Una obra sin escenarios, luces ni escenografía, que en vez de presentarse en un teatro se traslada por distintos espacios. Un colectivo que piensa esa propuesta artística a partir de ese mundo de clases, timbres, recreos y cantinas: este año Teatro en el Aula (TA) cumple 30 años de promover reflexiones, estimular una actitud crítica y alentar otros espacios de participación, acompañando a varias generaciones de estudiantes. Así, TA ha llegado a montar 400 funciones al año, siempre acompañadas por un espacio de intercambio posterior, y habilitando la posibilidad de que un grupo de estudiantes (de tercero a sexto año de secundaria) trabaje con un docente a lo largo de ocho encuentros, para favorecer la libertad y la espontaneidad creativa.
Cada vez que TA visita un centro educativo –o de reclusión, otro ámbito en el que ha desarrollado su trabajo–, propone una obra de 20 minutos, que es seleccionada por los responsables del programa a partir de los contenidos curriculares de literatura de tercero a sexto. Hasta ahora han versionado, entre otros autores, a Molière, Luigi Pirandello, William Shakespeare, Florencio Sánchez, Jacobo Langsner y Tennessee Williams.
Sus directores, los actores Bettina Mondino y Ariel Caldarelli, contaron a la diaria que todo comenzó no hace 30 años, sino hace 35, con una generación de la Escuela Municipal de Arte Dramático –que integraban ambos, así como Franklin Rodríguez y los actores/ músicos Tabaré Rivero y Andrea Davidovics– que en 1982, durante el proceso que condujo al fin de la dictadura, se propuso organizar un grupo de teatro callejero. Apostaron por los géneros del sainete y el gauchesco, por rescatar el “folclore dramático, lo autóctono, que era complejo, porque se trataba de una comedia del arte rioplatense”.
Primero se instalaron en el callejón de la Universidad de la República, y después realizaron giras por diversos barrios, en un momento en el que “no se hacía teatro callejero”. Si bien en aquel mismo año fueron suspendidos por llevar a cabo una puesta de La granada, del argentino Rodolfo Walsh, la propuesta resultó exitosa. Tres años después, Thomas Lowy –entonces director del flamante Departamento de Cultura de la Intendencia de Montevideo, e impulsor de varias y recordadas iniciativas a la salida de la dictadura– los descubrió y le llamó la atención su estética despojada. “Un gaucho era una tela entre las piernas y un pañuelo. Todo lo llevabas en un bolsito, y había una escalerita y un cartel. Esto no se vinculaba con una búsqueda estética, sino con lo que teníamos a mano”, explica Caldarelli.
En aquella oportunidad, Lowy les propuso trasladar la experiencia que estaban desarrollando en las calles a las clases de primaria y secundaria, manteniendo el mismo tipo de tratamiento artístico, pero montando obras que fueran parte de los correspondientes programas. “Y a nosotros nos pareció que justamente Shakespeare tenía ese mismo tratamiento, y que el movimiento elitista de las luces, el silencio y la solemnidad lo alejó de eso. Así que el planteo inicial fue que hubiera una rama que se dedicara a las escuelas y otra a los liceos”, cuenta el actor. Enseguida se trazaron planes piloto, y en 1987 se establecieron los primeros proyectos anuales.
En busca de su actor
Mondino cuenta que les llevó un buen tiempo encontrar a los actores indicados para la propuesta, porque muchos creían que se trataba de algo inviable. “Había resistencia a creer que, en poco tiempo, se pudiera trabajar una herramienta y dejarla en manos de los estudiantes, porque también inauguramos talleres concretos con la finalidad de que ellos aprendieran a elaborar y contar una historia, apuntando a que la experiencia se volviera interesante y pudieran improvisar”, dice, recordando que TA intentó no sólo crear un público cautivado por la magia del teatro, sino también uno que pudiera animarse a dejar de ser público y comprobar que la escena podía ser un espacio accesible. En esa línea de trabajo, optaron por el cuerpo del actor y su manejo histriónico como únicas herramientas para “atrapar al público, y crear un interés suficiente para que se conectara” con esa experiencia.
Acerca de aquellos años iniciales, Caldarelli recuerda que eran muy populares, y que interpretaban canciones del romancero español a cuatro voces. Décadas después, justifica aquella opción por transferir posibilidades de encarar la experiencia teatral, aunque fuera en un nivel de rudimentos básicos, alegando: “Para adueñarte de un violín, tenés que estudiar escalas durante muchos años. Para hacer música podés chiflar: eso es lo que nosotros sostuvimos. Y lo vinculado a la escena era igual: no se trataba de apropiarse de una herramienta, sino de que el teatro de por sí es una herramienta socializante, colectiva, que se puede utilizar para contar historias en conjunto. O sea que no se apropiaban de esa sofisticada herramienta, sino que la empleaban para conectarse entre ellos, hacer trabajos en equipo y transmitir de ese modo cuáles eran sus intereses”.
El cambio del vértigo
Para el director, lo que ha mutado a lo largo de estos 30 años en relación con la experiencia de TA es que los estudiantes se han acostumbrado a ritmos mucho más acelerados, de vértigo, y a focalizar la atención en lapsos más breves, acentuando el “me embolé si redundaste”. Afirma que “esto es clave, y por eso siempre trabajamos el lenguaje visual”.
En cuanto al proceso de montaje de obras, Mondino cuenta que al comienzo habían propuesto un ciclo integrado por tres obras muy distintas. “La idea era que se encontraran con que el teatro no era un bodrio, y que tampoco era para viejos y ricos. Aunque la idea nunca fue tomar a la obra de rehén y forzarla para hacer reír. Por eso era progresivo; en la última etapa la risa estaba totalmente excluida. Y por eso, a esa altura llegabas fácilmente a determinados lugares. Pero, con el tiempo, este ciclo fue deviniendo en que no necesitáramos ‘divertir’ en la primera instancia”.
En cuanto a la elección de los textos, los entrevistados explicaron que juegan muchas variables, entre ellas la posibilidad de resumir la esencia de la trama, que el resultado de ese proceso no requiera más de seis actores, y también cuestiones temáticas. Por ejemplo, Caldarelli comenta que cuando hicieron la obra La prostituta respetuosa, de Jean-Paul Sartre, “que nunca vi versionada, no sabés cómo funcionó. En ese momento le habían pegado a una chica negra, y creo que el éxito brutal también respondía a eso”, dice, en referencia a una puesta en la que se intenta que un negro se convierta en chivo expiatorio de un asesinato. Luego de la selección, y de que los directores estructuren el montaje, se organizan 20 ensayos de cuatro horas cada uno. “El período de ensayo es muy intenso, y la diferencia con las demás obras es que la fecha de estreno ya está coordinada. Hay que llegar, y por eso hay que trabajar mucho. Para los actores es una gimnasia única, porque luego son tres funciones diarias y permanentemente estás cambiando de público, desde La Blanqueada a Nuevo París, desde salones chicos a multiusos. Y realmente ves si los estudiantes están adentro o no, si funciona o no”, acota Mondino.
En lo que tiene que ver con la esencia del programa, Caldarelli señala que durante la dictadura el grupo se preguntaba qué podían hacer para favorecer un clima revolucionario: “Podíamos coordinar esfuerzos y retomar la romántica idea de la revolución, en el sentido que fuera. Y por eso nos interesó pensar en algo para que los gurises desarrollaran su juicio crítico, y que a su vez eso intentara despejar el ruido que tenían en su cabeza. De modo que la esencia es favorecer, fomentar y propiciar instancias de desarrollo de juicio crítico, de introspección y colectivización. Internamente también tratamos de evitar las tiranías desde la puesta, porque un actor convencido es un militante, y un actor obediente es un mercenario”.