En esta reflexión que compartimos, referirnos a los políticos* y el uso del lenguaje pretende ser una visión sobre el accionar lingüístico de nuestros representantes como elemento influyente en la sociedad y en los procesos de formación ciudadana. Esta mirada no es la de especialistas en Lingüística –porque no lo somos–, sino la de profesionales de la educación que reconocemos los efectos que el lenguaje de los políticos produce en la sociedad y, en consecuencia, en las instituciones y en las aulas.
Como docentes, consideramos interesante y necesario detenernos en la dimensión pedagógica implícita en el ejercicio de la política dado que, aunque no se lo propongan, quienes ejercen la función pública están cumpliendo también un rol formador. El lenguaje de los políticos se filtra, se replica, se admite y muchas veces se justifica, en tanto es utilizado por quienes nos representan.
Para comenzar, diremos brevemente que el lenguaje es una capacidad innata del ser humano que le permite expresarse y comunicarse mediante diversos signos –orales, escritos o gestuales–. Según Saussure (1941), el lenguaje es un sistema de signos que expresan ideas y cuya naturaleza social permite la intercomprensión entre los hablantes. El lenguaje verbal, como específico y diferenciado de otros lenguajes, hace posible el entendimiento con los otros, la expresión de ideas, emociones, sentimientos y acciones a lo largo de toda la vida, al mismo tiempo que podría generar y profundizar brechas.
Desde una perspectiva psicológica y sociocultural, Vigotsky (1978) sostiene que el lenguaje es una herramienta simbólica que media entre el pensamiento y la acción, posibilitando el desarrollo de las funciones psíquicas superiores. Constituye por ello el medio esencial de comunicación y desarrollo de los grupos sociales. En ese mismo sentido, Bruner (1983) enfatiza en el papel del lenguaje como organizador de la experiencia y como medio de construcción conjunta de la realidad. Así, el lenguaje no sólo cumple una función comunicativa, sino que constituye un instrumento esencial para la socialización, la cultura y el aprendizaje.
Ya en el Renacimiento, durante el siglo XVI, Montaigne reflexionaba sobre el lenguaje otorgándole un lugar central al arte de conversar. Para este autor, dicho arte no se limita a las técnicas del diálogo, sino que requiere entender que las expresiones deben ser comprendidas dentro de su contexto, en tanto algunas pueden poner en riesgo aspectos de la convivencia social y política.
El uso del lenguaje es mucho más que el conocimiento de sus reglas. La competencia comunicativa –entendida como la capacidad de emplear el lenguaje oral, escrito o gestual para comunicar efectivamente aquello que se quiere expresar– trasciende aspectos gramaticales. Giglioli (1971) expresa: “Una persona dotada de competencia meramente lingüística sería una especie de monstruo cultural; conocería las reglas gramaticales de la lengua, pero ignoraría cuándo debe hablar, cuándo debe callar, qué opciones sociolingüísticas debería utilizar” (en Ricci & Zani 1983, p. 20). La competencia comunicativa, por tanto, comprende el contexto, la cultura, las normas sociales, los valores y las formas de interacción y participación en distintas situaciones de comunicación.
Por su parte, Sigman (2024) expresa: “Estaríamos mejor si aprendiésemos a conversar mejor”, para lo que resulta básico no ofender a quien piensa distinto, apreciar el ejercicio del razonamiento, hablar desde la voz propia y no desde una repetición enciclopédica, dudar de uno mismo –porque podemos estar equivocados–, conservar un pensamiento crítico vivo y evitar prejuicios y generalizaciones, entre otros.
Conversar implica escuchar y ser escuchado; constituye un fenómeno eminentemente humano que forma parte de los procesos comunicativos e identitarios de la vida cotidiana. Supone la voluntad de interactuar, compartir y negociar a través del lenguaje. En este sentido, la conversación trasciende el simple acto de hablar: constituye un proceso comunicativo complejo que conlleva la transmisión de ideas, sentimientos y conocimientos. Favorece, además, la cohesión social, la cooperación y el desarrollo cultural. Como fenómeno social, requiere la alternancia de los interlocutores (los turnos de la palabra), la negociación en determinados casos, el compartir y conectar con el otro. Asimismo, posibilita el afianzamiento o la transformación de realidades, saberes y vínculos, y representa una contribución fundamental a los procesos de socialización.
Existe una relación dialéctica entre el uso del lenguaje y la sociedad, en tanto la sociedad modela el lenguaje y este, a su vez, posee el poder de transformar la realidad social. Tal relación puede apreciarse en las distintas expresiones que surgen según la ubicación geográfica, las pautas sociales, las manifestaciones culturales, las normas y las producciones tanto grupales como individuales. A ello podría agregarse, de modo relevante, el lenguaje político.
Este último constituye una forma de discurso público que busca construir sentido, orientar la interpretación de la realidad y legitimar determinadas perspectivas sobre lo social. No obstante, el lenguaje de estos actores no siempre busca favorecer o complejizar la comprensión de los hechos. Con frecuencia se sostiene en frases simplificadoras, eslóganes pegadizos o metáforas que, lejos de aportar al diálogo, contribuyen a profundizar la división social y a generar o reforzar un clima de hostilidad.
En tiempos en que el mundo político es cuestionado por una parte significativa de la sociedad (en especial por los sectores jóvenes) y a menudo percibido como algo distante de la realidad, como docentes entendemos que resulta imprescindible no perder de vista la importancia de la función pedagógica del lenguaje político en tanto formadora de ciudadanía. La educación constituye la base de los cambios y transformaciones sociales y, por ende, mantiene una estrecha relación con la acción política (no partidaria). Ambas deben promover la participación ciudadana y la conciencia crítica en la sociedad. En este sentido, la pedagogía crítica y las corrientes pedagógicas liberadoras resultan ejemplos claros de esta articulación, dado que en sus ideas fundantes se apunta a la transformación de la sociedad a través del desarrollo de una conciencia crítica, de un pensamiento propio y de la reflexión y el cuestionamiento del mundo y del entorno.
En un artículo periodístico de la Deutsche Welle, Victoria Dannemann hace referencia a distintas situaciones que se observan en la región, donde el lenguaje de descalificación empleado por algunos políticos se ha transformado en una práctica constante, casi permanente y naturalizada. Descalificar al adversario o al oponente se vuelve, así, una acción habitual en el marco del discurso político contemporáneo.
En este mismo texto Dannemann cita al lingüista chileno Pablo Reyes, de la Universidad de Playa Ancha de Valparaíso, quien sostiene que “los políticos utilizan el lenguaje como una herramienta de poder para difundir su propia visión del mundo, descontextualizando los conceptos según sus conveniencias”. Según Reyes, “la antigua verbalidad política dio paso al mensaje audiovisual [...] Estos líderes se transforman en rockstars o políticos para espectadores, más que para votantes o electores. El político pasó a ser el medio y el mensaje mismo, que se guía por la emotividad y las leyes de la publicidad y el marketing”. Los insultos y descalificaciones –agrega– constituyen una forma de caricaturizar al otro para anularlo simbólicamente. El lenguaje se ha vuelto más violento, reflejo también de las circunstancias anímicas en que está la sociedad.
La discusión política en Uruguay
Si bien el trabajo de este especialista chileno no refiere específicamente a Uruguay, nuestros políticos no están exentos de caer en estas prácticas discursivas, haciendo públicas expresiones que refuerzan la lógica de la confrontación y la descalificación.
La búsqueda de polarización, la demonización del contrincante como enemigo, la burla y, en ocasiones, la expresión soez ganan terreno en el lenguaje oral, gestual y escrito de muchos dirigentes, obturando la posibilidad de un diálogo basado en el respeto y la construcción de consensos. Muestra de ello son algunas de las expresiones que circulan en los medios de comunicación y, sobre todo, en las redes sociales, donde la inmediatez de la respuesta simplifica el discurso y favorece, en ocasiones, la agresividad.
Si bien las aulas seguirán siendo el lugar donde el lenguaje recupere su sentido de cuidado y de encuentro con los otros, resultará tarea difícil para los educadores trabajar en pos de estos objetivos si las expresiones de algunos políticos generan brechas y promueven hostilidades-
En esta línea, Liscano (2003) sostiene que la libertad individual depende, en gran medida, del adecuado uso del lenguaje, al igual que la igualdad de oportunidades. La palabra, afirma, mantiene una relación directa con el conocimiento, el poder y la riqueza. Esta reflexión se vincula estrechamente a los planteos de Bourdieu (1991), quien concibe el lenguaje como una forma de poder simbólico capaz de legitimar jerarquías y reproducir desigualdades sociales.
En este contexto, los sujetos en formación –niños, niñas y jóvenes– están expuestos de manera constante a diversos usos del lenguaje y, en el caso particular que nos ocupa, al lenguaje político que circula en la televisión, en las redes sociales, en las conversaciones familiares o en pasillos de los centros educativos. No son meros espectadores pasivos: escuchan, comparten, interpretan, transforman y, finalmente, hacen suyo el lenguaje de los políticos. Las palabras que los políticos eligen no sólo informan o proponen programas de gobierno, sino que construyen imágenes del mundo, transmiten valores y modelan modos de nombrar la realidad. Como señalan Berger y Luckmann (1968), el lenguaje no sólo describe, sino que edifica la realidad social.
Si los políticos se refieren a un determinado hecho o situación de modo inapropiado, si en el Palacio Legislativo –que debiera ser un espacio cívico ejemplar– se profieren expresiones discriminatorias, peyorativas o descalificantes, si en los medios de comunicación y en las redes sociales los representantes públicos olvidan que cumplen una función colectiva, que nos representan a todos y a todas, y optan deliberadamente por el agravio, entonces es legítimo preguntarnos cómo los educadores en las instituciones y en las aulas pueden contrarrestar estos efectos.
Tal como hemos expresado en párrafos anteriores, el lenguaje –oral, gestual o escrito– cimenta la realidad, la modela. Sin embargo, cada vez con mayor frecuencia, los políticos parecen olvidar que cumplen un papel esencial en la formación de la ciudadanía y en la consolidación de una cultura republicana y democrática. En una sociedad atravesada por la inmediatez comunicativa y la espectacularización del discurso, es imperioso recuperar el valor ético y pedagógico de la palabra, así como un lenguaje político respetuoso, argumentativo y comprometido con la verdad. Esto no es sólo una cuestión de estilo: es una condición para sostener la democracia misma. En definitiva, cuidar la palabra –en el aula, en la prensa, en el Parlamento, en la vida cotidiana, en las redes sociales– es cuidar el sentido más profundo de lo colectivo.
Las instituciones educativas son los espacios donde la sociedad ha depositado, entre otros cometidos, el referente a formar a las nuevas generaciones en el manejo y uso del lenguaje, y los educadores ocupan un lugar fundamental en este proceso. Como mediadores ayudan a las nuevas generaciones a distinguir entre la palabra que habilita el diálogo y la que lo cancela; son los que procuran aportar a los estudiantes las herramientas para entender el mundo, para vivir su historia, para pertenecer, crear y descubrirse dentro de una cultura que los identifica como ciudadanos, con respeto y sin violencia. Como profesionales de la educación procuran favorecer y desarrollar la libertad de expresión –base de los procesos educativos–, pero sin perder de vista al otro, a la diversidad, a la diferencia de opiniones y perspectivas.
La noción del otro es, sin lugar a dudas, una construcción social que distingue a las individualidades y a los grupos y que posee connotaciones éticas y políticas. Por ello, la tarea del educador incluye –necesariamente– la educación para la tolerancia, la convivencia en paz y el respeto a lo diferente. El desarrollo de esta idea resulta esencial en la formación de las identidades sociales, dado que somos seres individuales que vivimos en comunidad. En el seno de los grupos sociales se configura el “nosotros” y “los otros”, que no siempre comparten una misma identidad. Sin embargo, la no identidad o la no pertenencia no deberían implicar una distancia social ni una desvalorización del otro. En este punto cobra relevancia la noción de alteridad, que si bien en ciertos contextos se usa como sinónimo de otredad, en el marco de estas reflexiones la entendemos en un sentido más profundo: ponerse en el lugar del otro, reconocerlo y valorarlo en su diferencia.
Ciertamente los políticos y su lenguaje no quedan al margen de esta responsabilidad. Porque, en definitiva, en el modo en que hablamos también se decide el modo en que habitamos juntos el mundo. Si el lenguaje político se vacía de sentido o se vuelve agresión y se degrada, se empobrece el espacio común que sostiene a la democracia. Se trata de recuperar el lenguaje como lugar de encuentro y de respeto, no de un simple gesto retórico, sino del compromiso ético con la vida pública.
Cuando en el lenguaje político, objeto de nuestra reflexión, se sustituye el argumento por la descalificación o la burla, no sólo se empobrece el debate público, sino que también se erosionan las bases simbólicas de la convivencia democrática. La palabra política, por su capacidad performativa, no se limita a describir el mundo: lo instituye, lo legitima y lo transforma.
Por eso, reflexionar sobre el uso del lenguaje en la esfera pública implica también pensar en la formación ciudadana y en la responsabilidad que recae sobre quienes tienen voz en el espacio político y mediático. Educar en el valor de la palabra es hoy, más que nunca, una forma de resistir. Ante el escenario actual de ruido, de descalificación e inmediatez, si bien las aulas seguirán siendo el lugar donde el lenguaje recupere su sentido de cuidado y de encuentro con los otros, resultará tarea difícil para los educadores trabajar en pos de estos objetivos si las expresiones de algunos políticos generan brechas y promueven hostilidades.
José Pedro Varela afirmaba: “Los que una vez se han encontrado juntos en el banco de una escuela en la que eran iguales, a la que concurrían usando de un mismo derecho, se acostumbran fácilmente a considerarse iguales” (1964, p. 94). No obstante, no es sólo la escuela ni únicamente los docentes quienes deben asumir la responsabilidad de educar a los futuros ciudadanos. Todos participamos de una forma u otra, en la construcción de una convivencia con el otro y con los otros, basada en la aceptación de las diferencias, en el respeto al que piensa distinto y en la comprensión de que nadie, en lo individual, es dueño absoluto de la verdad.
Adriana Betta, Álvaro Alonso, Bettina Corti y Silvia Grattarola son docentes y exdirectores y subdirectores de centros del Consejo de Formación en Educación.
Referencias bibliográficas
- Berger, P y Luckmann, T (1968). La construcción social de la realidad. Buenos Aires: Amorrortu.
- Bourdieu, P (1993). Lenguaje y poder simbólico. Universidad de Harvard.
- Bruner, J (1995). El habla del niño. Cognición y desarrollo humano. Barcelona: Paidós.
- Liscano, C (2003). Igualdad de oportunidades lingüísticas. En Lengua curiosa. Montevideo: Ediciones del Caballo Perdido.
- Ricci, P y Zani, C (1983). La comunicación como proceso social. México: Grijalbo.
- Saussure, F de (1941). Curso de lingüística general. Buenos Aires: Losada.
- Sigman, M (2024). El poder de las palabras. Cómo cambiar tu cerebro (y tu vida) conversando. Montevideo: Penguin Randon House.
- Varela, JP (1964). La educación del pueblo. Montevideo: Colección de Clásicos Uruguayos, vol. 49.
- Vigotsky, L (1978). Pensamiento y lenguaje. Madrid: Paidós.