Este mes se supo que un maestro rural uruguayo, Darío Greni, fue seleccionado por la Fundación Verkey como uno de los 50 mejores maestros del mundo. A partir de distintas entrevistas que le hicieron en distintos medios pude apreciar cómo se destacaban sus diferentes facetas: niños y niñas que mencionaban el trato con el que se vinculaba con ellos, vecinos que se enorgullecían del apoyo que brindaba a sus hijos en la escuela, una vocación que surgió tempranamente, la presentación de un proyecto con estudiantes que intentaba responder a la problemática social del ruido en la ciudad, la apuesta a disfrutar de una experiencia formativa en Estados Unidos por intermedio de la Fundación Fulbright, entre otras.
A la vez que admiraba la síntesis personal y profesional que Greni evidenciaba, me preguntaba: ¿qué lo hace distinto de los millones de docentes que hay en el mundo? ¿Será su manera de ser, de relacionarse con los demás, con las familias, con los niños y las niñas, con sus colegas? ¿Será una forma particular de comunicar los conocimientos, o de vincular los conocimientos con las situaciones cotidianas de los niños y niñas? ¿Manejará otros lenguajes que acompañan al oral y escrito, como la postura corporal o la impostación de la voz? ¿Ordenará la presentación de los conocimientos de una forma que los vuelva fácilmente comprensibles? ¿Será una profundización sostenida y constante que lleva a actualizar sus conocimientos disciplinares y didácticos? No conozco a Greni en persona, pero lo más seguro es que reúna muchas de estas características y varias más, en una síntesis tan original que merezca esta distinción y sea estímulo para otros maestros y maestras en el mundo.
De todas formas, ese conjunto de preguntas me remitió a algunas lecturas que hice hace un tiempo del clásico Práctica de la enseñanza, del estadounidense Philip Jackson, que en el primer capítulo, “Acerca de saber enseñar”, plantea interrogantes de similar tenor. Más aun, estas no se vinculan con ser buen o no tan buen docente, sino con qué saber específico cuenta una persona para desempeñarse como docente, si es que dispone de él o resulta imprescindible contar con él. En caso afirmativo, cómo se obtiene y, eventualmente, cómo se distingue de una persona que “sabe” de algo pero no es docente: es decir, si “saber” implica, a la vez, “saber” transmitirlo. Y no nos referimos, en esta última caracterización, a los que “saben” de algo y ejercen como docentes (docentes profesionales, podríamos decir), sino a cualquiera de nosotros que, en la infinidad de experiencias vitales que transitamos, aprendemos todo tipo de cosas, transmitimos valoraciones y saberes acerca de estas y, por lo tanto, somos docentes.
En buena parte de ese capítulo Jackson va y viene en busca de respuestas, todas ellas con matices y paradojas, aunque sugiero su lectura para acercarse a cómo discurre su abordaje. Lo que sí rescata, entre otros asuntos, son tres elementos:
a) Rechaza cierta didáctica del sentido común con el que sería suficiente transmitir conocimientos. Si bien que el sentido de las experiencias nos resulte común es clave para tejer un entramado cotidiano familiar que genere conceptos para volver inteligible la realidad, dicho carácter común es fruto de una intersección conflictiva de una disputa por el significado de dichas experiencias. Es decir, el sentido es construido como común, pero no por ello resulta obvio, unívoco. En el planteo que hace Jackson, todo docente se apoya fuertemente en su sentido común –conceptualizado como construcción–, lo necesita y apela a él, aunque un importante sentido común –como sinónimo de intuición, como aproximación– no sería suficiente para ser un docente, en sentido profesional;
b) Jackson plantea que entre los propios profesionales vinculados a la educación tampoco hay acuerdo sobre cómo se conforma un buen docente, ya que, en buena medida, ello remite a lo que valoramos como “buenas experiencias como estudiantes”: algunos recordaremos a docentes por su calidez humana (y quizá no dominaban de forma “absoluta” su disciplina), otros por su claridad expositiva (pero resultaban más “estrictos” en la forma de relacionarse), por la pertinencia de múltiples ejemplos de actualidad (aunque su conceptualización no era tan rigurosa), o porque incitaban a buscar sin ofrecer respuestas inmediatas (aunque en ocasiones las marchas y contramarchas tal vez no resulten oportunas para hacernos una composición de lugar); es que tal vez todo ello sea valioso para la docencia, aunque no todo resulte imprescindible;
c) Por último, Jackson apela a la “presunción de identidad compartida”, por la cual el docente y los alumnos tienen muchas similitudes en varias dimensiones: psicológica, fisiológica, cultural. Ella constituye la base para que varias personas puedan desplegar una “buena docencia” sin saber mucho de sus alumnos. Resulta sencillo, por ejemplo, apreciar el valor de una lengua común para comunicarse, así como costumbres, convenciones, etcétera. Incluso un comunicador radial podría suponer esta identidad compartida con los que están del otro lado escuchándolo. Pero también advierte que ello es posible en contextos de relativa homogeneidad; cuando la diversidad se manifiesta, esta presunción puede debilitarse, pues no resulta tan obvio lo que se comparte. Por ello, el “buen docente” contaría con algún tipo de conocimiento que permita desarrollar la enseñanza en distintos marcos contextuales (en edad, en un medio urbano o rural, a primera hora de la mañana o a última hora de la tarde o mediante la expresión audiovisual o escrita).
Darío Greni es un ser humano como cualquiera de nosotros. Siguiendo a Jackson, para haber sido seleccionado como uno de los 50 mejores maestros del mundo seguramente cuenta con varias de estas características, aunque tal vez otras le falten. Pero lo que lo hace el mejor es que, en las entrevistas que brindó, no hace alarde de ellas.
Mag. Álvaro Silva Muñoz, Instituto de Educación, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (Udelar).