Cuando uno se enfrenta a exponer sobre la educación como derecho de niños, niñas y adolescentes parecería que hay poco para agregar acerca de lo que ya parece estar recogido en la declaratoria de los derechos del niño y el adolescente en 1989 y la evolución posterior de la legislación. Sin embargo, a poco andado el camino que se instaló con un nuevo gobierno, en 2020, una nueva discusión volvió a instalarse. A partir de la aprobación de la ley de urgente consideración, las autoridades educativas comenzaron a poner en cuestión el marco normativo que desde fines del siglo XIX inspiró la legislación del Estado uruguayo. Para sorpresa de muchos, el gobierno dejó en suspenso la obligatoriedad de la educación. En noviembre de ese mismo año, según el Instituto Nacional de Evaluación Educativa, “5,6% de niños, niñas y adolescentes de los sectores más desfavorecidos no estaba concurriendo a la escuela”. Esta dificultad fue ratificada en la Encuesta a Docentes de ANEP (2021), en la que es mencionada como una de las preocupaciones más importantes ante el retorno de la presencialidad”.
Aún no contamos con un balance en profundidad acerca de cuáles fueron las consecuencias de la pandemia, pero existen indicios de que algunos vestigios de su impacto se manifiestan en el presente. Aunque no se pueda establecer una determinación directa entre la suspensión de la obligatoriedad y el aumento significativo de las inasistencias en primaria, resulta al menos paradójico que en un contexto tan particular la LUC haya suspendido la obligatoriedad de inscribir a los niños en un centro de enseñanza.
Esto tiene una explicación: para el ministro de Educación y Cultura, Pablo da Silveira, la supresión de la obligatoriedad que establecía la Ley General de Educación de 2008 -de inscribir a los niños en un centro de enseñanza- se ampara en la interpretación del artículo 67 que consagra la libertad de enseñanza. En ese artículo se establece que: “Todo padre o tutor tiene derecho a elegir, para la enseñanza de sus hijos o pupilos, los maestros o instituciones que desee”. Según la interpretación del ministro de este artículo, la Constitución habilitaría a los padres a elegirse a sí mismos como los mejores maestros para educar a sus hijos. Esta es una discusión que en Uruguay parecía estar muy lejos, pero que, gracias al ministro, se vuelve una realidad para nuestro país también. Un artículo de Da Silveira de 2011 publicado en la revista francesa Raison Publique, titulado “Tomar en serio el homeschooling”, es un antecedente casi desconocido de esta posición que hoy parece tener varios aliados.
Esta discusión que puede parecer lateral para abordar el tema del derecho a la educación refleja un desplazamiento respecto de la responsabilidad del lugar del Estado en materia de educación y, sobre todo, acerca de quién es el titular del derecho a la educación: si es el niño, niña o adolescente o su familia. Por supuesto que este asunto no es nuevo, por eso es interesante revisar un texto clásico de la pedagogía: El derecho a educar y el derecho a la educación, de Reina Reyes. En ese texto publicado en 1962 plantea que ese desplazamiento de la titularidad del sujeto de la educación tiene consecuencias también respecto del tipo de educación que se reconoce como legítima y sobre los fines de la educación que sostiene cada perspectiva.
“Fácil resulta comprender que en un Estado democrático la función educativa de este debe estar orientada a la satisfacción del derecho a la educación (...) para propiciar la formación de personalidades a la vez que libres, respetuosas de las libertades de los demás”, plantea en la página 40.
Ahora bien, ¿en qué lugar colocan al Estado quienes sostienen la primacía del derecho a educar por parte de las familias frente al derecho a la educación de los niños, niñas y adolescentes? Desde el punto de vista del derecho a educar, los niños, niñas y adolescentes no cuentan, puesto que son las familias las que eligen qué tipo de educación es mejor para sus hijos y el Estado debe garantizar que esa elección pueda tener lugar. Eso significa que el sentido o el fin de la educación no es la formación de una persona con un espíritu critico capaz de autodeterminarse, sino que exista coincidencia entre los valores que promueve la institución educativa y los valores que sostiene la familia. Esta concepción, aunque se apoya en la nobleza de la palabra libertad, y se coloca junto con otras como la libertad de expresión y la libertad de pensamiento, tiene un sentido diferente a estas dos últimas, porque la titularidad del derecho recae en personas diferentes. Y eso modifica la posición del Estado, que pasa de garantizar el derecho a la educación de ese sujeto en proceso de formación a un Estado que sólo garantiza que exista la libertad de elección por parte de las familias para que estas lo puedan ejercer.
Lejos queda entonces la idea republicana de formar a los ciudadanos como parte de una comunidad de iguales que en un futuro deberán tomar decisiones acerca de un destino común. Ahora se trata de elegir cuál es la mejor oferta que nos permita adaptarnos a un mundo en el cual las reglas ya están impuestas.
Y este asunto pone en tensión lo que establece el artículo 3 de la declaratoria de los derechos de la niñez, que establece que: “En todas las medidas concernientes a los niños que tomen las instituciones públicas o privadas de bienestar social, los tribunales, las autoridades administrativas o los órganos legislativos, una consideración primordial a que se atenderá será el interés superior del niño”. ¿Cuál sería el interés superior del niño, la niña o adolescentes en este caso?
¿Puede considerarse compatible la idea de que se atienda el derecho superior del niño cuando no exista ningún contrapeso a la imposición de las concepciones religiosas de la familia que pueden entrar en contradicción con derechos fundamentales de los niños, niñas y adolescentes? ¿Se debería permitir que una familia elija si sus hijos pueden aprender biología porque no creen en la teoría de la evolución? En nuestra historia, desde la afirmación del carácter obligatorio, gratuito y laico de la escuela pública, el Estado intentó respetar a las nuevas generaciones a ser consideradas como sujetos de derecho. Ese es el sentido de la escuela pública, la cual no sólo estaba formando a los futuros ciudadanos, sino que también les reconocía, en el acto mismo de acogerlos en una institución donde en nombre de la formación del criterio debía protegerlos de cualquier imposición doctrinaria.
¿Está estructurado en torno de estos principios el proyecto de política educativa que sostiene la llamada Coalición Republicana? Considero que el proyecto aún no se ha desplegado en todos sus términos, porque no existe coincidencia plena acerca de los principios sobre los cuales se debe sostener la política educativa. Esta indefinición se puede ver en esta suerte de vaivén entre una perspectiva desbocada de interpretación de la laicidad donde cualquier tipo de expresión puede ser considerada como violatoria de la neutralidad docente y, por otro lado, la afirmación de una visión que concibe al sistema como un cuasimercado en el que los padres deberían poder elegir al tipo de institución a la que quieren enviar sus hijos, suprimiendo las diferencias entre las creencias privadas y la formación ciudadana. Esta tensión atraviesa la relación de fuerzas entre los dos socios principales de la coalición que tienen concepciones opuestas sobre ciertos puntos como la laicidad, pero que finalmente terminan coincidiendo cuando convergen en la necesidad de introducir nuevos criterios de gestión educativa que respondan a lógicas de libre elección escolar como pueden ser los centros de públicos de gestión privada.
Esta reestructuración del sistema educativo progresivamente va abandonando la idea de lo público que se asocia con lo ineficiente hacia la idea de la gestión privada como sinónimo de eficiencia. No importa el sentido de la educación sino la gestión de los recursos. Ya no se trata de que en la institución educativa los niños vayan a aprender a convivir con otros y ponerse en contacto con aquello que se considera valioso como parte de un patrimonio común, sino que se trata de un mercado en el cual se elige el tipo de institución de acuerdo con lo que las familias deciden de acuerdo con sus valores. De acuerdo a esta lógica, lo que estructura el modelo es la institución y el mercado, y el Estado debe asegurar que haya diversidad de ofertas.
Lejos queda entonces la idea republicana de formar a los ciudadanos como parte de una comunidad de iguales que en un futuro deberán tomar decisiones acerca de un destino común. Ahora se trata de elegir cuál es la mejor oferta que nos permita adaptarnos a un mundo en el cual las reglas ya están impuestas y no nos queda más que aceptar de qué forma podemos lidiar con estas, pudiendo a lo sumo elegir cómo cada uno se ubica desde una creencia particular para hacerlo. Lejos parece haber quedado la idea republicana de la educación pública como un proyecto de integración de los iguales y, más cerca, parece que nos encontramos en un espacio en el cual elegimos el tipo de educación que refleja mejor los valores de cada familia. Parece que lo común se disipa ante cada familia y la diversidad de preferencias valorativas y la educación parecen haberse convertido en un servicio más en la góndola de preferencias de nuestra existencia como consumidores que en el reconocimiento de un derecho que una comunidad a través del Estado debe garantizar. La educación como parte de la cosa pública cada vez parece estar más cerca de convertirse en un asunto privado.
Antonio Romano es docente de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. El artículo surge a partir de su participación en la mesa “La educación como derecho de niños, niñas y adolescentes” en el Primer Congreso Nacional de Infancias y Adolescencias.