0.
En el marco de las discusiones actuales sobre la relación entre la educación y la inteligencia artificial, sobre lo que, en este sentido, está por venir y ya está viniendo (incluyendo más discusiones); en el marco de las discusiones sobre el problema de la asistencia de los alumnos a la escuela y sobre cómo mejorar el sistema educativo a este respecto; en el marco de las discusiones sobre cómo cambiar la transformación educativa en los diferentes niveles en que fue concretada (por ejemplo, en formación docente) y en las diferentes cosas que se transformaron (por ejemplo, la formación docente), y también en el marco de lo que se puede pensar para mejorar la lectura y la escritura de los estudiantes en primaria y secundaria, se me ocurren algunas reflexiones que desean aportar en una dirección distinta a la habitual.
1.
La enseñanza de la lengua en la escuela y en el liceo forma parte, en muchos aspectos, del mercado lingüístico en el que aparecen, circulan y se intercambian palabras, oraciones, discursos, esto es, sentidos y afectos (hay una economía, una estética y una retórica de los “intercambios lingüísticos”, y hay también una política de esos intercambios; o, en todo caso, debe forzarse una política en las prácticas discursivas que nos permita construir una relación conceptual y afectiva diferente con la lengua). La propia escuela y el propio liceo son “agentes” decisivos en la conformación de dicho mercado, pero son igualmente lugares de la posibilidad de una (necesaria) subversión de la organización mercantil de los modos de hablar y de sus gramáticas porque en aquellos se enseña a leer y a escribir.
Así, pues, decir, por ejemplo, lengua estándar (esa que es objeto de enseñanza en la escuela y en el liceo como modelo y norma de referencia para cierta corrección idiomática, pero también subjetiva, y para adquirir los rudimentos de una escritura llena de complejidades, de resquicios y dobleces, de relieves sintácticos que fabrican un pensamiento con las mismas características, un pensamiento, desde luego, deseable) equivale a decir de qué lado están las instituciones educativas en esa economía lingüística mercantil, cuyas fuerzas y tensiones determinan una hegemonía que debe ser cuestionada en todo momento. Al mismo tiempo, decía entre paréntesis, lengua estándar designa una manera específica de cortar la pragmática oral de la vida doméstica para hacer aparecer la sintaxis de la escritura por el efecto que la política tiene sobre la economía, la escuela sobre la casa. La ambigüedad, digamos, es manifiesta y, sin embargo, ahí están la escuela y el liceo como formas específicas retiradas de la lógica de la casa, para desarrollar una relación con la lengua que no sea instrumental, meramente comunicativa; que sea, llegado el caso, una relación de tratamiento con la lengua (la lengua como problema, como “espacio” para construir políticamente un lector que tenga siempre a mano las comillas de la sospecha semántica).
En este encuadre de las cosas, caben algunas preguntas para pensar las condiciones en las que estamos ubicados, las condiciones a las que hemos sido empujados como docentes: ¿cómo es concebida y llevada a cabo la formación en lengua de los futuros maestros y los profesores en Uruguay (esto incluye a profesores de Idioma Español y de Literatura, pero, para lo que estoy planteando aquí, reviste mayor interés en los otros profesorados)? En Magisterio, por ejemplo, ¿la formación en lengua tiene que estar en pie de igualdad con la formación en otras disciplinas, como historia, geografía, matemática o biología, o merece un lugar de preeminencia –de la que no goza en la actualidad, aunque el currículo pareciera decir lo contrario, pues, como sabemos, no se trata de una mera acumulación de horas bajo el formato de cursos y/o de talleres–? ¿De qué tendría que hablarse –qué asuntos deberían tratarse, qué discursos deberían ponerse en escena, en circulación, en discusión– en las clases de lengua de Magisterio, asumiendo que las cosas tal como están no sólo se quedan cortas, sino que, además, muchas de ellas deberían ser cambiadas? ¿Cómo esperamos que los resultados en lectura y escritura en la escuela y en el liceo mejoren si la formación docente en lengua que el sistema ofrece es tan deficitaria en varios aspectos, por ejemplo, en la carga horaria, en el diseño de los programas de las asignaturas, en la concepción general acerca de la importancia de la enseñanza de la lengua en la alfabetización de los alumnos, en particular de los escolares? No se puede cambiar esta realidad en lectura y escritura sólo con (buena) didáctica ni con cursos de actualización en servicio (dejaré la profundización en este punto para un próximo artículo).
¿Qué quiere decir, entonces, formar un lector (crítico, agregarían algunos, si ya no reconocieran la existencia de un tipo de lectura que no alcanza para mucho y que viene siendo eso en lo que se puede formar a los alumnos escolares) si damos por bueno, como damos, que la escuela tiene esta formación como objetivo central? ¿Qué decía el concepto de alfabetización sobre la formación de ese lector y, por lo tanto, qué dice la ausencia de la alfabetización en su sentido más estrecho y, a la vez, más profundo –la enseñanza de la lectura y la escritura– del trabajo que la escuela y el liceo uruguayos vienen desarrollando desde, al menos, la segunda mitad de la década de 1990? ¿Qué dice esa ausencia de la renuncia al orden letrado o de cómo la escuela se ha corrido de ese orden hacia un orden en el que cada vez escasea más la escritura? ¿Por qué cuesta tanto ofrecer curricularmente una buena formación en lengua a los futuros maestros? ¿Qué sucede con los profesorados que no son Idioma Español ni Literatura?
¿Cómo es concebida y llevada a cabo la formación en lengua de los futuros maestros y los profesores en Uruguay (esto incluye a profesores de Idioma Español y de Literatura, pero, para lo que estoy planteando aquí, reviste mayor interés en los otros profesorados)?
Estas preguntas plantean, en muchos sentidos, cuestiones fundamentales en la formación docente, ya que de ellas dependen, en buena medida, la idea y la realidad de la escuela que hemos construido y que podamos llegar a construir (la skholé, en una acepción muy amplia: como espacio y tiempo retirados para el ocio, para la contemplación, para la suspensión de la vida cotidiana, para el pensamiento que le dice “no” a la casa y en ese no interviene la escritura, porque es un no esencialmente engendrado por la letra).
En efecto, la idea de alfabetización a secas, que nosotros heredamos, con sus modulaciones propias y sus diversas críticas, de la reforma vareliana y sus avatares y vicisitudes, posee una potencia política cuya ausencia, compensada por la alfabetización adjetivada de diferentes maneras (por ejemplo, alfabetización digital), ha mostrado la concreción planificada de un programa intelectual y afectivamente empobrecedor de los sujetos que, según se dice desde hace tiempo, constituyen el centro y la razón de ser de la educación (habría que echar un manto de duda sobre esta constitución).
2.
Mientras tomaba un café en una librería montevideana, escuché al vuelo lo que una niña de 5 años, calculo, le decía a su padre en la mesa de al lado: “A veces la creatividad se parece al caos”. Quedé atónito por unos segundos. Enseguida añadió: “Eso decía en un cuaderno de la escuela”. Volví en mí, pero como en otro yo. La niña continuó: “En mi clase pasa mucho eso: que la creatividad se parezca al caos”.
Al principio, ella citó lo que dijo otro, sí; pero esa cita ya estaba cargada de su propio pensamiento, porque el hecho mismo de recordar las palabras que estaban en ese cuaderno ya es una forma de recontextualizarlas en las suyas (propias). Citó, por supuesto, pero de inmediato mostró que la cita es precisamente eso, una cita, no una mera repetición sin sentido, inocua, inane, de las palabras ajenas: citó y a través y por medio de la cita se apropió de unas palabras que integró a su reflexión, de unas palabras que leyó y volvió a escribir: “En mi clase pasa mucho eso: que la creatividad se parezca al caos”.
Pero el verdadero quid de la cuestión, pienso, no estaba sólo en lo que dijo, sino en el cómo, en la soltura, en la seguridad retórica, en ese notable aplomo: la voz que salía de ese pequeño cuerpo era una voz sesuda, una voz que había penetrado en el espíritu de las palabras que citaba y las había recorrido en su sonoridad, en su semántica y, sobre todo, en su potencia de pensamiento (ella estaba, sin duda, alfabetizada en su sentido más fuerte, en su sentido político, que coincide con su sentido a secas). Su cuerpo ya había metabolizado las palabras referidas: ahora formaban parte de su acervo, su pensamiento las había habitado y, sin duda, las había transformado en unas palabras con su propio espíritu, con los diversos matices que aquella soltura y aquella tranquilidad les habían impreso.
Por un momento, estuve en presencia de una suerte de sensación aurática que se desprendía de esas palabras ingeridas de un cuaderno y devueltas sobre la mesa de una conversación. Estuve en presencia del poder de afecto de las palabras, de la incorporación de lo ajeno a lo propio como la forma misma del pensamiento, de una compleja metabolización de los enunciados que circulan socialmente, con especial énfasis en la escuela, enunciados pertenecientes, en esencia, al mundo de la escritura.
En suma, estuve en presencia, me arriesgo a decir, del trabajo de la lengua en su sentido más estético, o sea, político, algo que la transformación educativa raleó o eliminó de la enseñanza, de lo que pasa entre docentes y alumnos por efecto de la palabra, de lo que se dice y se lee en los salones de clase, de eso a lo que se le da mil vueltas lingüísticas (nos pasamos parafraseando otras paráfrasis) para que, al final, surja un pensamiento de las entrañas de las palabras.
Santiago Cardozo González es maestro de Educación Común, profesor de Idioma Español y doctor en Lingüística, y se desempeña como docente en la Universidad de la República.