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Foto: Camilo dos Santos (archivo).

La regulación de los fondos ganaderos: el ahorro público es una vaca sagrada

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Los negocios realizados están más cercanos a las lógicas de inversión financiera que a los contratos de servicio de capitalización de ganado, y por lo tanto deberían estar rigurosamente regulados.

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Leído por Andrés Alba.
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La implosión de algunos de los “fondos” ganaderos de inversión dispara interesantes debates en torno a la conexión que existe entre ahorro público, regulación de valores, crédito público, inversión privada y márgenes de rentabilidad de negocios productivos, por oposición a la inversión en instrumentos puramente financieros. Adicionalmente, la situación de los fondos impacta como una metralla en la cadena de pagos, de sueldos, de contratos vigentes, remates y de ingreso de divisas al país. Las pérdidas, según trascendidos preliminarmente verificados, ascenderían a cientos de millones de dólares.

Pero ¿por qué en todos los casos que se hicieron públicos se ha decidido denunciar penalmente a directores, administradores de hecho o accionistas mayoritarios? Repasemos este punto a la luz de la legislación administrativa que el Banco Central del Uruguay (BCU) pudo haber aplicado y los vacíos jurídicos y político-criminales que existen en el derecho penal uruguayo frente a la criminalización de delitos de cuello blanco.

¿No es mejor prevenir?

En primer lugar, hay algo que decir en torno a las formas jurídicas. En términos generales, es claro que la captación de ahorro público está regulada por la Ley de Mercado de Valores (LMV) y otros instrumentos regulatorios, y si bien en Uruguay la Superintendencia Administrativa de Servicios Financieros tiene un rol de control sobre distintos agentes regulados, se entiende que este tipo de operaciones, al estar explícitamente tipificadas como contratos de arrendamiento típicos –puntualmente, y por ejemplo, de capitalización de ganado–, no ingresan en la regulación de colocaciones de valores y, por tanto, no deben cumplir con un conjunto de deberes fiduciarios y de transparencia que permiten conocer y controlar la arquitectura del negocio.

El problema es que, con distinta gravedad, en las tres firmas que fueron cuestionadas parecería darse un común denominador: que los ganados no están asignados a los inversores –arrendadores de servicios– y que, por tanto, lejos de tratarse de una contratación de servicio, el negocio subyacente parecería ser, lisa y llanamente, la compra de un activo financiarizado y contra rendimiento fijo. Todo lo cual, en objeto y precio, atenta contra la lógica de un contrato de servicio de capitalización de ganado y lo acerca a las lógicas de una inversión financiera, que sí debería estar rigurosamente regulada, al menos en las condiciones mínimas de la oferta privada y la selección calificada del perfil inversor abarcado por esa oferta. Ante una eventual pérdida millonaria en un área sensible de nuestra economía, parece evidente que no hubo inteligencia financiera sobre el diseño y ejecución de estas operaciones masivamente publicitadas, incluso, en nuestras carreteras nacionales. Dicha omisión parece flagrante e incuestionable. ¿No era mejor prevenir con esquemas regulatorios eficientes que protegieran el prestigio del negocio ganadero?

Qué lamentar...

En segundo lugar, hay algo que decir en torno a las formas jurídicas de los delitos que se han manejado. Estas operaciones parecerían mantenerse sobre un esquema de confianza ciega e ingreso permanente de inversores para pagar intereses fijos. Sin que se pueda afirmar que lo sea, en la jerga financiera presenta un aire de familia con las estructuras piramidales, sin perjuicio de que, cabe resaltarlo, no consta la existencia pública de beneficios o bonificaciones para aquellos inversores que pudiesen atraer a otros jugadores interesados. Pero el hecho de que el negocio real subyacente no asegure el pago del interés, sino precisamente el ingreso de capital fresco, proyecta la imagen de dichas estructuras, más allá de la sofisticación contractual de cada caso. En ese caso es que podría discutirse la eventual configuración de un delito de estafa, a la luz del cierto montaje espectacular que, en lo propagandístico del negocio, algunas firmas han hecho, filmando vacas propias y –hasta tal vez– ajenas, remitiendo reportes de cuya precisión hoy se duda o hasta quizás falsificando documentos de titularidad de ganado, todo lo cual debe ser debidamente investigado. Fuera de la mencionada hipótesis delictiva, podría pretenderse que otras conductas sean segmentadas en la figura de apropiación indebida y hasta abigeato. Todo, de golpe, parece estar en entredicho.

Lo cierto es que no existe, en Uruguay, un derecho penal del mercado de valores, como tampoco existe un derecho penal societario y prácticamente una regulación integral penalmente sancionatoria de conductas sofisticadas pero reprochables, ejecutadas por agentes calificados de la economía. Ese rasgo, lejos de ser una valoración negativa o positiva, es una constatación empírica. Al punto tal que las pocas y escandalosas reformas de derogación de delitos que se han practicado en los últimos años estuvieron relacionadas, precisamente, con figuras que permitían amplificar la responsabilidad penal de directores de sociedades anónimas. En todo caso, puede que logre demostrarse que estas pérdidas de 800 millones de dólares sean penalmente atípicas y que la agobiante y sabanera vía concursal o su remoto incidente de culpabilidad con responsabilidad patrimonial personal terminen siendo la solución procesal apropiada para dirimir el conflicto. ¿No era mejor tener instrumentos penales eficientes para desalentar posibles esquemas piramidales sobre áreas cardinales de nuestra economía?

Zona liberada para... ¿contratar?

En los regímenes penales occidentales es habitual que ciertas conductas destinadas a crear esquemas piramidales de cuestionable sustancia real se encuentren abarcadas en figuras delictivas concretas y con un discurso institucional fuertemente orientado a la prevención y protección de los negocios privados relacionados con el interés nacional de la economía. Por ejemplo, es lo que ocurre con el negocio de captación de ahorro público sin autorización del ente regulador, asignatura en la que la Security Exchange Comission de Estados Unidos promueve políticas claras, exigentes y punitivas y también ordena las discusiones técnicas de vanguardia sobre qué tipo de instrumento de inversión debe estar bajo regulación estatal.

Parecería estar claro que, más allá de la posible discusión en torno a la competitividad de nuestro aparato productivo rural, los riesgos y costos de producción que soporta el negocio ganadero, en los casos comentados los contratos daban la impresión de estar flotando ya sin contacto con la “economía real”, y, de confirmarse, la inexistencia de ganado a nombre de los inversores sería un indicador de que, en el fondo, lo que venía girando era una operación financiera con depósitos frescos sin rentabilidad sustancial subyacente. En tal caso, se estaría ante un punto ciego donde lo que se engordó fue una rueda financiera que terminó pedaleando en el aire y lastimando el prestigio de una vertical fundamental de nuestra economía, el esfuerzo de tantos productores y, por supuesto, el ahorro de miles de uruguayos. En toda economía los “puntos ciegos” terminan siendo terreno fértil para desnaturalizar negocios, con las consecuencias nocivas que estas conductas tienen para la confianza, expectativas y productividad de una economía. Los apóstoles de la desregulación de los intercambios negociables en todos los escenarios e interacciones y los sacerdotes de las ruedas financieras artificiales deben estar sintiendo la dura cornada de la realidad.

En esta contribución intenté plantear los complejos problemas que trae la reflexión sobre las múltiples facetas de la regulación de los negocios privados, siempre considerando el magro panorama de la inversión privada en Uruguay, que tanto requiere estímulos seguros. Sin caer en oportunismos, creo que es importante discutir cuál es la política económica, regulatoria y penal a diseñar para impulsar la inversión privada de forma segura en negocios reales. El ahorro público es una vaca sagrada y no sólo “un problema de privados”.

Rodrigo Rey es abogado.

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