Incluso antes de que el presidente estadounidense, Donald Trump, lanzara su asalto a la economía global, esta se enfrentaba no sólo a una crisis estructural, sino a un colapso de los valores que alguna vez justificaron y guiaron la cooperación internacional. La retracción del multilateralismo refleja no sólo instituciones debilitadas y tensiones geopolíticas, sino también una pérdida de principios compartidos para la cooperación internacional y un cambio hacia el unilateralismo, la diplomacia transaccional y el nacionalismo de suma cero.
Las fuerzas políticas de extrema derecha han acelerado esta erosión, convirtiendo en objeto de burla ideales como la igualdad de género, la justicia climática y los derechos de las poblaciones indígenas. Esta retórica de guerra cultural está socavando los fundamentos éticos tanto de la democracia como de la cooperación global, y la reacción populista contra la solidaridad y la responsabilidad compartida se está extendiendo al ámbito internacional. A medida que el nacionalismo desplaza al multilateralismo, la cooperación internacional pierde su dirección moral.
Por otra parte, como advirtió Hannah Arendt, la ausencia de valores compartidos erosiona la capacidad humana de juicio y abre la puerta al autoritarismo. La confianza se derrumba, la cooperación se vuelve puramente transaccional y la inestabilidad se convierte en la norma. La gobernanza internacional se vuelve frágil; la diplomacia, coercitiva. La percepción de injusticia e ineficacia alimenta el resentimiento y la resistencia. Un orden mundial impulsado únicamente por la geopolítica y por nociones cada vez más amplias de seguridad nacional engendra inevitablemente el cortoplacismo, ahonda las divisiones y aumenta las posibilidades de conflictos graves. Ningún actor, por poderoso que sea, está aislado de estos riesgos.
Sin embargo, reconstruir la gobernanza económica global no puede significar simplemente restaurar el pasado. Si bien el orden de posguerra incorporó ideales comunes como la dignidad humana y la solidaridad en sus documentos fundacionales (empezando por la Carta de las Naciones Unidas), también reflejó –y alimentó– los desequilibrios de poder de su época. Cualquier sistema nuevo debe basarse en el cuidado, la solidaridad, la igualdad soberana y la gestión ecológica, lo que también implica actualizar los marcos previos para satisfacer las necesidades actuales y garantizar una representación más amplia.
Establecer un nuevo sistema basado en valores no es utópico; es estratégicamente necesario. Las instituciones que son percibidas como justas son más resilientes y tienen más probabilidades de lograr una amplia aceptación, lo que resulta crucial cuando nuestros mayores desafíos requieren una acción coordinada a escala global.
Asimismo, el capital reputacional es más importante que nunca. En un mundo multipolar, la influencia depende de la legitimidad. Lograr prosperidad inclusiva, cohesión social y la provisión adecuada de bienes públicos (ya sean globales, regionales, nacionales o locales) es esencial para el bienestar y la resiliencia a largo plazo. Combatir el hambre, la pobreza y la desigualdad no es caridad; es una estrategia sólida.
La equidad, el acceso a la financiación y la distribución de tecnología verde serán preocupaciones centrales cuando los países traten de transformar sus economías para cumplir los objetivos climáticos. En ausencia de normas globales que orienten la política industrial en una dirección sostenible, estas transiciones corren el riesgo de reproducir viejas jerarquías y dependencias. La reforma del sistema de comercio internacional –que en la actualidad es profundamente regresivo, con flujos netos desde el Sur global hacia el Norte global– consiste en lograr una transición verde que evite los escollos de un orden mundial configurado por y para el beneficio de unos pocos.
La historia nos ofrece lecciones en este sentido. Las instituciones de Bretton Woods y los primeros marcos comerciales (como el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio) surgieron de la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial, cuando los líderes reconocieron la necesidad de una cooperación anclada en valores, aunque sus esfuerzos fueran desiguales. La Carta de La Habana de 1948 llegó a reclamar el pleno empleo y los derechos laborales (nació muerta, porque Estados Unidos nunca la ratificó).
Pero el giro neoliberal de la década de 1980 trajo consigo la austeridad, la desregulación y el auge de las políticas de ajuste estructural, que frenaron el desarrollo de muchos países, profundizaron la desigualdad y dejaron de lado los derechos laborales y las consideraciones ecológicas. La creación de la Organización Mundial del Comercio, en 1995, reflejó este cambio: aunque prometía equidad y previsibilidad, antepuso la liberalización y la implementación. La reacción popular resultante –desde las protestas de Seattle en 1999 hasta las críticas actuales a las normas comerciales sobre agricultura y propiedad intelectual– puso de manifiesto lo desconectado que estaba el sistema de las prioridades sociales y ecológicas.
A pesar de estos fracasos, los valores fundacionales han perdurado como puntos de referencia morales. Los reformistas, los movimientos de la sociedad civil y muchos líderes siguen invocándolos como puntos de referencia para un orden global alternativo caracterizado por la democratización de la toma de decisiones, el desarrollo sostenible y la justicia climática. No se trata de ideales abstractos. Son herramientas para construir un sistema más eficaz.
Los debates sobre valores son insuficientes. Para garantizar que la arquitectura global refleje y refuerce las normas compartidas, en lugar de socavarlas, las instituciones deben aplicar metódicamente los resultados.
Para avanzar, los valores deben ir acompañados de mecanismos de rendición de cuentas. Esto significa mejorar la supervisión institucional, facilitar una mayor participación de la sociedad civil y crear herramientas para medir el progreso no sólo en términos de PIB, sino también de equidad y bienestar. Los debates sobre estos principios deben integrarse en los foros del mundo real: el G20, que reúne a las principales economías tanto del Sur global como del Norte global; la agrupación BRICS+ de las principales economías emergentes; el proceso de Financiación para el Desarrollo de las Naciones Unidas, incluida la próxima cumbre de Sevilla; y la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, que comienza con la COP30 en Belém do Pará. Y deben ocupar un lugar central en cualquier discusión sobre la reforma del sistema de las Naciones Unidas, incluida la revisión de la Carta.
La fragmentación, la desigualdad y la disfunción no son inevitables. Reflejan opciones. La alternativa a un orden que fracasa no es un giro hacia el nacionalismo o la tecnocracia, sino un nuevo compromiso audaz de los estados, la sociedad civil y el sector privado con los valores que pueden guiarnos a través de la complejidad hacia un orden económico más humano, sostenible y resiliente.
Adriana Abdenur, exasesora especial en asuntos internacionales del presidente brasileño, Luiz Inácio Lula da Silva, es copresidenta del Fondo Mundial para una Nueva Economía. Copyright: Project Syndicate, 2025.