Estadio grande, inmenso, vacio.
Cancha preciosa, impecable. Pero sin el perfume del pasto.
Los jugadores, los mismos, que hace años soñaron ser lo que son, pero con otros nombres, mientras gambeteaban bosta o una mata de yuyo, o picaban pegaditos a la raya de aquel estadio en penumbras pero que era la luz para ellos, para nosotros, son de alguna manera los únicos que siguen moldeando el magma del volcán de aquellos sueños, cuando queríamos ser entre alambrados de cinco hilos, o en canchas de baldosas y asfalto, en la que participaban vehículos y transeúntes, y cada día, cada pelota, cada campeón, o a pata descalza estábamos jugando una final.
Todos los días, no importa la hora, no importa el lugar, un dispositivo que ya no importa si es un televisor, un monitor, o un teléfono, nos coloca en un no-lugar donde el verde enmarcado en el cemento nos recrea sintéticamente, casi artificialmente el fútbol que tal vez algún día nos hizo algo parecido a fútboldependientes.
El fútbol de la sobremodernidad, provisorio, o definitivo, nos conmina a un cambio de paradigma en torno al espectáculo, y las competencias nos demuestran parcialmente primero que sí podríamos vivir sin el producto fútbol, el que como máquina de hacer chorizos nos entregaban los centros de poder, pero que la ausencia sentida, la necesidad de, estaba focalizada en el fútbol que la mayoría de nosotros aprendimos a vivir.
Durante décadas, decenas de miles de uruguayos hicieron callo a sus almas con éxitos y frustraciones en el estadio.
El Centenario vio a nuestros antecesores y a nosotros mismos en noches de copa, corriendo emocionados para estar ahí.
Este estadio, la Arena da Baixada en Curitiba, es para los jugadores, que seguramente están jugando el partido más importante que les ha tocado jugar a la inmensa mayoría de ellos, un no-lugar, como lo sería el Landoni vacío, o el Centenario, o Maracaná sin gente. Es el mismo cemento, la misma disposición de avisos comerciales que corretean por los cuatro costados de la cancha, y la misma sensación de ausencia del calor humano.
También resultan ser no-lugares para nosotros, y para el director de cámaras, que de jefe de estación se ha transformado en un guardabarreras que no sale del rectángulo verde enmarcado por luces led de venta de ilusiones.
El francés Marc Augé en los años 90 desarrolló fuertemente la teoría del no-lugar, donde la lectura de la sociedad a través del espacio no es posible porque no hay estricta correspondencia entre la disposición espacial y la disposición social, y llamé a esto no-lugar.
Pero hay algo que no cambia, y que está metido como un chip en el ritual de la observación de los partidos, en el de la liberación de las expectativas colectivas.
Así
Nos juntamos en lo de Guillermo, tal como hicimos en la serie contra Nacional. Surgió por una locura mía (aunque, por estar entre los márgenes de lo que yo considero lógico de acuerdo a mis emociones, quizás no sea una locura). La ida en el Parque era a las 21.30. Alrededor de las 17.00 se me ocurrió que no podía quedarme solo en Montevideo mirando ese partido, bajo ningún concepto. Corrí a Tres Cruces, fui a sacar pasaje para el Corporación de las 18.00 y no quedaba ninguno. Entre la resignación, reafirmé la necesidad de verlo allá. Me armé de coraje y saqué pasaje para las 19.00, en el Expreso Minuano, que suele demorar más que las habituales dos horas de viaje. Me sometí, además, a los imponderables, que un día de clásico internacional, en 8 de Octubre, Camino Maldonado y la ruta 8 pueden ser muchos. No te puedo explicar el estado de nervios que me generó ese viaje. Por el partido, por llegar o no llegar. Yo detesto llegar a un partido ya empezado o por arrancar, porque lo que era la vida, pasa a ser algo prácticamente ajeno. Ya calentaron, ya entraron, ya saludaron a la gente, ya están jugando.
Llegué tipo 21.15 de sorpresa, porque pensaron que no iba a poder, y vimos el partido juntos. Peñarol ganó, así que había que reiterar exactamente los acontecimientos el jueves próximo.
Por el laburo, casi tengo que quedarme en Montevideo, pero una casualidad total me permitió ir a Minas de nuevo. Perdimos, pero pasamos. Y obviamente festejamos los cuatro. Estaba la madre del amigo anfitrión. Quiso sacar fotos durante el partido y no recibió autorización, por cábala. Nosotros con la misma vestimenta en ambos partidos, obviamente. Todo igual, meticulosamente calculado. Una pavada, pero una pavada confiable.
El otro día me tocó trabajar, y no pude ir, por lógica. Hoy no, así que estoy de viaje. Mismo lugar, mismos sillones, todo lo mismo que aquella vez. Nos escribimos entre nosotros todos los días. Con uno en particular, Camilo, intercambiamos sobre los eventos que nos han sucedido durante la semana y que podrían implicar señales positivas o negativas. Pase lo que pase, mañana 5.45 estaré tomando el ómnibus de retorno a Montevideo. Voy sólo a eso, y a ver si puedo abrazarme con mis amigos, emocionado.