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Laura Paipó. / Foto: Pablo Vignali (archivo, setiembre de 2015)

Con Laura Paipó, primera fondista y directora ciega de Primaria en Uruguay

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Laura Paipó, maestra de vocación, comenzó a tener problemas de baja visión mientras terminaba sus estudios de magisterio. Vivió diez años sin un diagnóstico certero sobre lo que le causaba este problema, pero no dejó de dar clases. Perdió la visión de forma total a causa de una atrofia en el nervio óptico, lo que generó un antes y un después en su vida. Su esposo, Jorge Albarracín, también ciego, acercó a Laura al mundo del deporte, para que tiempo después se convirtiera en la primera fondista ciega de Uruguay. Paipó es, además, la primera maestra ciega del país en asumir el cargo de directora en el nivel de educación primaria.

–Comenzaste a tener problemas de baja visión cuando estabas terminando tus estudios de magisterio. ¿Cuál fue el diagnóstico y qué cambios implicó en tu vida?

–En aquel momento el diagnóstico fue la posibilidad de un tumor. Después se descartó y se pensó en una esclerosis múltiple. Durante diez años viví con la idea de que iba a dejar de caminar, porque la esclerosis múltiple es una cosa muy seria que te va afectando todo el cuerpo. Durante diez años fui una persona de baja visión, pero seguí trabajando igual. Después de que me recibí, empecé a trabajar en un colegio católico llamado Hermanas Adoratrices, donde trabajé diez años. Además, hacía suplencias en escuelas públicas. Esto fue así hasta que la visión no me permitió seguir, me jubilaron del colegio privado y estuve dos años sin trabajar. Eso fue lo peor que me pudo haberme pasado, sufrí mucho. Siempre digo que no sé qué me dolió más, si la ceguera o no poder trabajar. La ceguera, además, coincidió con mi maternidad. Fueron un montón de cambios juntos. A los dos años de estar sin trabajar, una amiga a la que quiero mucho me dijo: “Yo no te puedo ver más sentada ahí, pintadita, arregladita. Vos no naciste para esto”. Con el incentivo de mis amigos y de mi familia, comencé a hacer rehabilitación en el Centro [de Rehabilitación Tiburcio] Cachón.

–¿Qué papel jugó la rehabilitación?

–Allí me empezaron a decir que tenía que moverme para volver a magisterio. Una compañera ciega, que también estaba en el ámbito de magisterio, me llamó un día y me dijo que necesitaban maestros. Me dijeron que en Primaria había una inspectora nacional de educación especial muy accesible, Teresita González de Tantesio. Me presenté ante ella, le conté mi situación y le pregunté qué debía hacer para reingresar en el organismo. Ella me respondió que no debía hacer nada, y me dije: “¡Soné!” [se ríe]. Luego agregó: “No tenés que hacer nada porque tú nunca dejaste de ser maestra. No tenés que hacer nada para regresar, nunca dejaste de pertenecer a Primaria”. Yo no lo podía creer, me sentía muy contenta. Después, llamó a su secretaria y le indicó que el primer cargo que hubiera en la escuela de discapacitados visuales iba a ser para mí. Yo me hundí en el sillón. Le dije: “Ay, inspectora, pará un poquito, yo todavía no ando sola en la calle”. En ese momento estaba aprendiendo a usar el bastón. Me respondió: “A mí me faltan tantas cosas por aprender, y estoy acá”. Pasó un mes y me llamaron para que fuera a Primaria, porque había un cargo en la escuela 279. Mi padre me llevó hasta el lugar y mi instructora de orientación y movilidad, que es quien enseña a usar el bastón, me fue a buscar y me enseñó el recorrido de la escuela a la parada del ómnibus, para llegar a mi casa. Comencé a trabajar en la escuela hasta las 15.00 y de allí me iba al Cachón a terminar mi rehabilitación. Así lo hice hasta fin de año, cuando la terminé. Al año siguiente tuve la gran suerte de que salió una especialización de la subárea visual. Eso no pasaba desde 1984, y fue la última vez. Increíble. Ese año me becó Primaria, me especialicé en el área visual, y eso me permitió seguir trabajando en la escuela. En 2004 surgió un concurso que hacía muchos años que no se hacía. Concursé entre 26 compañeras de todo el país, quedé en el cuarto lugar y elegí mi escuela. Fui la única ciega, siempre soy la única. Hice el curso de dirección, el año pasado concursé, saqué el primer lugar y este año, en febrero, elegí la efectividad en mi escuela.

–En 1994 iniciaste tu rehabilitación en el Centro Tiburcio Cachón. ¿Qué herramientas te brindaron allí?

–Siempre digo que el Cachón me dio alas. Llegué llorando y diciendo: “¿Por qué tengo que estar acá?”, “¿por qué yo?”, “¿por qué a mí?”; esas preguntas que siempre se hacen. Yo tengo atrofia en el nervio óptico, y cuando empecé a conocer a otras personas con mi problema y con otras patologías de discapacidad visual, me di cuenta de que no se terminaba el mundo ahí, sino que empezaba otra vida. Cuando me dieron el bastón, estuvo meses en una silla junto con la regleta de escribir braille. No quería nada que me identificara con la ceguera. Luego, de a poquito, me di cuenta de que el bastón iba a ser mi herramienta de independencia, entonces empecé a quererlo, a aceptarlo y a integrarlo a mi persona. Después de que aprendí el sistema de escritura, trabajé como profesora del departamento de braille del Cachón, he trabajado en la Unión Nacional de Ciegos del Uruguay, y durante cuatro años también enseñé braille en el Centro Municipal de Florida. Además de ayudarme con el uso del bastón y el braille, en el Cachón también me enseñaron otro tipo de herramientas para el día a día, que también son muy importantes, como por ejemplo, estrategias para acercarme al fuego, entre otras cosas. De todas formas, haber tenido una vida previa como vidente ayuda, porque los aprendizajes, los recuerdos, los colores, son cosas que no se borran.

–Actualmente te desempeñás como directora en la Escuela Especial 279 para Discapacitados Visuales, y esto te convierte en la primera maestra ciega del país en asumir este cargo. ¿Qué significa para vos?

–Va más allá de ser la primera o no. Es mi vida, amo mi escuela y a mis niños. La escuela me dio las ganas de vivir, me devolvió la oportunidad de volver a ser yo misma. A veces digo que tuve dos vidas, una como vidente y otra como ciega; hay un antes y un después. Cuando entré a mi escuela y me puse la túnica, después de dos años sin hacer nada, en los que sólo cambiaba pañales y pensaba que nunca más iba a poder vestir mi túnica, fue el día más feliz de mi vida. Nunca pensé en ser directora, no estaba entre mis objetivos. Pero en la escuela soy tan feliz como en mi casa; es mi casa. Realmente me considero una mujer feliz porque hago lo que quiero, lo que me gusta, para lo que nací, y no sabría hacer otra cosa. También me hace feliz poder ser una referente para los niños y para las familias. La discriminación existe, y las familias sufren mucho por esta razón. Hablamos de inclusión y apostamos a ella, pero es un proceso que recién ha empezado. Entonces, creo que esas familias me ven como una referente: “Si Laura pudo, mi hijo va a poder”, infieren. Siempre les hablo a los gurises y les digo: “No miremos lo que no podemos, tenemos que mirar lo que sí podemos hacer. Hay que hacer de nuestra limitación una fortaleza y nunca una debilidad”. Pensando así es que llevo mi vida adelante. Por eso trato de que los chiquilines lo aprendan, lo sientan, lo vivan, y de que las familias vean que se puede.

–Sos la única atleta mujer ciega que está compitiendo en la actualidad, y la primera maratonista. ¿Cuándo comenzaste y qué te llevó a hacerlo?

–Sí, soy la primera fondista de Uruguay. Empecé a correr por mi esposo, Jorge. Yo siempre iba a esperarlo a la llegada de las carreras, pero en enero de 2008 me tocó ir a la largada de la [corrida de] San Fernando. La fuerza y la energía que se sentía en ese lugar mientras los participantes calentaban era impresionante. Cuando Jorge llegó le dije: “El año que viene la corro”, y él se rio. En febrero de ese mismo año estábamos en la playa con la entrenadora de mi esposo, Marisa Castillo, y me invitó a correr por la orilla. Me encantó. Me recomendó ir a la Pista de Atletismo, y fui con ella a dar vueltas. Así empecé a entusiasmarme, y no paré más. Empecé a participar en carreras de cinco kilómetros, después de diez, de 21, y llegué a 42 kilómetros. Ahora, cuando subo al podio de la San Fernando, me dicen: “La que nunca puede faltar”.

–Los atletas ciegos participan en las carreras junto a otros corredores que los asisten, llamados “atletas guías”. Por lo general, van unidos al atleta mediante un elástico o una cuerda. ¿Cómo se consigue un atleta guía?

–No es fácil. Hay mucha gente que dice “yo te acompaño”, pero lo que no encontrás es gente con quien entrenar. Tengo muchos guías –Amparo, Alejandra, Nadia y otros compañeros–, pero cada uno está en sus cosas, es muy difícil coordinar cuándo y dónde entrenar. Por más que nosotros nos adaptamos muchísimo a los demás, llega un momento en que no podés seguir, porque vos también tenés tu vida. Amparo, que es una de mis primeras guías, por ejemplo, ahora se fue a correr a Italia. Ella es “ultra”, entonces tiene otro tipo de entrenamiento. Alejandra, que es otra compañera que siempre está dispuesta a correr conmigo, hace triatlón, entonces tiene otro tipo de entrenamiento. Nadia es la más social de mis guías, porque salimos más que nada a correr y charlar. También tenía un guía amigo, Daniel, con el que corrimos un par de veces, pero ya no quiere correr más conmigo porque me esguincé dos veces corriendo con él y se asustó. No es fácil, porque son nuestros ojos. A veces hay una fisura en el suelo, el guía no la pisa pero no se da cuenta de avisarme, a mí se me dobla el pie y ya me esguincé. Ahora estoy empezando a correr con un compañero, Osmar. Él me propuso entrenar a la Pista [de Atletismo], porque es un lugar que no ofrece ninguna dificultad. Fuimos a la pista a coordinar el braceo y el paso. La primera vez quedó muy estresado, la segunda ya estaba más suelto y coordinamos un poco más. Él me tiene que ir indicando si hay pozos, cuándo vienen los giros, y todas esas cosas las tiene que ir agarrando de a poco. Es todo un proceso. Nos cansa un poco a nosotros, porque lo ideal es tener tu guía.

–¿Cuánto tiempo entrenás por semana, y dónde?

–En este momento estoy entrenando dos veces por semana. En épocas de competencia, de repente entreno tres veces por semana. Tenía un guía que me sacaba todos los días… Estresada quedaba yo [se ríe]. De todas formas, cuando entrenás dos veces por semana, tenés que sumarle que los fines de semana hay competencia, entonces también tenés que descansar, porque el descanso es una forma de entrenar. Dónde entrenamos depende del guía que tenga. Con Amparo, por ejemplo, corremos por [la avenida José Pedro] Varela, en la calle. Con Alejandra, que vive en Colón, a veces nos encontramos en el Prado. Con Nadia vamos generalmente a la rambla. De repente, un día me llaman y me dicen: “Vamos a corretear un rato”, y les digo: “Sí, estoy dispuesta”.

–¿Sabés cuántas personas ciegas aproximadamente participan en este tipo de eventos?

–En cuanto a hombres están Jorge, mi esposo, y Fernando Salvati, otro compañero de Montevideo. Después, Álvaro Pérez y otro muchacho llamado Jorge, que son de Maldonado. Mujer soy solo yo, incluso en Argentina hay pocas mujeres ciegas que corren. Yo sólo conozco a una.

–¿Qué te motiva a seguir participando?

–El clima, la gente, el círculo que uno ha creado en el transcurso de los años. Sentís el apoyo. También lo hago por mí, por la parte física. El ejercicio es bueno para todo: para lo físico, para lo psíquico y para lo social. El año pasado hicimos una carrera de 15 kilómetros con Alejandra y, cuando faltaban tres para terminar, un compañero se empezó a sentir muy mal. Le dijimos que tenía que levantarse, caminamos junto a él dos kilómetros y el último lo hicimos todos trotando suavecito. Esas cosas sólo se ven en las carreras. Cuando entrás en esto es muy difícil dejarlo, se extraña muchísimo.

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