Una historia mal contada, ausencia de recambios generacionales que mantuvieran compensadas y en competencia a las selecciones uruguayas, y la masificación por las vías interesadas y poderosas de un discurso vulgar y primitivo, e interesado, fue lo que hizo que por tres o cuatro décadas primara el discurso de que acá tenemos que ganar, porque somos uruguayos, tenemos la celeste, metemos pata y los cagamos a patadas a todos.
Fue diez o quince años después de una de las fechas más icónicas del fútbol uruguayo y mundial, la del 16 de julio de 1950, cuando Uruguay en el Maracaná se consagró una vez más campeón mundial, cuando comenzó el desvío, y el relato de formas y estilo, que lindando con el realismo mágico pretendía explicar cómo repetir aquellos éxitos.
Los que debían escribir aquellas historias, José Nasazzi, Obdulio Varela, Héctor Scarone, Juan Alberto Schiaffino, José Leandro Andrade, Víctor Rodríguez Andrade, quedaron en segundo o tercer plano ante el estridente y reluciente discurso del periodismo, de los dirigentes, que multiplicaban la idea en la afición, y terminó permeando en los futuros futbolistas, los que de niños no concebíamos no meter y levantar en la pata a alguien, y también en aquellos tardíos herederos de la gloria que se enfundaban la celeste.
El retorno a la edad media
El discurso duranbarbista instalado después del partido con Argentina, el que hacía referencia a la buena conducta de nuestra selección expresada en la ausencia de faltas y de amarillas, pretende reinstaurar la bestialidad que presidió y opacó nuestro fútbol durante años, al sugerir que nuestro fuerte, o nuestra de garantía de competencia, son la violencia y la trampa.
Y todo parece surgir de Brasil, de Río de Janeiro, de Maracaná y de ese maravilloso triunfo conseguido a ley de juego, con una planificación, una aplicación y una belleza técnica que fue la que reforzó la épica de aquel día. Pero aquel equipo fue campeón del mundo ante la inmensidad de Brasil, porque jugaba al fútbol de la mejor manera que podía, optimizando en el colectivo todas las destrezas individuales.
Así lo habían hecho sus inmediatos y heroicos antecesores, los del 24, 28, y 30, que acumulaban destrezas para juntarse en una cancha con la seriedad y preparación de esos tiempos, y jugaron de la mejor manera posible ‒y de qué manera‒ para vencer a cuanto rival se le opusiera en las grandes decisiones.
Patadas y aprietes como la fórmula original del éxito del fútbol uruguayo han sido una maldad manifiesta de poderosos doctores y leguleyos del fútbol, que retrasaron y hundieron a la celeste.
Llevamos 15 años reconstituyendo el entramado natural de las selecciones nacionales. Son tres lustros sin escándalos, sin violencias innecesarias, intentando sacar lo mejor de las mejores características del maravilloso fútbol de este país.
Los nuevos ricos del fútbol uruguasho, en su facción más reaccionaria y primitiva, dan vida a los fantasmas agitados por quienes quieren imponer el retorno al medioevo.
No los dejemos, ya sabemos cuál es el destino de tal regresión.