Pablo es de Pando y, como relata, Pando es Peñarol, te absorbe el amarillo y el negro cuando venís por la ruta y vas llegando o vas saliendo del pueblo. La cultura manya se pinta en las plazas y las columnas, las paradas y los muros, terminando por mimetizar una cultura rockera de antaño. Pablo es futbolero y, dice, tuvo que dejar el vicio del juguete redondo, el fanatismo por el cuadro lo depositaba en lugares que eligió preguntarse. Atravesar las fronteras le permitió conocer otras fiestas, es que claro, en Pando la fiesta sigue siendo Peñarol, quizás la única fiesta interminable, la que te hace seguir de largo con la euforia sostenida como por una droga: la hermosa droga de los colores.
Pablo habla del Vermouth Rooster como si hablara de un amigo. Derramó el vaso de las entradas y salidas de las fronteras, y encontró en el vino un cauce para sus pasiones, también desbordadas: “Con el fútbol me pasa lo mismo que con el vermú”, dice, y habla de un “acto político”; habla de la razón social del fútbol en el encuentro de la gente por la gente, y de la cultura del aperitivo relata algo similar. Hay un lugar donde estas culturas se cruzan y no es tan solo en un bar sino también en la identidad. O en la forjación de la identidad, o en su rescate, valorizando el encuentro familiar para ver a la Celeste y el sabor de distintos nativos que se maceran en el vino que recién probamos, directo del barril.
El fútbol se macera con anacahuita y yerba mate, casi como el Rooster que se sirve en bares y fiestas criollas. Al menos así lo vive Pablo Bianchi, enólogo canario mentor del Vermouth Rooster, que habla de su equipo de trabajo con amor y apodos, como quien habla de una línea de volantes centrales: Anto, Vicky, Nico, Joaco, Meche, Nacho, y así. Pablo Bianchi habló con Garra, bajo una anacahuita que dará al vermú que viene ese tono criollo que busca, para el aperitivo fundamental.
¿De qué barrio venís y cuáles son los lazos fundamentales con el fútbol?
Somos de Pando de toda la vida. Mi vieja maestra de escuela, ahora mi viejo vive en El Pinar pero igual. Mi primo jugó en Peñarol y se peleó con su madre y se vino a vivir a casa. Entonces es como mi hermano mayor. Veía las fotitos de él en Las Acacias. Después se rompió, en el momento que con los ligamentos no había más chance. Yo soy del fútbol de resaca de domingo, jugaba en el Club Atlético Olmos en Villa Olmos al lado de Pando, pero de guacho jugaba en el San Luis y siempre, fútbol todo el tiempo. Fútbol, fútbol, fútbol.
¿En algún momento te alejaste de esa pasión?
En un momento me alejé fuerte, no quería saber nada ni con Peñarol ni con el fútbol ni con nada. Estaba medio tóxica la relación. Mucho fanatismo. Yo soy de Peñarol como todo Pando. Si pasás por Pando, ya sabés que es de Peñarol, tres kilómetros antes y tres después está todo pintado de amarillo y negro. Entrás y te absorbe el amarillo y negro. Está muy identificado y hay una cultura de Peñarol fuerte, las calles, los muros, los bares. La gente vive Peñarol. Urupan ahora también, en básquetbol. Pero es una ciudad muy futbolera Pando. Tiene fútbol de salón fuerte, el clásico de fútbol de salón se llena, Urupan y Solís. Una idiosincrasia parecida a la que se vive en el pueblo con Nacional y Peñarol.
“Empecé a entender que fuera del fútbol había otros matices, más cuidados, con menos fanatismo. Igual nunca comí con la del opio de las masas porque es una gilada eso, esto era algo más personal”.
¿Qué sucedió en ese alejamiento de las canchas?
Con 19 años me fui de viaje y empecé a ver otras cosas de ese fanatismo, de verme a mí mismo en lugares que no estaban buenos, muy exacerbados, ahí me peleé con el fútbol. Los domingos eran todos para Peñarol, de ir a la plaza, tocar el tambor, colgar la bandera. En el viaje entendí que había fiestas en otros lados, bailar, expresarse, abrazar. En Pando si no tenés el fútbol no tenés esa fiesta. Empecé a entender que fuera del fútbol había otros matices, más cuidados, con menos fanatismo. Igual nunca comí con la del opio de las masas porque es una gilada eso, esto era algo más personal. Ahora con el fútbol me pasa lo mismo que con el vermú, es un acto político, un tiempo para amigos, para el bar, para un encuentro social, para ver a mi viejo. Cada vez que juega Uruguay paso tres horas con mi viejo. Entonces mi militancia futbolera viene por ahí, por reivindicar eso que tiene el fútbol y más acá en este país. Muchas veces nos pasa con mi familia que para juntarnos es difícil, todos andamos en una, pero cuando juega Uruguay no tenemos otra cosa que hacer que juntarnos.
¿Entonces el fanatismo viene más por el entorno que por la propia cuna?
Era por el barrio, por la fiesta, la irreverencia. Esa irreverencia de tomar vino a las diez de la mañana porque íbamos a colgar las banderas, y de cantar o de cortar la ruta, o no dormir si ganábamos, o estar todo el día en el bar y que no importara nada más. Hermoso. Era eso. Ir identificando eso me hizo identificar hasta dónde voy en el fútbol o encontrar mi lugar. En este nuevo encuentro que tengo con el fútbol me regalaron una camiseta de Peñarol y me emocionó. Me reencontró con un yo de hace 15 años ponerme la camiseta de Peñarol de nuevo. Tengo un montón de camisetas especiales, aunque algunas nos robaron una vez que entraron a casa. Me quedaron las que usaba para algún partido de fútbol cinco. Esas, las que van. Las camisetas son todas una anécdota. Yo viví en Paraguay un tiempo y sin conocer nada llegué al Barrio Obrero, Quinta Avenida y Estados Unidos. Llegué a una pensión frente a la cancha de Cerro Porteño. Un barrio que respira Cerro. Dirigía el gran Pedrito Troglio y el propio Pedro Troglio nos abrió el portón para ver el entrenamiento en La Olla. Lo estábamos viendo desde la puerta. Cosas que hacíamos de fanáticos, de vivir el barrio.
Fossati les gritaba (a los de Cerro Porteño): “¡Vino en bicicleta desde Areguá para ver el entrenamiento y ustedes entrenan así!”
¿Eso pasó cuando estabas alejado del fútbol?
Claro, estaba en otra, pero vivía el barrio. Más adelante en otro viaje me fui en bicicleta a Paraguay, la chiva es otra militancia. Un mes pedaleando, durmiendo en todos los pueblos. Pedaleaba hasta el mediodía para llegar al pueblo y tratar de entender cada lugar. Me fui todo por el litoral hasta Salto, crucé la bicicleta en un barquito y seguí hasta que llegué a Areguá. Estudiaba joyería en el Instituto Paraguayo de Artesanías y ya era hincha de Cerro de la vez anterior. En ese momento estaba Seba Avellino de profe trabajando con Fossati, y Seba Avellino de Pando. Lo llamé y le dije que quería ver un entrenamiento, un partido, algo. Me dio entradas para Cerro y Colón por la Copa Sudamericana. Y fuimos a un entrenamiento, en bicicleta, 30 kilómetros. Fossati les gritaba: “¡Vino en bicicleta desde Areguá para ver el entrenamiento y ustedes entrenan así!”. Cuando terminó la práctica vino Roberto Nanni y me regaló una camiseta.
¿Qué tiene que ver el vermú con la cultura del fútbol?
Me acuerdo cuando nos tomábamos el bondi para ir a ver a Peñarol y era incompatible la locura nuestra con la gente que llevaba una torta para el postre del almuerzo del domingo. Nos terminaron mandando un bondi especial para nosotros porque era insostenible. Ese no paraba, juntaba alguna gente de Barros Blancos y seguía para la cancha. La identidad de Peñarol está sarpada, con sus aristas y con sus bellezas. Pero sobre todo su belleza a nivel social que supera todo. Nosotros trabajamos para hacer una deconstrucción del vermú tradicional, dejamos de mirar a Europa y al Mediterráneo y usamos una impronta uruguaya; nuestro vermú tiene carqueja, marcela, anacahuita, yerba mate, nuestra identidad. Esa anacahuita que está ahí va a estar en un par de semanas macerando en los vinos que probamos hoy. Creo mucho en eso, en esa responsabilidad de que menos es más y de consumir lo que tenemos en el entorno. El vermú es un relato distinto, y así estamos en ese sueño de poner a la gente a tomar vermú y en la cultura del aperitivo. En ese relato está la pasión con la que hacemos las cosas. Hay vinos que te cuentan un relato, que no están en la industria, que tenés que ir a buscarlos. Hay una búsqueda de paladar, de identidad. Esperemos que sea una reivindicación de la cultura del aperitivo, por eso digo que Rooster es una construcción social.