenses en la Guerra Fría. ¿De dónde pudo haber salido esa sensación de que los rusos son hoscos, fríos, secos y hasta malos? El encuentro con el pueblo ruso, que en muchos casos parece no ha dejado de ser soviético y tal vez comunista ha resultado encantador. Amables, serviciales, solidarios, fantásticos anfitriones aún estando lejos, muy lejos como pueblo, como sociedad, del Mundial, del negocio, del no-lugar y del juego. Sin más posibilidad de encuentro que con señas u onomatopeyas, por ausencia de una segunda lengua de la enorme mayoría de los rusos adultos, el contacto y el bienestar fluyó en cada una de las circunstancias, que al ser en un país lejano y desconocido, básicamente pasan a ser todas las circunstancias y acciones del día. Y no piensen que es todo fácil, porque las posibilidades de perderse, de no entender qué se estaba haciendo, de no encontrar el lugar hacia donde uno iba, de no entender qué era lo que estaba pasando eran enormes y diarias. Todo el día en la cornisa de la perdiz, del desentendimiento, de hacer algo que acá no se debe hacer. Pero todo el día solucionando esa situación con el bálsamo del ruso o la rusa que uno cruzaba en el metro, en la esquina, en el restorán, en el hotel. ¿Hablaría de eso Infantino? Si fuese así, no sería tan radical como Gianni para decir que fue el mejor Mundial, pero sí me animaría a decir que fue inolvidable, pero no por ese gran campeón que fue Francia, no por el VAR, no por la seguridad, no por los no-lugares, sino que lo fue con ese encuentro con la vida de los otros. Spasiva.