Desatan los pasos. Hacia un lado caminan condenas, descansan las penas, va la camiseta pegada al pecho y la mirada en el horizonte: revancha. Por el camino contrario va, como erguida, la ilusión, mientras se revolean colores y se cantan canciones. Todo dura un rato. En eso se parecen la vida y el fútbol.
No hay decisión más relevante que la que se toma. Si no se toma no sé cómo se llama (pónganle el rótulo ustedes mismos). La cuestión es que dentro de todas las historias, porque esta es una historia simple, común y corriente, la virtud de tener los objetivos claros es lo que define. Algunos creerán en la suerte y otros no. A las dos posturas les pasa lo mismo: eso de que, en el baile de las posibilidades y probabilidades, siempre, o al menos en principio, hay más de una chance. Siempre pasan cosas. Y una los puede más: la revancha.
¿Cuánto quema la pelota del final? ¿Cómo se actúa ante un tesoro que vale oro y no se puede malgastar? Si se le encontrara solución a algo de eso, ¿y cuando ya no tenga tiempo el tiempo y no le interese lo que vendrá luego? Entre Salto y Minas anda la gloria. 550 kilómetros separan el máximo objetivo que tienen a su alcance. Universitario y Lavalleja van por la Copa Nacional de Clubes.
Está lejos la fecha del comienzo. Pasaron meses, días, horas, minutos, primeros y últimos segundos. Empezaron a jugar cuando las hojas pierden fuerza y terminarán ahora, que todo florece. Hombres de ocho horas de trabajo y fútbol lúdico ante un desafío más para sus vidas. Un campeonato que cubre y protege con sus sombras a ciudades, pueblos, localidades y villas, y que mueve millones de amores y odios –llámense personas– cuando parece que nada sucede, gritando fuerte que está ahí: es fútbol y es nuestro.
Cuando la pelota ruede el fin de semana en la finalísima, quizá el mayor mérito de lo que empiece sea eso mismo, empezar. Es como animarse: la táctica de los valientes. Después el trabajo será hacerse camino, soportar las dificultades, disminuir los márgenes de error para no comerse las torpezas de lo inadvertido, festejar las buenas, disimular las embromadas. ¿En serio queda gente empeñada en argumentar que, al menos en esta parte del mundo, el fútbol y la vida no se parecen?
Hay que asumir los riesgos. Y en ese riesgo, no guardarse nada (por favor). Es la manera más eficaz de sacar provecho de aquel grito de otoño, hoy disperso entre los susurros y el alboroto de la primavera. Para hacer lo imposible se necesita tener miedo y tirar para adelante.
El fútbol del interior es la madre. La madre, la hermana, el hermano y el padre. Es el que sale del laburo pensando en cerrar al puntero contrario, el albañil que juega de 10, la gurisa aquella a la que trataban de torta porque nunca se animaron a enfrentarla. Es el verso escondido, el banderín del córner soportando la joroba, las áreas peladas pero las tribunas llenas. Escribió el poeta que se habla de presión, se habla de rabia. Se habla de reír, se habla de fama. Se habla del dolor. Se habla del drama. Se habla con pasión. Cara con cara.
90 milagros peleándole al viento, diría Agustín. Trayecto a trayecto, escalón por escalón, congeniando un montón inacabable de contraposiciones que surgen cuando dos o más sintonías buscan lo mismo. Cuál será la mejor manera de decir adiós sin dañar la imagen construida. Cómo será la victoria esta vez. Así la cabeza, hasta que llega el último de los días, antesala del día final, presuroso entre su azar y su destino.
Entonces, salir campeón. Acá iría tu nombre.