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Diego Forlán, tras convertir el primer gol de Uruguay a Holanda, en el estadio Green Point, en Ciudad del Cabo, el 6 de julio de 2010.

Foto: Sandro Pereyra

El Mundial que cambió a Uruguay

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Sudáfrica 2010: un cambio esencial en la percepción de los resultados.

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El calendario de la vida está en la hoja del 2 de julio del 2010. Es tarde en la noche de Sudáfrica. Es temprano, pero ya noche en Uruguay. Una persona, un periodista, entra a los gritos a la amplísima sala de prensa del Soccer Stadium de Johannesburgo.

Miles de personas están a los gritos en Uruguay.

El periodista soy yo, y esa zona de prensa con miles es más grande que una plaza de cualquiera de nuestras ciudades. Allá y acá el grito es lo mismo: ¡Uruguay nomá!

Uruguay nomá grito desaforado ante la mirada de centenas de otros de mis pares que parecen no entender ni mi grito, ni mi euforia, ni ese estado de gracia que un colectivo, una camiseta, un color que casi tiene rango de tono patrio, me han conferido.

Es la noche en la que, 40 años después, Uruguay ha logrado ubicarse entre los cuatro mejores del mundo. Lo ha hecho, lógicamente, a través de sus éxitos en la competencia, del esfuerzo, la abnegación, la capacidad técnica, las estrategias tácticas, pero por sobre todas las cosas ha conseguido algo que trasciende un resultado, una colocación o un éxito de 90 minutos. La selección, a través del proyecto y ejecución de una idea, de un plan de trabajo, ha logrado vencer el principio del golpe del balde, la teoría de “lo atamos con alambre”. Y eso quedará marcado como una piedra fundamental para los cimientos de una nueva concepción del fútbol celeste.

Esa misma noche, cavilando, volví a una nueva vieja idea, y me planteé que el camino de la utopía permanente es la meta que no debemos atravesar. Y ahora, entonces, en aquel amanecer, más que nunca trataré de seguir intentando desarrollarla como idea. Tiene que ver con el deporte, sus posibilidades y la competencia, con cómo evaluamos los uruguayos nuestro desarrollo y las sensaciones resultantes de la competencia. Planteado desde un punto de vista medio mesiánico, tenía la necesidad de alertar, o simplemente de avisar que casi todos necesitamos una reeducación en torno a cómo interpretar los resultados deportivos.

Adoré mi educación pública, pero nunca ninguna maestra me enseñó que no se deben tirar papeles en la calle, como supongo que es de orden que lo hagan ahora. Gozo de la vida familiar y social, pero nadie advertía de lo jodido que puede resultar ser fumador pasivo.

Acompasado con eso, durante los primeros años de mi vida supuse, con la mayor irracionalidad posible, que ponerse una camiseta celeste era garantía de obligación de triunfo, y que cualquier otro resultado era sinónimo de fracaso. Como dice algún fulano “en una final el que pierde sale último”, o la bastardeada frase de Vince Lombardi, el coach de los Empacadores de Bahía Verde, “ganar no es todo, es lo único”; durante años nos enseñaron, inconscientemente, que si hay celeste hay que ganar, y que cualquier cosa distinta será una cagada.

Una cosa es que un tipo que ha conducido al borde del milagro a su colectivo estire la utopía al “cumplido sólo campeones”, cuando ya está a una hora y media de la hazaña. Otra muy distinta es que te lo manden una y otra vez como parte insustituible del dogma.

Edinson Cavani, Walter Gargano, de Uruguay y Rafael Van Der Vaart y Joris Mathijsen, de Holanda, durante la semifinal de Sudáfrica 2010, en el estadio Green Point, en Ciudad del Cabo.

Foto: Sandro Pereyra

¡Meta! Para llegar a la meta

Cuatro días después, en el estadio Green Point de Ciudad del Cabo, perdimos mal con Holanda la posibilidad de, otra vez, llegar a la esquina de la hazaña, otra vez soñar con ser campeones del Mundo.

“¿Cómo pasaste cuando jugamos contra Holanda?”, me preguntan. “Bastante maduro, como enamorado maduro”, contesto. Digamos, no me tenía que dar ninguna prueba, yo la quiero siempre, y más así.

En otro momento, en otra conversación, me dicen: “Si hubiéramos ganado...”. “Ellos ya ganaron”, digo espontáneamente, y de inmediato aclaro: “Estoy hablando en serio, así lo siento”.

Desde hace un tiempito, en las selecciones nacionales de fútbol hemos estado logrando buenos niveles de competencia aunque no títulos, y desde algunos lugares se afirma que entonces nada sirve. Encima, suman a esa sensación de frustración que el país no hace nada y, obviamente, te resuelven el silogismo con que Uruguay no es campeón por omisión del Estado.

¿Por qué un país chiquito, pobre y con carencias de todo tipo en rubros indispensables como educación y salud, y con jóvenes de cuarenta años, tiene que ganar sólo por llamarse Uruguay y vestirse de celeste?

¿Por qué sacarse de encima a potencias deportivas que cuentan con millones de jóvenes entre los cuales elegir se mide de la misma manera que si uno le estuviera ganando a la selección de Liechtenstein?

En la última década, peleando con la realidad pero caminando seguro, siguiendo planes básicos de desarrollo y con ejecutantes que suman racionalidad y emoción a sus aptitudes técnicas, Uruguay ha sumado estimulantes gestiones que, analizadas globalmente, marcan un momento de evolución que tal vez sea coyuntural, pero que también puede ser producto de planes de mediano plazo o acierto de quienes dirigen los colectivos. En el caso de esta selección uruguaya, ahora sí, emocional y racionalmente respaldada por nuestra gente, que entiende que hay otras formas de ganar y perdurar que trascienden la victoria o la derrota en un campo de deportes, el ejemplo es claro. Ganar no es lo único, sí lo es buscar el desarrollo y el crecimiento.

Perdimos, otra vez, como si fuese el 70 contra Alemania, Diego Forlán fue elegido el mejor jugador del Mundial y mandó a hacer miniréplicas del premio para cada uno de los participantes de la gesta uruguaya, todos, sus 22 compañeros de plantel y cada uno de los que puso lo suyo en aquel colectivo solidario y eficaz, y volvimos a Uruguay a una demostración de gratitud, optimismo y cohesión como pocas se haya visto.

El camino es la recompensa.

Maximiliano Pereira, de Uruguay, y Mark Van Bommel, de Holanda, durante el partido semifinal de Sudáfrica 2010, en el estadio Green Point, en Ciudad del Cabo.

Foto: Sandro Pereyra

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