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Ilustración: Ramiro Alonso

Echándole la contra al campeonato de la memoria

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Central Español y su hazaña única de 1984.

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El sábado, Maxi, el más chico de mis hijos, cumplía 23 años, y junto con su novia organizaron un festejo de los hermosamente clásicos y soñados por estas tierras: una parrilla, un fueguito, un asado permanente, afectos, amistades, música, conversas, risas y un buen truco –siempre de a seis, pico a pico, y no el clásico de a cuatro, por la demanda de truqueros y truqueras–. Es casi universal, pero se sabe, que el truco, el verdadero truco, el uruguayo con muestra, es uno de los mejores juegos del mundo, y es también uno de los más conversados. Entonces, entre seis personas se marea con el juego, pero también con otras temáticas. Yo era el único sexagenario y me regodeaba con los jóvenes, que son los verdaderos dueños de los tiempos que crean, prueban, brillan y enseñan con su poder de vida arrasador.

De un envido apareció Central, porque una gurisa, Daniela, es hincha de los palermitanos. Yo estaba concentrado en mis 36 de mano e iba a la pesca para ver si hacía entrar a mi rival de la derecha, y entonces Maxi, o Kike, o Juan, dijo: ‘Pero papá, o Rómulo, o el Chenlo, es de Central, ¿verdad?’. Y ahí, como si fuera el interlocutor de Pablo Sandoval [Guillermo Francella] en El secreto de sus ojos, empecé a recitar jugadores, alineaciones, partidos y reconstruir con pasión la hazaña ante la sorpresa de que casi ninguno conocía: “Pero ¿cómo que no conocen la más grande hazaña del fútbol uruguayo?”.

Del almanaque de la vida se cae una foto. Pasa con algunos de nosotros cada 30 de setiembre desde aquel lejano domingo de 1984. Es una tarde en el Parque Central, casi lleno en su aforo de hace 41 años. Ahí está en primer plano José Ignacio Villarreal, el héroe de la tarde y del campeonato. Reviso entre la cincuentena de rostros que rodean al goleador y, junto a mi héroe –hermano– campeón, Ruben Borda, aparezco en la historia de esa gloria que conocí ese día y que extenderé en el tiempo hasta el fin de mis días.

Central Español campeón uruguayo 1984, casi con el mismo plantel que un campeonato atrás, la temporada de 1983, había sido campeón de la B y logrado el ascenso después de un montón de años, y en esas dos temporadas con distintos técnicos tan diferentes, además: Roberto Fleitas en la B, en el 83, y Líber Arispe en el 84.

La bañadera de la vida

¿Cuántos de aquellos jugadores llegaban al Palermo en auto? La mayoría absoluta llegaba en bondi y se bajaba con el bolsito en la mano en la parada de Francisco Llambí. Otros llegaban caminando y atravesaban aquel pesado portón de hierro donde muere o nace Diego Lamas.

Aquella alegría conmocionante y chiquita del ascenso en 1983 tuvo su secuencia en aquel alumbramiento de la A, con el liderazgo, ahora, del maravilloso y humilde Arispe y un grupo de obreros del fútbol que había agarrado pa las ocho horas de las canchas y llegaba al laburo con gusto.

Cuando todo empezó en 1984 con la derrota ante Bella Vista, donde atajaba el Flaco Jorge Fossati, en el mismo Palermo que unos meses atrás había sido el estadio de la felicidad por el ascenso, nada hacía presagiar el final feliz del 30 de setiembre.

Centralito querido, el club de Palermo, había llegado a lo más alto del fútbol uruguayo en tiempos de dictadura, en plena crisis del país, cuando el fútbol también se jugaba como una forma de resistencia y alegría popular.

Nadie me lo contó. Y aunque ustedes, héroes de cada una de mis tardes de aquellos años, no ubiquen en una misma persona a este albañil de las letras de hoy y aquel soñador del fútbol de ayer, podría escribir un libro que no escribí, con una de las más grandes hazañas de las muchas que tiene el fútbol uruguayo.

Ser campeón y otras historias

He cubierto decenas de campeonatos, me han tocado decenas de campañas, he recreado decenas de vueltas olímpicas. Nunca he dejado de poner el cuerpo, el alma, las emociones, sintiendo virtualmente empapadas camisetas en mis puestos de trabajo, colgándome del talud de mis teclados, gritando contra el micrófono. A la inevitable subjetividad de cada acción voy asociando emocionalmente los clubes, los jugadores, los planteos, con la gente.

Uno nunca sabe para cuántas personas está escribiendo, para cuántos está hablando, pero sí sabe que cada crónica, cada relato, cada campaña es una final del mundo en la que hay que dar todo. Pero para eso es necesario sentir, recibir, prepararse, saber y, sobre todo, querer, como aquel montón de jugadores que se habían criado allí, entre los canteros de la avenida Américo Ricaldoni, en los pastitos del parque Batlle bordeando el Palermo y, por fin, algunas mañanas o tardes en la siempre pelada cancha centralófila.

Un rejuntado de futbolistas que fueron llegando de otros cuadros de la A y de la B, que a través de la terapia de aquel destartalado vestuario de agua fría y champú garroneado, de esa fragancia única que combina el agrio gusto de los harapos diarios, de las vendas sucias, del barro hijo de gastados tapones, de la leña de la caldera, de los perfumes que repillados asomaban de las botineras (las originales, las carteritas para llevar los zapatos de fútbol), mientras sonaba el casete del Chino o del Hétor con la Borinquen o Cotopaxi, se hicieron campeones de la vida primero, para recién después ser campeones de fútbol.

Nunca hay reportes diarios ni semanales del campeonato de los impensados. La tabla de los sin prensa, de los huérfanos de más preocupación que la que pudiesen tener ellos mismos, no se encuentra en ningún canal ni en la contratapa de un diario.

No existen, no están. Pero hay colectivos que día a día van encendiendo más y más su llama de ilusión, y a pesar de que nadie los ve están ahí, firmes, incólumes, aunque el establishment los crea frágiles, invisibles, casi inexistentes.

La vuelta a la A, los rivales, la campaña entera, de aferrarse con miedo y valentía para no volver a la B, a los sueños divinos de hacer historia para siempre: cada partido era un desafío a lo establecido.

En tiempos de alta competencia, cuando Nacional había sido campeón de América y del mundo en 1980 y Peñarol había sumado otra vez los mismos títulos en 1982 –y apenas perdió la final de la Libertadores en el 83–, en un campeonato durísimo de todos contra todos, era absolutamente impensado que un cuadro que venía de años en el ascenso, que no tenía más que jugadores de la B y que encima había empezado perdiendo en casa en la primera fecha del torneo pudiese llegar a pelear el campeonato.

Así, recién venidos de allá abajo, todos contra todos a dos ruedas y frente a miles. Nadie lo hubiese imaginado. Y claro, primero es una sorpresa, después es una buena actuación, y después es esperar el “ya van a caer”. La historia ya se los contó.

Los relojes se acercaban a las cinco de la tarde del 30 de setiembre de 1984 en el Parque Central. Centralito ya había sufrido el empate de Huracán Buceo y la tribuna estaba con el corazón en la boca. Fue entonces cuando Wilfredo Antúnez mandó un centro templado, Abel Tolosa cabeceó y la pelota picó alto, altísimo, en la medialuna del área. Y allí apareció Villarreal.

El Mosquito saltó más que todos y, como desafiando la física, conectó de cabeza por encima del arquero Jorge da Silva. Gol. Gol de Villarreal. Gol de Centralito. Gol de campeonato. Ese gol, ese salto, nos dio el título uruguayo y nos metió en la historia grande. Centralito, campeón del Uruguay.

Palermo de fiesta, Montevideo y el Uruguay asombrados. Fue la gloria más gloriosa, la épica, el milagro, pero no sólo para el barrio Palermo, no sólo para Parque Batlle, no sólo para la AUF –en ese entonces sólo con clubes montevideanos–, sino para el mundo entero del fútbol: nunca en una liga campeona continental, o hasta mundial, se había logrado tal hazaña, y aquel Central lo hizo. Serán memoria siempre.

¡Contraflor al resto y truco!

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