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José Enrique Rodó, los unos y los otros

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Editar

El centenario de la muerte de José Enrique Rodó (Montevideo, 1871-Palermo, 1917) avivó la discusión de su obra múltiple y compleja. Pero sus textos casi no se reeditaron. Entre ellos, Ariel (1900) impulsa con su propio perfume algunas respuestas –que estaban en la época y que nos siguen interpelando– sobre el individuo y la muchedumbre en las democracias americanas. Algo enigmáticamente, su prosa densa continúa abriendo la discusión sobre los valores, el pensamiento y la literatura.

Pocos y muchos

Aunque las fotos de la época lo muestran adusto y melancólico, Rodó tenía 28 años cuando, a comienzos de 1900, los libreros Dornaleche y Reyes hicieron imprimir su Ariel. La perseverancia del autor y la eficacia de los correos de entonces se encargaron de difundir por distintos puntos del mundo que hablaba (y leía) en español ese pequeño libro, apenas un folleto muy bien armado, con ancha caja y delicada tipografía. Ariel es un texto inclasificable. Esa misma condición proteica pone en práctica la defensa de la forma como sustancia del pensar y el decir. Por un lado, ficcionaliza una pieza oratoria que el maestro Próspero profiere ante sus mudos discípulos, dividida en seis momentos por blancos tipográficos en la edición; por otro, se puede leer como ensayo o alegato y hasta como relato que contiene varias narraciones.

Arturo Ardao y Gordon Brotherson han demostrado en sus correspondientes estudios que el escritor uruguayo acude más a los personajes de obras escritas por los franceses Ernest Renan y de Alfred Fouillée que a los personajes-símbolos consagrados por William Shakespeare en su drama La tempestad. Rodó convierte a Próspero en un maestro moderno de juventudes; ubica a Ariel como la estatuilla que preside la escena en cuanto símbolo del equilibrio espiritual y la armonía de la belleza; desplaza del centro a Calibán, el “deforme esclavo”, aunque su presencia está implícita en las constantes invectivas contra la vulgaridad, el materialismo y el utilitarismo. De esa forma, como lo señaló hace poco Liliana Weinberg, Ariel instala un nuevo locus amoenus, ya no el que se asocia a los beneficios del ámbito natural, sino el de la representación de la lectura, el del mundo como un libro: un aula, un maestro, un auditorio estudiantil, palabras que comentan textos, que se entretejen con varias fuentes escritas que, por fin, vuelven al mundo porque lo interpretan y lo re-construyen con palabras (“José Enrique Rodó: las distintas modulaciones de la voz del maestro”, México, UNAM, 2017). En otros términos, la redención llega por el bien (y el buen) decir, la actividad filosófica y la enseñanza. Esta idea central tuvo enorme fuerza en distintas partes de América. En México, la obra de Rodó persuadió a los jóvenes ateneístas, como Alfonso Reyes, de que “si el pueblo no puede ir a la escuela, la escuela debe ir al pueblo”. Tan atendido fue el caso y tan bien recibida la modalidad discursiva de Ariel que consiguió una temprana teatralización. En 1908 un profesor y poeta de la promoción anterior, Luis G Urbina, antiguo corresponsal de Rodó, leyó ante sus estudiantes el texto completo en dos sesiones solemnes de la Escuela Nacional Preparatoria de México, utilizando la edición que acababa de salir en Monterrey por iniciativa de los ateneístas y con el financiamiento del gobierno presidido por el padre de Reyes. Por varias cartas el remoto maestro que estaba en Montevideo supo de esta singular apoteosis (José Enrique Rodó en México, Raffaele Cessana, tesis de doctorado. México, UNAM, 2016).

Próspero transmite un mensaje optimista a los jóvenes, defiende la vocación y el idealismo, confía en una ética de individuos conscientes y tolerantes para sostener el edificio de una sociedad democrática, defiende las facultades ennoblecedoras del pensamiento creador, la literatura y el arte. Su discurso se ramifica en un americanismo de tonos hispánicos, al que trata de conciliar con la fuerza de la avasallante cultura francesa de fin de siglo, mientras se aparta del tipo de vida centrado en lo material antes que en lo espiritual que supone triunfante en la América anglosajona. Sus elegidos oyentes (desdoblados: sus lectores) son el laboratorio de esa experiencia de discurso: unos –los selectos– ayudarán a mejorar el mundo y a conducir a otros –la multitud– hacia su progresivo rescate.

La multitud, ese monstruo tan temido por las elites latinoamericanas, será “instrumento de barbarie o de civilización según carezca o no del coeficiente de una alta dirección moral”. Si la idea había recorrido la bibliografía europea hasta decantar en Renan, en el Río de la Plata conocía una posición dominante en Facundo o Civilización y barbarie (1845), de Domingo F Sarmiento. En aquel texto capital se tramó la fuerza de esa “masa anónima” con la aborrecida figura del caudillo Juan Manuel de Rosas, a quien desde su primerísima juventud también Rodó rechazaba como a pocos sujetos que hubieran pisado estas tierras. En diversos textos, Sarmiento había reclamado la presencia de emigrantes europeos y hasta de maestros estadounidenses para superar la pereza inclaudicable de los naturales de la Pampa, a quienes consideraba mayormente aptos para juntarse en bravatas de guerra civil, como formaciones primitivas de la muchedumbre bárbara: la montonera. Medio siglo después, una nueva modalidad de exclusión de los muchos preocupaba a las minorías rioplatenses –Rodó entre ellos–, para las cuales la multitud se tornaba “fuerza ciega” en los europeos pobres que llegaban en aluvión. Una nueva corriente bárbara, ahora proveniente de ultramar, amenazaba el buen gusto de los pocos, descaracterizaba la “comunidad nacional” y la lengua española. La palabra “multitud”, apunta Óscar Terán en Positivismo y nación en la Argentina (Buenos Aires, Puntosur, 1989), era muy frecuente en el léxico novecentista argentino. Con ese término se designaba el conglomerado amorfo de “individuos sin nombre representativo en ningún sentido, sin fisonomía moral propia: el número de la sala de hospital, el hombre de la designación usual en la milicia, ese es su elemento”. La última sentencia corresponde al médico José María Ramos Mejía en Las multitudes argentinas, libro que se publicó en la otra margen del Plata en 1899, en el exacto momento en que Rodó concluía su Ariel. Dado su interés por el tema y el muy difundido estudio de Ramos Mejía sobre Las neurosis de los hombres célebres en la historia argentina (Rosas y su época) (1878), Rodó pudo haber leído estas obras con fruición. En una reseña de Las multitudes argentinas aparecida en la Revista de Derecho, Historia y Letras (1899), José Ingenieros no ahorró una acerba crítica a este libro que ignora la razón de fondo de quien “vive en mala situación material –porque no le está permitido o no es capaz de vivir en una mejor– [y] es el elemento principal de todas las revueltas y revoluciones” (citado por Terán, 1989). Otra fue, a poco de salir esa nota en Buenos Aires, la posición de Rodó, quien en Ariel prefiere conciliar las clases “dentro de la diferenciación progresiva de caracteres, de aptitudes, de méritos, que es la ineludible consecuencia del progreso en el desenvolvimiento social”, y afirma que en esas condiciones “cabe salvar una razonable participación de todos en ciertas ideas y sentimientos fundamentales que mantengan la unidad y el concierto de la vida”.

Espíritu y materia

Amplios fueron los contactos entre la bibliografía y el periodismo uruguayo y argentino durante los años finales del siglo XIX. Ese diálogo incluye la obra de los argentinos Lucio V Mansilla y Eduardo Wilde y de los uruguayos Daniel Muñoz y Carlos María Ramírez, entre tantos otros, y se centra en dos diarios: La Nación de Buenos Aires y el montevideano La Razón. Nombres y órganos que se empalman en el pensamiento de Rodó para continuar reverenciando la “tradición intelectual” de la Revolución de Mayo. “En el [Juan Bautista] Alberdi de los Pensamientos póstumos se pueden ver [...] asomar casi todos los ingredientes de la denuncia ariélica”, dice Carlos Real de Azúa en su breve aunque potente artículo “Ariel, libro porteño” (1971). Ya en la época de la redacción de aquel trabajo, con un amplio conocimiento de los textos de Miguel Cané (hijo) –el único de esa generación con quien tuvo correspondencia–, Rodó pudo prevenirse contra la democracia plebeya, si se toma en cuenta el respeto con que trata a Cané y, también, si se mide el maltrato del escritor argentino a las “instituciones deliberativas y representativas”, extremo al que nunca llega el montevideano.

Rodó se aprovisionó de un amplio sistema de pesas y medidas para cubrir de moderación y tolerancia sus juicios, aunque emanaran de su liberalismo. Cuando se presentó la ocasión supo ser firme en sus convicciones, como lo prueban las páginas de Liberalismo y jacobinismo en el Uruguay (1906) o los artículos en que exalta figuras y prohombres de su Partido Colorado. Ante el más rígido elitismo de la otra orilla del Plata, quizá pudo hallar un contrapeso en las páginas de La Nación, en las que de 1882 a 1893 se difundieron colaboraciones de José Martí. Esta pista no es tan evidente, si bien se sabe que Rodó pensó escribir un largo trabajo sobre el escritor cubano y, como lo comprobamos poco atrás en un catálogo olvidado, tenía en su biblioteca un amplio repertorio de las obras martianas.

Por encima de todo, según notó Real de Azúa, la lectura de dos textos del franco-argentino Paul Groussac debió abrir nuevos caminos para el joven Rodó, hasta cierto punto convergentes con la mirada emancipatoria de Martí: el largo y ameno libro de viajes y memorias Del Plata al Niágara (1897) y el discurso que pronunció al año siguiente, una vez concluida la guerra de Cuba. Es el mismo Groussac que Borges convocará especularmente en el “Poema de los dones” porque, como él, había sido director de la Biblioteca Nacional, escritor cosmopolita y criollo y, como a él, lo afectó la ceguera en los últimos años de su vida. En 1898 Groussac analizó el episodio traumático para España por su aplastante derrota colonial; para los hispanoamericanos, Cuba significó la frustración de los empeños insurreccionales a manos de un nuevo imperialismo, el de Estados Unidos, que se alzó con la parte del león. Leyendo el relato del viaje que Groussac cumplió por el norte de América, Rodó pudo obtener el decepcionante retrato de una sociedad deshumanizada. Hay pasajes gemelos, hasta ahora no advertidos con precisión, como este juicio que figura en Del Plata al Niágara, construido a partir del carácter angloamericano: “Una nación, como un individuo, puede desarrollarse próspera y feliz, sin aspirar a la gloria suprema de ser en la noche de los siglos una de las antorchas que sirvan de guía al resto de la humanidad: bástale para ello encerrarse en su optimismo egoísta, y desechar como un vano juguete todo culto desinteresado e ideal”.

Aquel fragmento tiene su complementario en este otro de Ariel: “Huérfano de tradiciones muy hondas que le orienten, ese pueblo no ha sabido sustituir la idealidad inspiradora del pasado con una alta y desinteresada concepción del porvenir. Vive para la realidad inmediata, del presente, y por ello subordina toda su actividad al egoísmo del bienestar personal y colectivo”.

También por Groussac, insospechado de radicalismo, pudo conocer la mala cara de América del Sur, donde cundía el “desgobierno, la estéril o sangrienta agitación, la desenfrenada anarquía [...]. Dondequiera, por sobre el hacinamiento de los oprimidos: el grupo odioso de los opresores”. La ola admirativa por los progresos de la sociedad estadounidense había sido intensa en el siglo XIX (baste pensar en los escritos de Sarmiento o en los de José Pedro Varela), pero el reflujo empezó al fin de la centuria. El 20 de mayo de 1898 se publicó en el diario porteño El Tiempo un artículo de Rubén Darío, “El triunfo de Calibán”, en el que podría admitirse una deuda con los escritos de Groussac. Darío ataca duramente el American way of life, y subraya las líneas más firmes del intelectual franco-argentino cuando ve a la multitud grosera que va “por sus calles empujándose y rozándose animalmente, a la caza del dollar”. A diferencia de Groussac, el poeta nicaragüense contrapone lo español a lo yanqui, como lo hará poéticamente en la “Oda a Roosevelt”, de Cantos de vida y esperanza (1905). Difícil que Rodó, minucioso lector voraz, ignorara estas imágenes tan próximas; más difícil aun que no conociera la prosa ardiente de “Nuestra América” (1891), de Martí, quien hasta había ocupado un cargo en representación de Uruguay en Nueva York durante la transición que encabezó el general Máximo Tajes hacia la restauración civilista que llevó a Julio Herrera y Obes a la presidencia. Martí mantuvo por ese tiempo una larga correspondencia con su amigo y mentor uruguayo Enrique Estrázulas, correligionario de Rodó aunque fuera de una generación anterior a la suya. Que mucho respetaba.

Síntesis y desvío

En esa atmósfera de ideas y de discusiones nació Ariel; en ella se cimentaron las nociones más arraigadas de su autor sobre América y el destino de su cultura. A diferencia de sus predecesores, en Ariel se evita el léxico que atraviesa sin recatos las páginas citadas. Próspero estigmatiza lo burgués, pero por ningún lado sensatamente se aprecia una defensa de las “clases inferiores”, esas que repugnaban a su admirado Renan, como lo postuló Ardao –uno de sus mejores exégetas– en un artículo de 1971 (“Del Calibán de Renan al Calibán de Rodó”). A favor de la actividad desinteresada, los destinatarios del discurso son los jóvenes sin distinción alguna de grupo o clase social. En su estilo zigzagueante parece escapar a esa aporía, pero para Rodó el conflicto básico está entre quienes protegen los altos fines y los propagandistas de “los peligros de la degeneración democrática, que ahoga bajo la fuerza ciega del número toda noción de calidad”. Todo esto podría conducirlo a la condena de los ignorantes y desposeídos, pero cuando debe apuntar al enemigo de la “alta cultura de las sociedades”, en lugar de escoger al proletario, el campesino, el indio o el esclavo (dos ausencias en Ariel y en toda su obra), Rodó acude al paradigma del burgués de provincias, el personaje del boticario Homais de Madame Bovary, de Gustave Flaubert, “cuyo atributo es el rasero nivelador”. Paralelamente predica a favor de los valores espirituales de las minorías y defiende la sujeción de las masas sólo a la jerarquía moral, “único modo de dominio y su principio en una clasificación racional”.

En otro giro, que deroga toda simplificación, vuelve a apartarse del elitismo raro; tanto del “parnasianismo de estirpe delicada y enferma, a quien un aristocrático desdén de lo presente llevó a la reclusión en lo pasado”, como del “antigualitarismo” de Nietzsche, al que califica de “espíritu reaccionario”. Eso sí, nunca en Ariel se da cita al vocablo “opresión” –un sinónimo que en el texto sólo se aplica a la “tiranía jacobina”–; ninguna amonestación contra los mandones y las plutocracias latinoamericanas; nunca se encontrarán las palabras “explotación” o “miseria”. En cambio, Próspero pronuncia la voz “vulgar” una veintena de veces.

Desde temprano, el idealismo conservador de Ariel y su retracción ante las concretas dificultades políticas y sociales de América despertaron encendidas críticas. Con un poco más de perspectiva, se podría proponer que elegir la episteme de la cultura clásica en cuanto refugio y cuna del destino americano era, para Rodó, el fundamento de una liberación interior de mayores proporciones y alcances, pero también que esa invocación, sus fuentes –mezcladas con una larga lista de textos contemporáneos– y la retórica peculiar de su adornada prosa le otorgaron el mecanismo perfecto para crear un artefacto verbal, capaz de resistir a las presiones de su contexto. En otros planos, tanto en el de la actividad cívica como en la propia escritura, Rodó siempre encaró las demandas de su hora, hasta que, cansado y abatido, cuando se le presentó la oportunidad, se fue para siempre del país que tanto le había importado, del que ya se sentía un poco ajeno, del que morirá tan lejos, y tan solo.

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