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El gobierno dividido y el adiós al balotaje

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En la última columna alertamos sobre la posibilidad de que Uruguay incurriera en una configuración de gobierno nunca antes experimentada. El argumento es más o menos el siguiente. A la salida del terrismo, nuestro país adoptó un diseño institucional con poderes equilibrados. El presidente no puede ignorar al poder legislativo a la hora de gobernar, pues carece de poderes especiales para imponer su programa en forma unilateral ―como sí lo tienen los mandatarios de Argentina, Brasil, Colombia o Ecuador―. A su vez, el Parlamento, dominado por partidos fuertes e institucionalizados, cuenta con autoridad para censurar ministros y designar cargos de dirección del Estado. Este balance entre los poderes imprimió un sello a nuestra democracia que puede ser resumido en la sentencia “en Uruguay se gobierna por ley o no se gobierna”. Los politólogos solemos describirlo como un “estilo parlamentario de gobierno”, pese a que nuestro régimen es indudablemente presidencialista.

Dada esa configuración institucional, las situaciones lógicamente posibles de gobierno son dos: i) un presidente con el apoyo mayoritario en ambas cámaras; ii) un presidente en minoría pero con un Parlamento en el que nadie controla las cámaras. Desde 1985, el 75% del tiempo Uruguay ha contado con presidentes respaldados por una mayoría en ambas cámaras, sean de partido o de coalición. Las situaciones minoritarias fueron menos frecuentes pero existieron: el primer gobierno de Sanguinetti y los años posruptura de la coalición durante las presidencias de Luis Alberto Lacalle Herrera y Jorge Batlle.

La posible anomalía institucional está dada por el peculiar resultado que arrojó la elección del 27 de octubre. Por un lado, ningún partido superó el 50% más uno de los votos, por lo que los candidatos del Frente Amplio y del Partido Nacional deberán competir en una segunda vuelta. Por otro, el Frente Amplio conquistó una mayoría en la cámara alta y ningún partido controlará la cámara baja. Si Yamandú Orsi gana la presidencia, tendrá un desafío de gobernabilidad no muy complicado: debe conseguir dos votos en diputados para aprobar legislación. Pero si gana Álvaro Delgado, las cosas lucen bastante más complicadas, porque se podría configurar un escenario de gobierno dividido.

La ciencia política ha estudiado en profundidad los casos en que un partido gana la presidencia y otro distinto consigue la mayoría de una de las cámaras. Esto se llama gobierno dividido y ha sido una configuración sumamente habitual en Estados Unidos a partir de la posguerra. Una innumerable producción de libros y artículos muestran que el gobierno dividido presenta peores resultados en materia legislativa que el gobierno unificado (se aprueban menos leyes y hay un mayor retraso en los tiempos de aprobación). Pese a ello, el gobierno dividido en Estados Unidos no resulta nocivo para la estabilidad democrática porque los partidos políticos no están fuertemente cohesionados, al tiempo que el Congreso no cuenta con dispositivos de fuego de tipo parlamentarista (mecanismos de censura ministerial). Además de estos factores, el presidencialismo de Estados Unidos se asienta en una organización federal muy bien representada en el Congreso, lo cual supone una multiplicidad de intereses territoriales y sectoriales que vuelven más fáciles las transacciones entre el Poder Ejecutivo y los legisladores del partido contrario. Si bien los caucus partidarios ―bancadas― pueden imponer disciplina a sus miembros, el margen de decisión de los congresistas es amplio, sobre todo cuando su partido no controla la presidencia.

Una configuración de gobierno dividido en Uruguay es mucho más compleja y desafiante porque los partidos uruguayos son más cohesionados que los estadounidenses. Esa consistencia es aún más intensa en la Cámara de Senadores, un ámbito institucional donde conviven los líderes de las fracciones partidarias y sus más estrechos colaboradores. A esto se suma el hecho de que el Parlamento sí cuenta con dispositivos institucionales con poder de fuego (censura ministerial), por lo que el control de una cámara en manos del mayor partido de la oposición puede ser un factor de sumo riesgo para el partido que detenta la presidencia bajo un formato de gobierno dividido.1

Llegados a este punto, debemos preguntarnos por qué se abrió la posibilidad de un gobierno dividido en Uruguay si el diseño institucional fue pensado para que el presidente busque conformar mayorías parlamentarias que respalden su programa de gobierno y en caso de fracasar en ese objetivo, conformarse con gobernar en situación minoritaria. La respuesta es muy simple: la reforma constitucional de 1997 introdujo la mayoría absoluta con doble vuelta como método de elección presidencial (balotaje) y lo ocurrido en la pasada elección provocó un escenario no previsto por los reformadores.

Los argumentos para la introducción del balotaje en Uruguay fueron variados y van desde la necesidad de reforzar la autoridad presidencial o facilitar la formación de coaliciones de gobierno hasta el intento puro y duro de evitar que el Frente Amplio llegara al gobierno.

Hasta la reforma constitucional, la elección presidencial por mayoría simple brindaba la certeza de que, cualquiera fuera el resultado, el partido del presidente sería el más grande en ambas cámaras del Parlamento. Los argumentos para la introducción del balotaje en Uruguay fueron variados y van desde la necesidad de reforzar la autoridad presidencial o facilitar la formación de coaliciones de gobierno hasta el intento puro y duro de evitar que el Frente Amplio llegara al gobierno. No ingresaremos en la discusión de si los argumentos eran adecuados y sinceros. Nos concentraremos en un hecho indudable: en términos de competencia, el balotaje es un sistema de elección que permite la reversión del resultado inicial. Este es su atributo más distintivo. Al colocar una condición de difícil cumplimiento (obtener la mayoría más uno de los votos), una segunda vuelta entre los dos primeros candidatos sólo puede arrojar una novedad: que el segundo candidato derrote al primero. En el mundo, una de cada cuatro elecciones con balotaje registra reversión de resultados en segunda vuelta. En Uruguay, se realizaron hasta el momento cuatro segundas vueltas y en dos hubo reversión: en 1999, Jorge Batlle se impuso a Tabaré Vázquez (descontó siete puntos porcentuales en la segunda vuelta) y en 2019, Luis Lacalle Pou se impuso a Daniel Martínez (descontó nueve puntos).

La reversión del resultado en Uruguay abre naturalmente situaciones complicadas para la gobernabilidad, porque el partido ganador de la presidencia es invariablemente el segundo partido en el Parlamento. En las instancias mencionadas, esos riesgos fueron abatidos mediante la formación de coaliciones de gobierno entre dos o más partidos. Batlle pactó una coalición con el Partido Nacional, en tanto Lacalle Pou lo hizo con el Partido Colorado, el Partido Independiente, Cabildo Abierto y el Partido de la Gente. Ambas coaliciones tuvieron frente a sí a un Frente Amplio poderoso pero que no controlaba ninguna de las cámaras. Entre 2000 y 2005 contaba con el 38% de las bancas del Senado y el 40% de las de diputados; entre 2020 y 2025, contó con el 42% de las bancas de ambas cámaras. La situación del presente balotaje es especial porque en este caso el Frente Amplio votó muy por encima de lo logrado en 1999 y 2019. Obtuvo el 43,9% del total de votantes y el 46,1% de los votos válidos, lo cual le reportó el 51% de las bancas de la cámara alta y el 48% de las de la cámara baja. En el caso de que el resultado de la segunda vuelta sea el de una reversión, quedará habilitada la configuración de gobierno dividido y ello será responsabilidad casi exclusiva del balotaje, una forma de elección presidencial inadecuada para nuestra configuración institucional de gobierno.

Este hecho nos lleva a plantear seriamente la necesidad de modificar la forma de elección presidencial. Mi principal argumento es la posibilidad de un gobierno dividido. La segunda razón se vincula al hecho de que los partidos de la actual coalición de gobierno parecen encaminarse en forma inexorable hacia una fusión. Si eso se concreta, aumentará el riesgo de tener resultados ajustados en los que nadie supere el 50%, y obsérvese que una cosa es realizar una segunda vuelta para que el 30% de los votantes (los que optaron por los partidos perdedores) exprese su segunda preferencia, pero otra muy distinta es hacerla para que devele esa incógnita una proporción que podría oscilar entre el 5% y el 10%. Algo que carece de sentido.

Bajo estas condiciones, la mejor alternativa sería la de volver a la mayoría simple pero con candidatos únicos (es decir, no volver al sistema anterior que permitía múltiples candidaturas por partido), donde la presidencia la gana el partido que consiga más votos. La segunda posibilidad sería la de establecer un umbral reducido como lo han hecho otras democracias de la región. Podría establecerse que el ganador debe cruzar la línea del 45% o superar el 40% y tener 10% de ventaja. Esta opción permitiría la reversión del resultado, pero evitaría al menos el establecimiento de un gobierno dividido, cuyos potenciales riesgos han quedado expuestos en estas páginas.

Daniel Chasquetti es politólogo.


  1. Esta argumentación, basada en el estudio de las reglas de juego y sus incentivos, ha sido interpretada por algunos dirigentes de la coalición de gobierno como un operativo de publicidad de los politólogos a favor del Frente Amplio. Quienes así piensan pierden de vista o simplemente desconocen que este tipo de enfoques son clásicos en la ciencia política y que perfectamente podrían suponer una pregunta de examen de alguna asignatura de la carrera de grado. Comprendemos la preocupación del comando de campaña de Álvaro Delgado por la difusión de argumentos que exponen los problemas de gobernabilidad que ofrece su candidatura. Sin embargo, el compromiso de imparcialidad y profesionalismo que la mayoría de los colegas profesan no puede ignorar o pasar por alto elementos estructurales tan obvios que rompen los ojos, como tampoco evitar extraer conclusiones básicas y relevantes para el funcionamiento de la democracia en nuestro país. 

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