Economía Ingresá
Economía

Mujeres del barrio 1 de Mayo, que participan del Plan Juntos. (archivo, marzo de 2014)

Foto: Sandro Pereyra

La pobreza: ¿una cuestión de actitud?

10 minutos de lectura
Contenido exclusivo con tu suscripción de pago
Contenido no disponible con tu suscripción actual
Exclusivo para suscripción digital de pago
Actualizá tu suscripción para tener acceso ilimitado a todos los contenidos del sitio
Para acceder a todos los contenidos de manera ilimitada
Exclusivo para suscripción digital de pago
Para acceder a todos los contenidos del sitio
Si ya tenés una cuenta
Te queda 1 artículo gratuito
Este es tu último artículo gratuito
Nuestro periodismo depende de vos
Nuestro periodismo depende de vos
Si ya tenés una cuenta
Registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes
Este audio es una característica exclusiva de la suscripción digital.
Escuchá este artículo

Tu navegador no soporta audios HTML5.

Tu navegador no soporta audios HTML5.

Leído por Andrés Alba.
Llegaste al límite de artículos gratuitos
Nuestro periodismo depende de vos
Para seguir leyendo ingresá o suscribite
Si ya tenés una cuenta
o registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes

Editar

En la última semana diversos medios de prensa hicieron referencia a declaraciones realizadas por el ministro de Desarrollo Social, Pablo Bartol, quien afirmó que para reducir la pobreza y la vulnerabilidad es necesario “ayudar a un cambio de actitud”. La idea resume mucho el diagnóstico de quien hoy lidera el ministerio que tiene entre sus principales cometidos el diseño, la ejecución y la evaluación de las políticas sociales, y entre sus prioridades atender los problemas de pobreza y vulnerabilidad. El tema cobra particular relevancia considerando el reciente incremento de la pobreza, su incidencia entre los menores de edad, y el protagonismo que adquirieron las políticas para revertir esta situación.

Como investigador del Equipo de Desigualdad y Pobreza de la Universidad de la República, me pregunto si existe evidencia suficiente para atribuir el origen de la pobreza y su persistencia a la falta de actitud de las personas. La interrogante es pertinente. Por un lado, estas afirmaciones implican desconocer otras condiciones estructurales que enfrentan estos hogares. Por otro, cobran relevancia en un contexto en que se enfatiza sobre la necesidad de formular políticas públicas basadas en evidencia, bajo la premisa de que disponer de estudios previos, rigurosos y sistemáticos permitirá lograr intervenciones más efectivas (que cumplan con su objetivo) y que sean eficientes en el uso de los recursos públicos.1

Con estas preocupaciones como trasfondo, me propongo repasar si las afirmaciones del ministro son respaldadas por los estudios disponibles, es decir, si su diagnóstico de partida es consistente. Y adelanto que quien escribe lo hace desde un lugar que concibe la ciencia como una construcción colectiva acumulativa, la cual tiene mucho por avanzar para comprender integralmente estos temas.

Un problema de diagnóstico

El ministro parte de la idea de que la pobreza y los bajos ingresos tienen su origen en un problema de actitud, que genera problemas de relacionamiento con el mundo laboral. A esto se le suma la falta de algunas habilidades, capacidades y entrenamiento adecuado, condiciones necesarias para el éxito en el mercado laboral. La idea de que la pobreza tiene su origen en un problema de actitud hacia el trabajo (las personas pobres no quieren trabajar) o la educación (ni estudian ni trabajan), o más en general el esfuerzo, no es original. De hecho, ha motivado el estudio de distintas disciplinas, generando controversias y acalorados debates.2

Sin embargo, hasta donde alcanza mi conocimiento no hay una agenda de investigación que aborde de forma sistemática el tema de las actitudes hacia el trabajo de las personas que viven en situación de pobreza en Uruguay, pero lo más relevante es que no existe evidencia que haya demostrado convincentemente que el origen de sus privaciones se explique por la falta de actitud.

Esto no implica descartar que existan casos puntuales en los que haya un problema de actitud. El punto es que, si la política pública debe estar basada en evidencia, los estudios disponibles no avalan que los esfuerzos para evitar la pobreza deban partir de este diagnóstico. Afortunadamente, algunos de estos temas han recibido una creciente atención dentro de la comunidad académica internacional y nacional, y es a partir de ella que propongo aportar algunos elementos al debate, apoyado fundamentalmente en la disciplina económica.

¿Dónde compro un kilo de actitud?

Recientemente la economía ha prestado creciente atención a aspectos comportamentales y psicológicos para comprender las decisiones económicas de los individuos en distintas esferas de la vida. Muchos de estos estudios demuestran que las personas tenemos distintos gustos, hábitos, normas, costumbres y parámetros comportamentales que guían nuestras decisiones cotidianas; cómo asignamos nuestro tiempo, cuánto nos esforzamos y cuánto colaboramos con otros.

Esta evidencia sugiere que podemos tener sesgos que nos lleven a tomar decisiones que en ocasiones no sean consistentes con la mejora de nuestro bienestar individual (o colectivo), lo cual en ocasiones es utilizado para fundamentar intervenciones de política pública.3

Aquí es importante subrayar que estos fundamentos del comportamiento no son elegidos libremente por las personas. Entre los factores explicativos se identifica la transmisión familiar, el contexto social o barrial, factores demográficos, argumentos biológicos y factores más generales o de la sociedad toda, como las desigualdades económicas y sociales, las características de las instituciones, la cultura y los medios de comunicación. Varios estudios previos sugieren diferencias en algunos de estos fundamentos del comportamiento individual ‒según sexo, edad o aspectos socioeconómicos‒. Por ejemplo, hay evidencia consistente para las preferencias por el riesgo, el gusto por el consumo presente o el altruismo. Sin embargo, estos estudios no respaldan la idea de que estos aspectos comportamentales sean la causa que da origen a la pobreza.

Algunos problemas menos visibles de la pobreza

Un elemento central para comprender el problema radica en que las decisiones individuales y la dotación de recursos no se pueden comprender de forma aislada, y su vínculo es por demás complejo. El libro de Mullainathan y Shafir (2013) recoge una variada y contundente evidencia que sugiere que, ante situaciones de escasez o pobreza, las personas tendemos a tomar peores decisiones.

Pensemos, por ejemplo, en una jefa o jefe de hogar que enfrenta una enfermedad que le impide trabajar circunstancialmente. Esto le genera incertidumbre sobre si podrá alimentar a su familia o afrontar el pago del alquiler atrasado antes del desalojo. Estas preocupaciones cobrarán vital importancia incluso aunque no se concrete el desalojo o se hagan realidad las privaciones alimentarias, con efectos adversos en otros aspectos de la vida y en particular en las decisiones sobre consumo, ahorro, educación de sus hijos, etcétera.4

El ejemplo ilustra que las situaciones de escasez afectan las decisiones por dos canales. Primero, a través de la incertidumbre que enfrentan las personas ante el riesgo extremo de no contar con recursos suficientes para satisfacer sus necesidades básicas. Segundo, bajo estas circunstancias las personas deben tomar un conjunto de microdecisiones financieras y optar permanentemente entre gastos alternativos que perciben igualmente importantes. Este estado de tensión permanente –que incluso se manifiesta sin incertidumbre– genera un desgaste emocional y lleva al límite la capacidad cognitiva, afectando la toma de decisiones. En este sentido, se podría decir que las privaciones materiales y la escasez podrían conducir a que los hogares tomen decisiones que no los ayudan a salir de su situación de pobreza.

Nuestra capacidad de procesamiento para tomar decisiones (capacidad cognitiva) no es ilimitada, y la toma de decisiones ante situaciones de escasez insume mucho del “ancho de banda”, desplazando la disponibilidad para otras tareas relevantes.

¿Soy pobre porque tomo malas decisiones, o tomo malas decisiones porque soy pobre?

Una pregunta relevante es qué causa qué: si las malas decisiones llevan a la pobreza o es la escasez la que impide tomar mejores decisiones. En su libro, Mullainathan y Shafir respaldan la segunda idea. Es decir, que el origen está en la escasez (o privación relativa), la cual podría generar un mecanismo adicional de persistencia de la pobreza. La idea es sencilla (aunque difícil de demostrar empíricamente). Nuestra capacidad de procesamiento para tomar decisiones (capacidad cognitiva) no es ilimitada, y la toma de decisiones ante situaciones de escasez insume mucho del “ancho de banda”, desplazando la disponibilidad para otras tareas relevantes.

En consecuencia, la preocupación por la escasez de recursos, en promedio, conduce a tomar peores decisiones y afecta negativamente nuestra productividad en diversos ámbitos. Aquí hay dos aprendizajes relevantes. En primer lugar, esto no es una particularidad de las personas que circunstancialmente enfrentan situaciones de pobreza. Para ser más claros, los estudios previos sugieren que si una persona que habitualmente no enfrenta privaciones (por ejemplo, alguien perteneciente a la clase media) se enfrentara a la misma situación de escasez, tendría los mismos problemas en la toma de decisiones.

En segundo lugar, los autores sugieren que levantar las restricciones en el acceso a recursos –por ejemplo, mediante transferencias monetarias o políticas activas de salario mínimo– podría ser una medida que mitigara los efectos no deseados de la escasez en la toma de decisiones y que mejorara, incluso, la productividad en las tareas que las personas realizan en su hogar o su trabajo. Este gasto (o inversión) no sólo podría contribuir a revertir las situaciones de pobreza persistente, sino que también mejoraría la eficiencia de la asignación de recursos.

Es pertinente mencionar que la evidencia sobre los efectos de los programas de transferencias en estos aspectos es aún incipiente.5 El estudio de Mani y Lichand (2020) demuestra que en los hogares que se encuentran en extrema pobreza en Brasil, sus integrantes enfrentan una mayor presión en su capacidad para tomar decisiones cuanto más distante es el día del cobro del programa de transferencias Bolsa Familia y la situación de escasez que esto genera.

Otro punto que es necesario subrayar es que la capacidad de tomar decisiones en situación de pobreza se ve afectada por otros mecanismos no asociados a las situaciones de escasez o privación de recursos, entre los que se destacan los problemas de nutrición, la privación del sueño o dolores físicos, entre otros.6

Fue sin querer queriendo

Centrar el debate público en los problemas de actitud como la causa de la pobreza puede tener efectos no deseados, que si bien son más difíciles de medir que el déficit fiscal, no se deberían desconocer. Una primera consecuencia es que, además de enfrentar situaciones de privación y vulnerabilidad, está población puede enfrentar situaciones de estigmatización, es decir, ser señalada como responsable de su situación por ser holgazana (cuando, insisto, no hay evidencia al respecto).

Esto podría tener consecuencias directas en el bienestar de esa población que enfrenta la carga de este señalamiento (por ejemplo, con datos del Estudio Longitudinal del Bienestar en Uruguay para 2016, 50% de los encuestados afirma que la gente que no es pobre hace sentir mal a los pobres). Pero, además, puede afectar negativamente la eficiencia de los programas de transferencias, generando menores niveles de adhesión/solicitud de beneficios (como sugieren algunos trabajos para Estados Unidos y Reino Unido, donde los potenciales beneficiarios no se postulan a esos programas para evitar el señalamiento)7 o alterar las oportunidades de empleo a través de la discriminación en el mercado de trabajo.

En este momento en que la actividad económica se redujo por la pandemia y hay pérdidas de puestos de trabajo y restricciones a la movilidad, parece al menos desacertado atribuir el origen de la pobreza a problemas de actitud hacia el trabajo.

El diagnóstico y su contexto

Finalmente, una particularidad es el contexto en el cual surge este diagnóstico. A fines de marzo, el Instituto Nacional de Estadística (INE) publicó las estadísticas de pobreza monetaria, que muestran que en 2020 este indicador se situó en 11,3%, lo que equivale a que cerca de 100.000 personas más se encuentran en situación de pobreza con respecto a 2020. En este momento en que la actividad económica se redujo por la pandemia y hay pérdidas de puestos de trabajo y restricciones a la movilidad, parece al menos desacertado atribuir el origen de la pobreza a problemas de actitud hacia el trabajo.

La mayoría de los hogares en situación de pobreza reciente, en muchos casos, enfrentaban vulnerabilidades previas, y su pérdida de ingresos parece responder en mayor medida a problemas de demanda o a las restricciones que implica la menor movilidad, antes que a la falta de actitud hacia el trabajo.

Independientemente de la coyuntura, es necesario remarcar que más de 50% de las personas en situación de pobreza son menores de 18 años (los niños menores de seis años son 21,3% de las personas pobres, y los ubicados en el rango de seis a 12 años, 20,6% [INE, 2021]).

Este fenómeno no es reciente, nos interpela como sociedad y cuestiona firmemente aquellas visiones que depositan la responsabilidad de la pobreza en los pobres. Retomando el diagnóstico, en esta población no parece lógico recurrir al fundamento de la actitud hacia el trabajo. En una sociedad que se presume democrática y se preocupa por las oportunidades de sus jóvenes, se deberían desarrollar políticas públicas para revertir su situación de desventaja. Si la preocupación son consideraciones de eficiencia del gasto, una abundantísima literatura demuestra que la inversión en esta etapa de la vida es central para el desarrollo de las habilidades cognitivas y no cognitivas, esenciales (entre otras cosas) para el éxito futuro en el mercado de trabajo.

Que no quede en el tintero

Los aspectos comportamentales de la pobreza que se repasan en esta nota tienen como objetivo dialogar con el diagnóstico del ministro, que a mi entender no se sostiene en evidencia. Quiero enfatizar además que esta revisión no implica asumir que estos fundamentos (los comportamentales) sean más relevantes que otras causas explicativas de la pobreza. Por el contrario, busca aportar una mirada más amplia y exponer que la evidencia disponible no permite sacar conclusiones al respecto sin considerar los problemas de acceso a recursos que enfrentan los hogares y las desiguales condiciones de partida.

Uruguay tiene una larga tradición en el estudio de la pobreza, tanto desde una perspectiva monetaria como multidimensional. Por la falta de disponibilidad de datos apropiados, son menos los estudios que han incorporado la dimensión temporal para comprender la persistencia de la pobreza y las situaciones de vulnerabilidad, lo cual es clave para identificar las causas de la pobreza y el mejor diseño de política.

Amartya Sen (premio nobel de economía) concibe la pobreza como la privación de un conjunto de capacidades básicas que impide a los individuos llevar adelante una vida digna. Esto implica un acceso insuficiente a medios (bienes y servicios básicos como alimentos, vestimenta, vivienda, salud, educación) y privaciones en términos de su bienestar (estar bien nutrido, gozar de salud, participar activamente de la sociedad y tener libertad de tomar decisiones).

En tiempos donde la libertad responsable parece ser la prioridad que guía nuestra agenda política, la revisión presentada plantea la interrogante acerca de si todos tenemos las mismas oportunidades reales para poder decidir sobre lo mejor para nuestro bienestar, o sobre lo que tenemos razones para valorar.

Martín Leites es investigador y docente del Instituto de Economía, Facultad de Ciencias Económicas y de Administración, Udelar

Referencias

Besley, T., Coate, S. (1992). “Workfare versus welfare: Incentive arguments for work requirements in poverty-alleviation programs”. The American Economic Review, 82(1), 249-261.

Currie, J. (2004). “The take up of social benefits”. National Bureau of Economic Research. NBER Working Paper No. w10488.

INE 2021. Boletín Técnico del Instituto Nacional de Estadística (Uruguay). Disponible en: www.ine.gub.uy/documents/10181/30913/Pobreza0321/c18681f1-7aa9-4d0a-bd6b-265049f3e26e.

Kremer, M, Rao, G, y Schilbach, F (2019). “Behavioral development economics”, en Handbook of Behavioral Economics - Foundations and Applications 2. Douglas Bernheim, Stefano DellaVigna, David Laibson (eds), volumen 2, North-Holland.

Lichand, G y Mani, A, Cognitive Droughts (2020). University of Zurich, Department of Economics, Working Paper No. 341, Disponible en: ssrn.com/abstract=3540149 or http://dx.doi.org/10.2139/ssrn.3540149

Mani, A, Mullainathan, S, Shafir, E, Zhao, J (2013). “Poverty Impedes Cognitive Function”, Science, 341: 976-980.

Moffitt, R (1983). “An Economic Model of Welfare Stigma”. The American Economic Review, 73(5), 1023-1035.

Mullainathan, S, Shafir, E (2013). Scarcity: The New Science of Having Less and How It Defines our Lives, Picador: New York.


  1. Utilizar la evidencia para la formulación de políticas es un criterio tan básico que seguramente reciba el apoyo de una mayoría. Sin embargo, llevarlo a la práctica de manera consistente no es una tarea sencilla en el contexto de las economías en desarrollo, entre otras cosas requiere la producción de información, el acceso y generación de conocimiento, la acumulación de cuadros técnicos y académicos, capacidad institucional, la consistencia intertemporal de las políticas. 

  2. Por citar un ejemplo, estos argumentos estuvieron presentes cuando se implementaron las leyes de pobres de Inglaterra en la época medieval. 

  3. Una referencia muy útil es el capítulo de Kremer, Rao y Schilbach titulado “Behavioral development economics”. 

  4. Ejemplo utilizado en el trabajo de Mani y Lichand (2020). 

  5. No es objetivo de esta nota discutir los impactos de las transferencias en otros aspectos del bienestar en Uruguay. 

  6. Por una revisión, ver Schilbach, Schofield y Mullainathan (2013). Otros factores que han sido estudiados son el estrés y la depresión, pero han recibido menor respaldo de la evidencia. 

  7. Ver por ejemplo los trabajos de Currie (2004), Besley y Coate (1992), Moffit (1983). 

¿Tenés algún aporte para hacer?

Valoramos cualquier aporte aclaratorio que quieras realizar sobre el artículo que acabás de leer, podés hacerlo completando este formulario.

¿Te interesa la economía?
Suscribite y recibí la newsletter de Economía en tu email.
Suscribite
¿Te interesa la economía?
Recibí la newsletter de Economía en tu email todos los lunes.
Recibir
Este artículo está guardado para leer después en tu lista de lectura
¿Terminaste de leerlo?
Guardaste este artículo como favorito en tu lista de lectura