Viernes 7 de abril, víspera del comienzo de la Semana de Turismo, liceo 19, en la calle 20 de Febrero, entre la Unión y la Curva de Maroñas, última hora del turno vespertino. Estoy en visita de didáctica a una joven practicante que cursa el último año del profesorado de Historia en el Instituto de Profesores Artigas –IPA). Ese día está enseñando la crisis del siglo XIV para introducir la transición de la Edad Media a la Modernidad. Eligió hacerlo con un fragmento de la película El nombre de la rosa. Entre las computadoras y los celulares, los estudiantes de segundo año de ciclo básico se agrupan de a dos o tres para mirar el fragmento seleccionado y contestar preguntas planteadas por la docente. Son las siete menos cinco de la tarde el turno termina a las siete y cinco. Todos siete y cinco. Todos los estudiantes están trabajando, de la pantalla al cuaderno, discutiendo y escribiendo las respuestas. Sólo un alumno permaneció ajeno al trabajo y otra alumna guardó sus útiles y cerró su mochila antes de que tocara el timbre.
Uno puede preguntarse: ¿a qué estudiante de 13 o 14 años de un barrio de Montevideo puede interesarle la crisis del siglo XIV o la discusión sobre la Poética de Aristóteles? Sin embargo, allí estaban trabajando, concentrados, discutiendo, produciendo sus respuestas.
¿Eso es un buen modelo educativo? No, es sólo una buena práctica. Y claro que una buena práctica no alcanza para catalogar al conjunto; al lado del de esa buena clase, puedo contar ejemplos de otras no tan buenas o francamente inadecuadas. Una golondrina no hace primavera, pero sin golondrinas… Sin las buenas prácticas, cualquier modelo educativo está destinado al fracaso.
Parece que existe un consenso respecto a que la educación no funciona. ¿Lo que hoy no funciona es el modelo o son las prácticas? ¿O las dos cosas? ¿O hay que desplegar una lista mucho más larga?
Que la educación está en crisis es un discurso casi tan antiguo como la propia existencia de los sistemas educativos; siempre fue el punto más criticable de cualquier sistema social, quizá porque trabaja en un escenario de incertidumbre, con una población muy diversa y cambiante. También porque se espera mucho de ella, se le pide a la educación que solucione todo lo que el propio sistema social y político no logra superar y se la responsabiliza de casi todos los males por los que atraviesa la sociedad. ¿Será realmente así?
Hace poco circuló por las redes sociales un video que muestra una especie de carta en la que docentes anónimos les explican a las familias que deben ser ellas, las familias, las responsables de educar, es decir, las que tienen que trasmitir y consolidar saberes y valores básicos como los hábitos sociales de respeto, de convivencia, de higiene, mientras que los docentes están para enseñar matemática, historia, geografía y todas las otras asignaturas. Entonces, la familia educa y la institución enseña. Dicho así, en blanco y negro, suena bastante desacertado, pero algo de sentido tiene el planteo. No se trata de que la educación esté sólo en manos de la familia, pero en buena parte sí debería estar. Tampoco se trata de que las instituciones educativas sólo enseñen y no eduquen, pero sí deben enseñar. Y para que los docentes puedan enseñar tiene que haber estudiantes que quieran aprender.
A veces se desconoce que una cosa es el proceso de enseñar y otra el de aprender; los dos están ontológicamente vinculados, pero responden a sujetos diferentes y ambos implican un componente de voluntad y de esfuerzo. Por muy bueno que sea el profesorado, el estudiantado tiene que poner parte de sí para aprender, tiene que tener cierta disposición hacia el aprendizaje. Quizá la tarea más importante del docente en el momento actual no sea tanto la de enseñarles a quienes quieren aprender, sino la de despertar las ganas, la curiosidad por aprender en aquellos que no la tienen. Como nos enseña el filósofo Philippe Meirieu, tratemos de “dar sed a quienes no quieren beber”.
Para lograr ese objetivo, la enseñanza ¿debe ser entretenida? Yo diría que debe ser interesante, desafiante, ágil, diversa, provocadora, seductora. En un mundo en el que la información está cada vez más disponible y en el que todos nos valemos de las tecnologías para informarnos y averiguar lo que no sabemos, lo sustantivo es promover en los estudiantes las ganas se saber algo, provocar más preguntas que respuestas, despertar la curiosidad. Y luego, enseñarles los caminos y darles las herramientas para que puedan aprender a buscar, seleccionar, interpretar la información y no convertirse en repetidores de esa información.
¿Se necesita un cambio de modelo para esto? No estoy del todo segura. Quizá sí, pero no sólo. Los peores planes educativos pueden funcionar si hay un buen cuerpo docente, si hay instituciones comprometidas y docentes vocacionales, creativos y entusiastas. Claro, es mucho mejor, además, contar con buenos planes, mayor presupuesto, mejores condiciones de trabajo, mejores edificios. Todas son condiciones necesarias, pero ninguna es suficiente por sí sola. Sobre esto no hemos logrado ponernos de acuerdo ni a nivel del profesorado, ni a nivel de las autoridades, ni a nivel del partido de gobierno.
Quizás sea hora de pensar en cómo trabajar en dos tiempos. Por un lado, promoviendo cada vez más las buenas prácticas, atendiendo a los intercambios, a las potencialidades, a las críticas entre los docentes, al trabajo colaborativo, a la formación continua de los profesionales de la educación. Por el otro, haciendo los máximos esfuerzos en la búsqueda de consensos para un nuevo plan nacional, con propuestas concretas, y no solamente con titulares sobre los que podemos acordar. Sabiendo que un nuevo plan nunca va a ser satisfactorio para todos, porque todos tendremos que resignar algo de lo que defendemos y estar abiertos a la posibilidad de que las propuestas de los otros puedan tener algo de positivo, que sume. Los planes en educación tampoco son para toda la vida, porque no sólo el futuro es incierto: el presente también se caracteriza por el dinamismo y el cambio constante; aunque no todo es cambio: también hay permanencias y tradiciones que no se pueden soslayar para aplicar modelos extranjeros que poco tienen que ver con nuestra cultura.
Pero, por favor, tratemos de desinstalar el discurso de que la educación está en crisis, porque es un discurso que no aporta, que no suma, que es recurrente. Y lo peor de todo: a nadie, ni a los estudiantes ni a los docentes, le gusta sentirse parte de un sistema en el que la sociedad no confía, al que critica continuamente y responsabiliza de todos los males.
El sistema está lleno de profesores que, a pesar de las condiciones adversas, trabajan y enseñan con entusiasmo y profesionalismo. Y de estudiantes que son capaces de aprender y están dispuestos a hacerlo, como narramos en el inicio. También están los otros. Pero tratemos de visibilizar lo que hacen los primeros y de contagiar y derramar esas actitudes para entusiasmar a esos otros. Mientras tanto, no demoremos más los cambios de fondo; empecemos a trabajar sobre alguna propuesta concreta que nos permita salir de la crítica y empezar a desarrollar nuevos proyectos.