¿La caída en el segundo trimestre es extraordinaria en perspectiva histórica? Sí, el PIB cayó 10,6% interanual y 9% en relación al trimestre anterior.
¿Sorprendió? No tanto. Estamos ante una de las crisis mundiales más severas de este siglo. Somos un caso singular en materia de gestión sanitaria, pero entre marzo y junio nos quedó alojado el grueso del impacto de las medidas de distanciamiento físico.
¿El dato recoge adecuadamente el aporte de cada pieza de nuestra estructura productiva? Probablemente no. Por eso en unos meses conoceremos la nueva base de las Cuentas Nacionales. Algunos sectores ponderarán más (servicios globales, por ejemplo) y otros menos (telecomunicaciones, por ejemplo).
¿El PIB es el mejor indicador para evaluar el desempeño y éxito de una economía? No, pero para convencerlos voy a necesitar un poco más que una oración.
Desde hace décadas la forma de concebir el crecimiento y el éxito económico de los países ha sido motivo de controversia. Esta discusión, con sus múltiples aristas, discurre en dos grandes direcciones. La primera es instrumental, y tiene que ver con el excesivo protagonismo que le damos al PIB, considerando todas sus limitantes metodológicas. La segunda es más filosófica, y requiere desentrañar el lazo que ata bienestar, felicidad y crecimiento.
Medianoche en París
Hace 12 años Nicolas Sarkozy solicitó formar una comisión con tres economistas y dos misiones. Joseph Stiglitz, Amartya Sen y Jean-Paul Fitoussi debían establecer la validez del PIB como medida de los resultados económicos, y evaluar la viabilidad de instrumentos alternativos capaces de capturar el bienestar, la calidad de vida y el desarrollo sustentable. Medir nuestras vidas: las limitaciones del PIB como indicador de progreso fue el informe que resultó de esa sociedad, dándole un nuevo impulso a una vieja agenda. La poca capacidad informativa que brinda el PIB sobre la salud económica de un país está identificada desde hace más de medio siglo. En 1934 el padre del PIB, Simon Kuznets, llamaba la atención sobre el problema de inferir, a partir de su indicador, el progreso de una nación. Kuznets dedicó más de un tercio de su vida a persuadir a políticos y economistas de que prosperidad y crecimiento del PIB no eran conceptos intercambiables. “El objetivo de ‘más’ crecimiento debería especificar de qué y para qué”, declaró ante el Congreso estadounidense en 1962; hay que desarmar el crecimiento entre lo que es cantidad y lo que es calidad, entre sus costos y beneficios. Pero no estuvo solo en su cruzada. En 1972, James Tobin y William Nordhaus1 se preguntaron: “¿Está obsoleto el crecimiento?”. Nuevamente, la misma advertencia: la maximización del PIB no es un objetivo adecuado a perseguir. Afecta las prioridades, no repara en el impacto ambiental, y dice poco sobre cómo se reparte lo que se genera. Su propuesta fue el Bienestar Económico Neto, que mejora la medición tradicional al excluir lo “malo” y contemplar lo “bueno”. Intercambia, por ejemplo, contaminación por esparcimiento. Detrás de esa estela, otras alternativas se han ido acumulando. El Índice de Desarrollo Humano es una de ellas, que arranca a partir de 1990 y atiende tres capacidades básicas: la capacidad de tener una vida larga y saludable, de adquirir conocimientos y de lograr un nivel de vida digno. Desde entonces, del mismo tronco, nuevas ramas.
En busca de la felicidad
Robert F Kennedy, recientemente revalorizado por Netflix, dijo una vez: “El PBI cuenta la contaminación del aire y los anuncios de cigarrillos... Cuenta la destrucción de las secuoyas y las pérdidas de nuestras maravillas naturales bajo una caótica expansión. Cuenta el napalm y las cabezas nucleares… En cambio, no toma en cuenta la salud de nuestros hijos, la calidad de su educación ni la alegría de sus juegos. No incluye la belleza de nuestra poesía, ni la fortaleza de nuestros matrimonios. No mide nuestro ingenio ni nuestra valentía, como tampoco nuestra sabiduría e ilustración... En suma, lo mide todo excepto lo que hace que la vida sea digna de vivirse”. Tan larga como melosa, la cita apunta al corazón del problema: el indicador que nos desvela no recoge lo importante de la vida. Perdón, Bobby (Kennedy), pero lo bueno, si breve, dos veces bueno: el PBI no recoge ni el bienestar ni la felicidad. Sin escalas, esto nos conduce a 1974, cuando Richard Easterlin se cuestionó: “¿Mejora el crecimiento económico el bienestar humano?”. Paradójicamente, su fama no se debe a lo que encontró, sino a lo que no encontró. Lo que no encontró fue una correlación entre felicidad e ingreso per cápita. Demostró que, si bien dentro de un país los que tienen mayores ingresos tienden a reportar mayor felicidad en relación a los que tienen menos ingresos, las sociedades ricas no son más felices que las pobres. En otras palabras, satisfechas las necesidades básicas, los ciudadanos de países de bajos ingresos no reportaban niveles de felicidad muy distintos a los de ciudadanos de países con altos ingresos. En Estados Unidos la riqueza material aumentó mucho entre 1946 y 1970, pero los niveles de felicidad reportados no cambiaron sustancialmente. Lo mismo se mantuvo para otras economías; el crecimiento económico no necesariamente se traduce en mayor felicidad. No derivamos felicidad de mayores ingresos, salvo que alteren nuestro estatus o posición relativa dentro de nuestra sociedad. Esta es la Paradoja de Easterlin. Más tarde, Daniel Kahneman y Angus Deaton2 cuantificaron el umbral de ingreso que hace la diferencia: en Estados Unidos, el dinero influencia las emociones positivas hasta un ingreso de 75.000 dólares anuales. Más allá de ese punto, el ingreso no hace la diferencia en cuanto a felicidad. Punto para Mastercard.
(Mucho más de) Siete años en el Tíbet
Como en el juego de Carmen Sandiego, el rastro nos lleva ahora de Estados Unidos al reino de Bután. Cuatro décadas atrás, Jigme Singye Wangchuck, rey de Bután, proponía algo jugado. En lugar de guiarse por los avatares del PIB como brújula del progreso, el objetivo sería hacer crecer la Felicidad Bruta Interna (FIB). La FIB intenta, a partir de un cuestionario, sustraer nueve dimensiones que de alguna manera tocan este elusivo concepto. A saber: bienestar psicológico, salud, uso del tiempo, educación, diversidad cultural, gobernanza, vitalidad comunitaria, diversidad ecológica y estándar de vida. Siendo Bután la cuna de esta entelequia hippie, decenas de expertos se reunieron allí en 2011 para analizar la experiencia y trazar una estrategia global de convergencia hacia un mundo más feliz. Además de un conjunto de obviedades, concluyeron que los países invierten mucho para medir el PIB, pero poco para identificar las causas de la mala salud, la caída de la confianza social y la degradación ambiental. En este último caso, podrían haber empezado por no viajar y discutirlo por Zoom. Pero bueno, no por intrascendente este concilio fue irrelevante. En efecto, contribuyó a reposicionar el tema dentro de la agenda de los países con influencia en los procesos de transformación global. Ese mismo año, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos comenzó a publicar el Índice para una Vida Mejor. Al año siguiente, Naciones Unidas publicó el primer Reporte de felicidad mundial.
Todo sobre mi madre
Si pensabas que con tus plantas de marihuana contribuías al crecimiento, no es así. La medición tradicional del PIB tampoco considera la producción que realizamos puertas adentro. Lamentablemente, el problema no es la planta de marihuana, o la albahaca que tantas veces muere y resucita. El problema es más serio. El mismo trabajo puede ser remunerado o no, dependiendo de dónde se realiza, y donde se realiza en general revela quién lo realiza. “Si un hombre se casa con su ama de llaves, el PIB cae. Si pone a su madre en una casa de salud, el PIB vuelve a crecer”. La misma tarea, doméstica o de cuidados, pasa de ser remunerada a no serlo. Este es un chiste tan sexista como ilustrativo del problema: el PIB es ciego a demasiadas cosas. Lamentablemente, que se remunere o no muchas veces pauta si importa o no; pero importa, y mucho. No sólo por lo que implica, que es lo más grave, sino por la magnitud de lo que se ignora. La periodista sueca Katrine Marcal escribió un excelente libro sobre esta problemática: ¿Quién le hacia la cena a Adam Smith? Una historia de las mujeres y la economía. Por tonto que parezca, una de las preguntas fundamentales para la economía es cómo llega la comida a la mesa. Se requiere la coordinación de un sinfín de acciones, que involucran a un sinfín de personas, con un sinfín de motivaciones, deseos y restricciones. O en palabras de Smith, “no es por la benevolencia del carnicero, del cervecero y del panadero que podemos contar con nuestra cena, sino por su propio interés”. Con la ayuda de una mano invisible, esta compleja cadena de personas automotivadas detrás de su propio interés es la que pone la comida en la mesa. Sin embargo, para Marcal esa respuesta es parcial. Lo que tenía Smith de brillante no lo tenía de independiente: el padre de la economía moderna vivió la mayor parte de su vida con su madre. Sin embargo, se olvidó de ella al contestar su pregunta. Su cena no terminaba en la mesa por el interés personal del carnicero, terminaba en su mesa por una fuerza altruista extraña a la concepción tradicional de la economía: el amor. En particular, el amor de su madre, que le hacía la carne a punto, como le gustaba. También la pareja del carnicero, la madre del cervecero, y la hermana del panadero eran responsables indirectas del delivery de Smith. Esta es la tesis del libro de Marcal: al olvidarse de su madre, Smith invisibilizó a la mujer y la economía a su verdadero soporte. Sin ella, Smith no habría podido dedicar su tiempo a establecer las bases científicas de la economía. Para la autora, el “trabajo de la mujer no era una actividad económica, sino simplemente una extensión lógica de su naturaleza bondadosa”. “La mujer, por medio del cuidado y la empatía, daba sentido al esfuerzo del hombre como mano de obra. Esa era su función económica”. Es sobre ese trabajo invisible que se monta la “economía que importa”, la de mercado, la que se cuantifica. El trabajo de la mujer se considera una “infraestructura invisible e indeleble”. Por suerte, varios países han orientado esfuerzos a corregir esta situación, incluido el nuestro. Semanas atrás, ONU Mujeres presentó El aporte económico de las mujeres en Uruguay, documento elaborado por Soledad Salvador y coordinado por Magdalena Furtado (que citó a Mercal en su presentación).3 Según la investigación, las mujeres dedican dos tercios de su tiempo al trabajo no remunerado, el doble que los hombres. Esa dedicación aumenta a medida que cae el tamaño de la localidad, el nivel educativo y el estrato de ingresos del hogar. Al valorizarlo, la contribución de las mujeres al PIB asciende a 16,3% (datos a 2013). Esto significa que su aporte a la economía supera el de comercio, restaurantes y hoteles, construcción, industria manufacturera y la suma de los sectores vinculados a cuidados (enseñanza, servicios sociales, de salud, personales y domésticos). De hecho, “la contribución que realizan las mujeres al trabajo remunerado (39%) es superior a la que realizan los hombres al trabajo no remunerado (29%)”.
En síntesis, son muchos los cuestionamientos en torno al lugar de privilegio que ocupa el PIB como medida de la salud y éxito económico de una nación. Pese a ello, todavía no hemos logrado internalizarlos adecuadamente, aunque de a poco vamos avanzando. A nivel doméstico, la contribución reciente de ONU Mujeres es muestra de ello. ¿Qué podemos hacer hacia adelante? Simplificando, podríamos pensar en dos grandes estrategias. La primera supondría continuar apoyándonos en la medida tradicional del PIB, pero profundizar esfuerzos para dar cuenta de lo “malo” y de lo “bueno”. Las contribuciones intelectuales acumuladas en los últimos años permiten cuantificar cosas que antes no se podían, derribando algunos de los muros metodológicos del pasado. La segunda supondría descartar el PIB y apostar a nuevos indicadores capaces de recoger todas las dimensiones relevantes. Menos extremo, podríamos jerarquizar el papel de otros indicadores alternativos ya maduros. Independientemente del camino, los tiempos cambian y cada vez es más costoso arrastrar nuestro fetiche con el PIB.