El diseño institucional de gobierno en Uruguay es muy peculiar. Si tuviéramos que definir una fecha de nacimiento, propondría el 1º de marzo de 1943. Meses antes, una reforma constitucional aprobada en la elección nacional modificó los aspectos más polémicos de la Constitución de 1934.1 En su discurso de asunción presidencial, Juan José de Amézaga brindó una clase magistral sobre cómo debería funcionar la relación entre el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo:
“El Poder Ejecutivo tendrá a su cargo la dirección del gobierno en estrecha colaboración con la opinión pública expresada por la mayoría parlamentaria. El presidente adjudicará los ministerios entre ciudadanos que, por contar con apoyo parlamentario, aseguren su permanencia en el cargo. No tendrá, por consiguiente, la facultad que ha tenido antes de designar y destituir ministros sin atender las opiniones y directivas de las cámaras. Los ministros han dejado de ser simples secretarios de Estado para convertirse en parte integrante y responsable del Poder Ejecutivo (...) El Parlamento no se limitará a su función legislativa, se convertirá en órgano de contralor de la gestión de gobierno (...) El gobierno seguirá su política inspirándose en su conciencia y en los intereses del país. Y sólo cuando esta política se manifiesta en actos, caerá bajo la vigilancia y apreciación del Parlamento”.2
Los siguientes gobernantes siguieron estos preceptos, que se mantuvieron incambiados en las reformas constitucionales de 1952 y 1967. En un acto de cierre de campaña electoral en 1954, Luis Batlle Berres dijo:
“El Ejecutivo electo deberá mirar la geografía política de las cámaras y, según los números obtenidos por las distintas fracciones del Partido, hacer la distribución de los ministerios. No hay nada que inventar; no hay nada que innovar; no hay caminos nuevos, sino repetir los que la vida democrática del país nos ha enseñado”.3
Esa sentencia está grabada a fuego en el sistema político uruguayo. En los últimos 70 años de democracia la mayoría de los presidentes diseñaron sus gobiernos tomando en consideración la distribución de las fuerzas partidarias en el Parlamento. La excepción tal vez sea Jorge Pacheco Areco, quien a fines de los 60 se apartó de esta pauta convocando figuras extrapartidarias en el marco de un gobierno con medidas prontas de seguridad.
Más recientemente en el tiempo, cuando llegaron las coaliciones como método de gobierno, la impronta se mantuvo, llegando a elaboraciones refinadas como las observadas en la coalición de Julio María Sanguinetti –y su escudero Alberto Volonté– en la segunda mitad de los 90 o la actual de Lacalle Pou con un gabinete integrado por cuatro partidos. En un trabajo publicado hace casi una década, denominamos esa forma de concebir y diseñar el gobierno como “estilo parlamentario”.4
Hay dos grandes razones para que el estilo parlamentario de diseño del gobierno se mantuviera en el tiempo. La primera refiere al poder institucional del presidente uruguayo. A diferencia de sus colegas de Argentina, Brasil, Colombia o Perú, el uruguayo carece de poder de decreto. Esta prerrogativa refiere a un decreto especial con fuerza de ley que el presidente puede firmar con sus ministros y que entra en vigencia en forma inmediata. Si bien en todos esos casos esos decretos presidenciales quedan bajo revisión del Legislativo, lo cierto es que por diferentes razones –problemas de acción colectiva de los legisladores, costos de reversión de la medida, etcétera– las decisiones suelen quedar firmes. Por tanto, el poder de decreto es un instrumento formidable para imponer condiciones al Legislativo (amenazando con su uso) y, sobre todo, para gobernar en forma unilateral prescindiendo de la opinión de la otra rama del gobierno. Al carecer de esta herramienta, el presidente uruguayo no tiene otra alternativa que gobernar por ley, lo cual supone someter sus iniciativas a la consideración del Parlamento.
La segunda razón refiere a que el Parlamento uruguayo, a diferencia de la mayoría de los legislativos de la región, cuenta con la capacidad de censurar a los ministros. Como bien dice Amézaga, el Parlamento no sólo legisla sino también controla a la administración mediante diversos mecanismos como el pedido de informes, la invitación a las comisiones permanentes y la interpelación ministerial, pudiendo en caso de así entenderlo aprobar una moción de censura con el fin de reemplazar al ministro.
Este equilibrio de poderes empuja naturalmente a los presidentes a diseñar un gabinete que garantice una mayoría parlamentaria con el fin de aprobar sus iniciativas, bloquear las de la oposición y proteger a los ministros ante eventuales intentos de censura. En este esquema, los partidos oficialistas asumen la agenda del gobierno como su meta central y para ello distribuyen su mejor personal en posiciones sensibles del proceso legislativo (presidencias, comisiones, etcétera) que permiten regular el flujo de toma de decisiones.
En 30 de los últimos 40 años de democracia, los presidentes contaron con ese tipo de mayorías legislativas, cuyos atributos principales son la cohesión, la coordinación y el control de las decisiones en el seno del Parlamento. En los diez años restantes5 el partido del presidente ha estado en minoría, pero ningún otro ha controlado alguna de las cámaras. O sea, en Uruguay nunca han existido gobiernos divididos, como en Estados Unidos, sino escenarios donde no existe una mayoría. En estos casos, el proceso legislativo se vuelve más lento debido a las transacciones que los oficialistas debieron realizar. Además, en muchas ocasiones, el presidente debió acudir al uso del veto total o parcial que consagra la Constitución, para controlar la proactividad legislativa de sus opositores.
Los resultados de la elección del 27 de octubre
La elección del domingo estableció que los candidatos presidenciales Yamandú Orsi y Álvaro Delgado deban competir por la presidencia en la segunda vuelta el 24 de noviembre. La elección también definió la correlación de fuerzas en el Parlamento y cada candidato presenta diferentes posibilidades de viabilizar el gobierno según las formas o preceptos aquí descriptos.
El partido de Orsi controla el Senado (16 senadores), pero está en minoría en la cámara baja, al contar con 48 de 99 diputados. Su configuración se parece a la del presidente Tomás Berreta y su Partido Colorado en 1947 (16 senadores y 47 diputados) o a la del colegiado de la UBD-HO del Partido Nacional en 1963 (17 senadores y 47 diputados). En ambos casos, se conformó un gabinete de partido y se negoció con fracciones del otro partido o con partidos menores los votos que faltaban en la cámara baja para aprobar leyes.6 El camino a transitar por Orsi está alumbrado por esas experiencias, pese a que el Frente Amplio nunca gobernó sin mayorías parlamentarias.7
La coalición de Delgado está en minoría en el Senado (14 senadores) y también en la Cámara de Representantes. En la historia democrática uruguaya no existen antecedentes similares.
La coalición de Delgado está en minoría en el Senado (14 senadores) y también está en minoría en la Cámara de Representantes. En la historia democrática uruguaya no existen antecedentes similares, pues su configuración es la típica de un gobierno dividido, al estilo estadounidense. Este es el resultado de la forma de elección del presidente aprobada en la enmienda constitucional de 1997. El diseño institucional de gobierno creado en 1942 partía del supuesto de que el partido ganador de la presidencia nunca sería la segunda fuerza en el Parlamento. Podría ser minoría pero jamás tendría a otro partido que lo superara en escaños y menos que controlara una de las cámaras. Tal situación resultaba ilógica. La elección a dos vueltas nos ofrece esta curiosa posibilidad al garantizarle la chance al segundo de revertir el resultado en una segunda vuelta.
¿Puede gobernar Delgado y su coalición sin controlar el Senado? La respuesta es clara: puede, pero implica asumir los riesgos de una situación francamente adversa. Veamos las razones. En primer lugar, el Senado es el encargado de aprobar las venias que envía el Ejecutivo para designar a los directores de las empresas públicas, los consejos descentralizados, los embajadores, etcétera. La Constitución establece que esas designaciones requieren una mayoría de 2/3 del cuerpo y, en su defecto, establece la posibilidad de dejar pasar 60 días y aprobarlas por mayoría de miembros. Bajo estas condiciones, el Frente Amplio al mando del Senado cuenta con un poder formidable sobre los elencos dirigentes del Estado. Podría perfectamente bloquear todas las designaciones u obligar al presidente a asumir un costo impensado al momento de negociar los nombramientos. Recordemos que, en general, las nóminas de designación suelen acordarse entre gobierno y oposición estableciendo una relación de 2 a 1. En cada directorio, la mayoría gobierna y la minoría vigila. Sin embargo, ese patrón puede modificarse drásticamente porque el Frente Amplio pedirá más y el presidente no tiene otra opción que conceder, introduciendo así posibles inconsistencias en el diseño general del gobierno. Imaginemos por ejemplo unos consejos de la enseñanza o un directorio de Antel gobernados por una mayoría de la oposición.
En segundo lugar, el Senado podría bloquear absolutamente todos los proyectos de ley que envíe el Poder Ejecutivo. Dijimos que en Uruguay se gobierna por ley, pero si una cámara bloquea, el resultado será el no-gobierno. La única forma de pasar leyes será negociar con el Frente Amplio, lo cual añade otra distorsión, pues el programa de la coalición de gobierno quedaría sujeto al arbitrio de las preferencias del Frente Amplio, pudiendo sepultarlo en las comisiones que controlará por contar con mayoría en su seno. Al mismo tiempo, el Frente Amplio estará en condiciones de iniciar legislación desde esa cámara y buscar en la cámara baja los dos votos que le faltan. El presidente quedaría obligado a vetar esas decisiones, pero la trabazón en la que incurrirá el sistema por la repetición de sucesos podría ser inesperada. Pronosticar un impasse legislativo es casi una obviedad para cualquier observador atento de la realidad.
En tercer lugar, el Senado podría censurar a los ministros en caso de que sus decisiones de política pública –encaminadas por la vía administrativa– no le agraden. La censura no prosperará en la Asamblea General siempre y cuando el partido de Gustavo Salle no se sume a la aniquilación. El siguiente paso podría consistir en que el presidente no acepte la censura, abriendo la puerta a un conflicto de poderes –tan bien regulado por la Constitución– que derive en una disolución de las cámaras y una convocatoria a elecciones legislativas anticipadas. Situación que, llegado su momento, podría ser conveniente para Delgado, pero que entraña un riesgo institucional nunca antes vivido. Imaginémonos, por ejemplo, yendo a las urnas en 2027 como consecuencia de la activación de este mecanismo, para elegir un nuevo Parlamento, con un gobierno debilitado y con la incertidumbre sobre el resultado, que perfectamente podría profundizar la mayoría del FA u otorgar finalmente unas condiciones mínimas de gobernabilidad al presidente. Difícil de imaginar, claro está. Un presidencialismo parlamentarizado sin quitarse el corsé del mandato fijo del cargo presidencial. Raro, muy raro.
Por último, el Senado podría votar toda clase de comisiones investigadoras sobre temas urticantes como los pasaportes rusos, Sebastián Marset, Carlos Albisu, Pablo Caram y otros asuntos polémicos de la administración de Luis Lacalle Pou. Esta situación podría replicarse en la cámara baja con el concurso de Salle, generando así un escenario peligroso de polarización. Por tanto, el gobierno no sólo podría quedar sin designar las direcciones de los entes y consejos, también podría ingresar en un impasse legislativo, tener ministros acorralados por mociones de censura, y también puede quedar expuesto por asuntos que erosionarán su prestigio y la credibilidad de los implicados.
Los cuatro puntos reseñados son sustantivos y convocan a la reflexión. Es cierto que los ejemplos vertidos llevan al límite la actividad de la eventual oposición y no toma en cuenta la posibilidad de que el Frente Amplio asuma su responsabilidad institucional en tanto partido mayoritario del sistema. Sin embargo, pese a ello, el ejercicio es conveniente porque alerta con claridad sobre las pobres condiciones de gobernabilidad que ofrece la candidatura de Álvaro Delgado. Por esa razón, la elección de finales de noviembre no sólo será entre dos personas, entre dos coaliciones o entre dos proyectos de país, como les gusta decir a muchos políticos. También será entre una forma histórica de gobernabilidad –estable y previsible– y una nueva forma nunca antes vivida, la del gobierno dividido.8 Estoy seguro de que los ciudadanos no definirán su voto tomando esta disyuntiva, sin embargo, entiendo que es conveniente alertar sobre las consecuencias que cada una de las alternativas ofrece sobre el funcionamiento del gobierno.
Daniel Chasquetti es politólogo.
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Esa transición a la democracia fue muy bien estudiada por Ana Frega en su libro Baldomir y la restauración democrática (1938-1942), Ediciones de la Banda Oriental, 1987. ↩
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Ver parlamento.gub.uy/documentosyleyes/discursos/presidentes-rou/1943/98025 ↩
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Discurso pronunciado el 27 de marzo de 1954 en la ciudad de Mercedes en ocasión del lanzamiento de la campaña electoral de su sector. Citado por Rompani (1966: 235). ↩
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Daniel Chasquetti y Daniel Buquet. “Parliamentary style. Portfolio allocation in Uruguay (1967-2015)”, en Marcelo Camerlo y Cecilia Martínez Gallardo (coords.), Government Formation and Minister Turnover in Presidential Cabinets. Comparative Analysis in the Americas. Routledge, 2017. ↩
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Presidencias de Julio María Sanguinetti, 1985-1990; Luis Lacalle Herrera, 1993-1995, y Jorge Batlle, 2002-2005. ↩
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Por ejemplo, el colegiado blanco aprobó su presupuesto con los votos de la lista 99 del Partido Colorado y del PDC. ↩
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En 2017 el diputado Gonzalo Mujica cambió de partido y durante 12 meses el FA estuvo sin mayorías en la cámara baja. La consecuencia más notable fue la activación de cuatro comisiones investigadoras. Al respecto ver: parlamentodata.com/2017/12/28/un-ano-sin-mayorias-legislativas ↩
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La coyuntura 1927-1933 también podría clasificarse como gobierno dividido. Sin embargo, tal situación era buscada por el propio diseño de la Constitución de 1918. Los mandatos diferenciados del presidente, consejeros, diputados y senadores junto a las reiteradas elecciones imponían escenarios de gobierno dividido y, en ocasiones, de no-gobierno. Este factor contribuye a explicar el quiebre institucional de 1933. Ver Göran Lindahl (1977), Batlle y la segunda Constitución 1919-1933. Montevideo: Arca. ↩