Educación Ingresá
Educación

Crónicas del aula: la revolución filosófica

4 minutos de lectura
Contenido exclusivo con tu suscripción de pago

Columna de Helena Modzelewski.

Contenido no disponible con tu suscripción actual
Exclusivo para suscripción digital de pago
Actualizá tu suscripción para tener acceso ilimitado a todos los contenidos del sitio
Para acceder a todos los contenidos de manera ilimitada
Exclusivo para suscripción digital de pago
Para acceder a todos los contenidos del sitio
Si ya tenés una cuenta
Te queda 1 artículo gratuito
Este es tu último artículo gratuito
Nuestro periodismo depende de vos
Nuestro periodismo depende de vos
Si ya tenés una cuenta
Registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes
Llegaste al límite de artículos gratuitos
Nuestro periodismo depende de vos
Para seguir leyendo ingresá o suscribite
Si ya tenés una cuenta
o registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes

Editar

En su libro Hombres en tiempos de oscuridad, Hannah Arendt dice que la aspiración a una visión definitiva del mundo es una ambición peligrosa que promueve la intolerancia porque lleva a las personas a aferrarse a una única perspectiva, haciéndose inmunes a visiones alternativas. Porque el mundo está hecho de miradas disímiles, y una democracia es la explícita convivencia de perspectivas encontradas.

Si tomamos en serio estas palabras de la filósofa alemana, algo comienza a preocupar, y es que gran parte de la educación formal entrena la adquisición de una visión definitiva del mundo. “Agua” se expresa únicamente como “H2O”, la capital de Uruguay es Montevideo y el estallido de la Revolución Francesa fue en 1789, sin respuestas alternativas. La pedagogía actual cuenta con metodologías desarrolladas especialmente para motivar la curiosidad de los alumnos y para transmitir estos saberes; pero una vez que se aprenden se mantienen invariables en su mayoría, lo que está muy bien, ya que muchos de esos hechos son verdaderamente estáticos –y muy útiles por cierto–.

¿Qué pasa con los aprendizajes sociales? Los niños estudian también que existen diferentes idiomas en el mundo, que mientras nosotros comemos carne de vaca, en otras culturas es un animal sagrado, y que hay países donde es legal lo que en otros no. Pero ¿qué se sabe del que está cerca, del que comparte nuestras calles, nuestros ómnibus, y es diferente? ¿Se aprende qué circunstancias llevan a una persona a la indigna situación de hurgar entre la basura dentro de un contenedor, o cómo se siente una mujer que se para en una esquina a vender su cuerpo? Porque, si lo pensamos bien, nuestra democracia, nuestra restringida posibilidad de actuar y decidir en un diminuto territorio del mundo que es este, no tiene demasiado que ver ni con la fecha del descubrimiento de América, ni la resolución de un polinomio, ni siquiera con los conflictos de Medio Oriente. Nuestra democracia y el conocimiento de las acciones para mejorarla se juega en estas calles, en la esquina, en el quiosco.

Hace alrededor de cincuenta años, el filósofo y pedagogo estadounidense Matthew Lipman propuso un programa educativo que dio vuelta por completo la educación tradicional, de la que es complementario. En un taller de Filosofía para niños –así se llama el método– todo es diferente, empezando por la distribución de los asientos: los alumnos se sientan en ronda para verse las caras, y se disponen a preguntarse y responderse a sí mismos, en conjunto, acerca de las perplejidades que les haya despertado un relato propuesto por el docente. El rol del maestro se transforma: desde el proveedor de conocimiento pasa al de facilitador. El conocimiento resultante difícilmente será definitivo como Arendt temía. Se espera que los niños se vayan pensando en nuevas posibilidades, en alternativas de decisiones morales, formas de vida, relaciones interpersonales, convicciones.

Gradualmente, más y más maestros en nuestra escuela pública van conociendo la metodología y aplicándola. La maestra Giselle, por ejemplo, lleva a su grupo de segundo año un fragmento del libro Kirikou y la bruja, de Michel Ocelot. Kirikou es un niño prodigio que vive en una aldea africana y se propone salvar a su pueblo de la esclavitud a la que es sometido por la bruja Karabá. La escena elegida por Giselle es el encuentro entre Kirikou y el anciano sabio de la tribu, en la que este le revela al niño el secreto de Karabá: ella tiene clavada una espina en la espalda, en un sitio donde ella misma no se la puede arrancar, y ese dolor permanente es lo que la lleva a ser tan mala. La misión de Kirikou es atreverse a llegar hasta la bruja y arrancarle la espina.

Distinguiéndose del cuestionario de comprensión lectora, la metodología de la Filosofía para niños alienta a los alumnos a que ellos mismos hagan las preguntas que les interesen sobre la historia, que les hayan quedado girando en la cabeza con curiosidad. Giselle anota en el pizarrón las que van surgiendo: ¿Cómo se habrá clavado la espina la bruja? ¿No tenía una amiga para pedirle que se la arrancara? ¿Hacer daño aliviará el dolor? ¿Un niño tan chico puede salvar al pueblo?

El grupo comienza a hacer circular una pelota que funciona como palabra y que cae en manos de quien la reclama. Solo el que ha pedido la palabra y le ha sido concedida tiene derecho a hablar, esa es la consigna, y de esa manera los niños aprenden a escucharse y a esperar su turno. Deciden, guiados por Giselle, comenzar discutiendo la cuestión sobre si hacer daño alivia. Un niño dice que puede ser, porque a veces cuando él se porta mal es porque está nervioso, y que ponerse de pie y caminar por la clase le alivia los nervios, aunque a la maestra eso no le guste. Una niña pregunta, a su vez, si entonces será que cualquier malo, y no solo la bruja, es así porque siente un dolor. Hay algunos silencios en los que estos alumnos de siete años se quedan meditabundos, pensando en estas cuestiones, y otros momentos escandalosos, cuando todos al unísono quieren dar ejemplos de maldades que han hecho movidos por un malestar.

Entonces surge, de uno de esos silencios, una manito que se levanta. La niña, de colitas, los ojos grandes como platos, iluminados por una extraña luz de súbito entendimiento, pregunta tras recibir la pelota: “¿Los pichis tienen familia?” Los demás no entienden, se encogen de hombros, siguen respondiendo en sintonía con el tema del dolor y la mala conducta. Giselle se queda pensando: esta niña ha sintonizado un poco más fino que el resto. Su mente se ha abierto a “los otros” de la sociedad, esos que son estigmatizados, esos de los que nada sabemos y que sin embargo hoy, mediante la bruja y su aproximación a nuestros propios actos, podemos sentir más cerca. Para la niña, “los otros” son los “pichis”, de quienes, según se acaba de dar cuenta, nada sabe. Y, tal vez, al igual que ella, también tienen familia. Tal vez no son tan distintos.

Durante el recreo, la directora de la escuela pasa por el comedor, intrigada por la clase que dio Giselle, y pregunta a algunos alumnos qué les pareció la actividad. Un niño se agarra la cabeza y le dice: “Fua, directora, está bravo, porque ahora, después de conversar, ya no sabemos si la bruja es mala o precisa ayuda”.

Creo que necesitaremos más de estos ciudadanos.

¿Tenés algún aporte para hacer?

Valoramos cualquier aporte aclaratorio que quieras realizar sobre el artículo que acabás de leer, podés hacerlo completando este formulario.

¿Te interesa la educación?
Suscribite y recibí la newsletter de Educación en tu email.
Suscribite
¿Te interesa la educación?
Recibí la newsletter de Educación en tu email todos los jueves.
Recibir
Este artículo está guardado para leer después en tu lista de lectura
¿Terminaste de leerlo?
Guardaste este artículo como favorito en tu lista de lectura