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La democracia al alcance de un like

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Hace algún tiempo, en una columna en la que reflexioné sobre distintos aspectos de nuestra ingeniería electoral que pueden estar incidiendo sobre partidos y electores,1 introduje la pregunta sobre sus efectos en torno a la construcción de liderazgos. Allí mencioné cómo existían ciertos incentivos para la personalización de la política partidaria, dado que el sistema electoral vigente, entre otras cosas, les da mayor protagonismo a los candidatos únicos, amplificando la influencia de factores personales en las elecciones. En aquella oportunidad y con las internas aún cercanas, señalé que al observar la campaña actual, enfocada en perfiles individuales y con un menor énfasis en la identidad colectiva del partido, parece evidente este giro hacia el personalismo. Esto está en línea con las reglas de juego electoral, pero también con tendencias sociales y políticas más amplias hacia el individualismo y la ruptura de lazos colectivos, de las que no somos ajenos.

De las distintas campañas que se están llevando adelante de cara a octubre, la que más está explotando este aspecto personalista es la de Andrés Ojeda. En el programa de gobierno del Partido Colorado se puede ver la imagen completa de Ojeda en la portada, junto a los eslóganes que lo identifican. La estética está completamente centrada en el destaque de su figura, con un tipo de lenguaje visual que parece cercano al catálogo de un producto (algo, por otra parte, típico del desarrollo del marketing político, asociado al auge de los partidos profesionales electorales). De hecho, su imagen es la única de un (o una) integrante de su partido que se identifica en alguna de las 264 páginas del programa, en las que tampoco aparece mencionado su compañero de fórmula.

Tomo el programa como un indicador de este elemento personalista por ser el documento que sintetiza la propuesta de una colectividad política. Por supuesto que la propuesta va mucho más allá de la presentación estética, que debería ser subsidiaria al contenido, pero dado que la escenificación es lo que sobresale y que, en muchos casos, no será menor para los/las electores al momento de decidir, creo que no es un elemento superficial para la discusión. Es claro, además, que este factor personalista está presente en las distintas piezas y actos de campaña, y que es una apuesta central en la globalidad de lo que se oferta. Y también en su alcance y difusión.

Veamos rápidamente algunos números para ilustrar el punto: en la página web del Partido Colorado, la noticia sobre el programa de gobierno (que lleva un minuto de lectura), fue vista 190 veces, mientras que sólo en una de las redes sociales de Ojeda, Instagram, un video breve sobre el programa fue visto más de 32.000 veces. Y este último número es 20 veces inferior al de las vistas que tuvo en esa misma red un video de preguntas y respuestas que lo muestra ejercitándose en un gimnasio y que, con una catarata de reacciones, fue uno de los temas de campaña de la semana.

Mucho ruido, muchos clics

“Lo único peor a que hablen de uno es que no hablen de uno”, escribió Oscar Wilde a fines del siglo XIX, adelantándose a la lógica con la que muchas veces se mueven las redes sociales. Generar conversación y reacciones es incluso más relevante que el contenido sobre el que se discute. En ese sentido, las reacciones negativas cuentan tanto como las positivas. Si el objetivo es tener visibilidad, el ruido amplifica el alcance.

El spot de Ojeda en el gimnasio, en el que responde una serie de preguntas que abarcan desde su signo zodiacal hasta detalles de su vida personal y profesional, alcanzó una difusión muy alta y causó polémica. Según dijo Ojeda, era uno de los objetivos que buscaba para llegar en particular al electorado más “despolitizado”. Una proporción del electorado que podemos asumir que se quedará con mensajes de este tipo como fuente principal de información (el número de 190 visitas a la noticia sobre el programa es posterior al spot, que sólo en Instagram tuvo 722.000 vistas).

Aunque muchas de las reacciones frente al spot hayan sido en un tono crítico, de todas formas contribuyeron a que entrara en la conversación. Me gustaría detenerme en estas líneas sobre qué tipo de conversación se está generando.

La renovación como marca

Confieso que no me fue sencillo llegar a ordenar estas ideas, pero no porque considere que la campaña o el anuncio publicitario del gimnasio carezcan de contenido político, sino al contrario. Lo político no es sólo programático, y hay distintos mensajes aquí para analizar. Dada su popularidad, voy a tomar como punto de entrada el spot para explicar a qué me refiero.

Primero, está la narrativa de la renovación.2 Es la lectura explícita que se da ya digerida al electorado al inicio y al final: “El nuevo presidente”. Más difícil es identificar a qué partido representa si no se tiene conocimiento previo de ello. Y aún más difícil, saliendo de la lectura lineal, interpretar en dónde radica la novedad.

Pero analicemos esta novedad por niveles. En el Partido Colorado, la del pasado junio fue una interna más en la que su electorado apostó por apoyar un tipo de candidatura que disputó el tradicional liderazgo partidario (ya lo había hecho con Ernesto Talvi y, antes, con Pedro Bordaberry). Podríamos decir que, paradójicamente, al apoyar a Ojeda el electorado colorado está afianzando una tradición en la renovación. Hay aquí una situación que se repite en torno a intentar canalizar esta renovación a través de figuras, aunque luego estas candidaturas tengan dificultades para volcar ese capital electoral en un liderazgo partidario. Se necesitan otros procesos para transformar candidatos en líderes. Y el retorno a la política de Bordaberry es un elemento que puede dificultar este proceso en el corto plazo para Ojeda.

Por otra parte, está la novedad asociada a la edad del candidato. La renovación como etiqueta que lee el cambio principalmente en clave de recambio generacional también fue central en otra candidatura una década atrás; la de Luis Lacalle Pou, figura a la que Ojeda busca aproximarse permanentemente (quizá aquí esté uno de los elementos más disruptivos del discurso de su propuesta, por ser el candidato único del Partido Colorado). También en aquella oportunidad, la forma de asociar rápidamente estas ideas fue a través de lo performativo: Lacalle Pou hizo una pirueta conocida como “la bandera”, mostrando así de forma muy concreta una combinación de fuerza física y relativa juventud, que contrastaba con sus competidores. Hay varios paralelismos con este episodio que, de cierta forma, aluden al carácter repetitivo de nuestra cronología histórico-electoral reciente: el episodio se viralizó y terminó siendo parte del spot de Lacalle Pou, que incluso enmarcó la foto del momento y la puso en su oficina. Una década más tarde, Ojeda performa a su modo el gesto (despliegue de fuerza física, recreación de una situación que se simula como espontánea y alejada de lo “políticamente relevante”, pero que marca su campaña, alta receptividad al mensaje en medios y redes) y hasta le pone un pin en su muro de Instagram. Casi un análogo virtual de la foto en la oficina.

En uno y otro momento, sucede algo significativo por la disrupción de su visibilidad: la exhibición de la corporalidad de los candidatos. Por lo general, en nuestras democracias representativas lo masculino predomina y se asume desde lo universal, desde una abstracción que niega la materialidad del cuerpo. Es al confrontar las exclusiones de esa construcción pretendidamente universal que nos preguntamos sobre si hay una dimensión distinta de la democracia que no estamos apreciando: ¿quiénes están quedando afuera? Cuando miramos, por ejemplo, la conformación de un Parlamento, ¿quiénes están y quiénes no están ahí? Así, esa pretendida abstracción universal se visualiza en su materialidad concreta. Y en sus límites.

En el spot de Ojeda lo que habla no es la subalternidad, sino la escenificación de una forma hegemónica de interpretar lo masculino, pero en los códigos en que, por lo general, se identifica y valora en otros ámbitos por fuera de los del sistema político, como los del consumo cultural. Quizá también por ello responde en una de las preguntas del spot que su película escogida “para este momento” es 300 (2006), una adaptación del cómic de Frank Miller que retrata de una forma épica la batalla de las Termópilas, que en su momento generó polémica por sus licencias narrativas (el diario The Guardian la describió como “una puñalada a la historia”, por ejemplo) y por su demonización en la representación de “el otro”. Sin desmerecer el cómic o la película con una lectura simplificadora, creo que hay también aquí un hilo de continuidad con este modelo de masculinidad destacada en los productos culturales de consumo masivo, en los que se representa a los héroes como líderes que basan gran parte de sus atributos en sus capacidades físicas (que en este contexto épico, además, se traducen en capacidades militares, por lo general bastante alejadas del modelo dialógico de tratar el conflicto en las democracias) y también con la narrativa binaria del nosotros/ellos, que caricaturiza la forma de expresión del disenso.

La narrativa binaria está presente, a su vez, en el segundo spot de preguntas y respuestas, que Ojeda definió como de contenido más político, esta vez en clave “FA versus Coalición”. En ese spot, en el que se define como “un colorado muy coalicionista”, dice que “lo peor para Uruguay” es “volver atrás con el Frente Amplio” y que votar a la coalición es “la única forma de garantizar el futuro”. Un nosotros/ellos en clave de identidad antagonista, que deja por fuera la dimensión de la ideología (dimensión que, en términos generales, tampoco forma parte del relato general de la campaña).

Diez años no es nada

En la campaña de 2014, el politólogo Gabriel Delacoste había analizado aquel hecho protagonizado por Lacalle Pou como parte de lo que entendía como una renovación de la masculinidad hegemónica, a la que definía como el ideal culturalmente dominante (es decir, el de mayor aprobación social) de masculinidad.3 Este cambio no era desestabilizador del modo en que tradicionalmente se construyen y reproducen las élites políticas. Podía convivir con posturas conservadoras en las relaciones de poder; en términos de género, por ejemplo.

Es significativo que en esta nueva etapa de renovación, dentro de los partidos con mayor intención de voto, la colorada sea la única fórmula no paritaria. Y también que esta “nueva política” deje por fuera a otros liderazgos jóvenes, como, según informó Búsqueda, sucede con Desirée Pagliarini, prosecretaria de Género y Diversidad del Partido Colorado, quien habría decidido no integrar la lista de su sector a la Cámara de Representantes en Montevideo por discrepancias con el liderazgo del candidato.

Con esto no quiero decir que este recambio generacional no represente un cambio en ciertos aspectos, ni que ese proceso se dé sin resistencias ni tensiones en el sistema, donde el estatus asociado a la edad elevada de la dirigencia es un valor, pero está dentro de los cambios esperados, los inevitables, los que pueden verse con buenos ojos y habilitación de las generaciones anteriores, que ven reflejada allí la continuidad. En palabras de Julio María Sanguinetti, líder del Partido Colorado desde hace décadas: “Los tiempos van cambiando. Yo tengo cuatro generaciones de políticos y de momentos políticos. Tengo un ejemplo bien típico: Lacalle Pou y Lacalle Herrera. Ahí tiene claro el tránsito de la generación. Si yo hubiera aparecido con una Harley Davidson como apareció mi querido, respetado y admirado amigo Lacalle Pou, no sé, dirían ‘Sanguinetti enloqueció’. Sin embargo, a nadie le parece mal porque es lógico, [...] auténtico”. En esta misma línea de autenticidad inscribió el estilo de comunicación de Ojeda, al que describió como eficaz, y bromeó: “¿Es nochero? Sí. También lo era [el expresidente Jorge] Pacheco [Areco]”.4

La novedad de la identidad coalicionista

El concepto de renovación que propone Ojeda tiene una línea explícita con la figura y el gobierno de Lacalle Pou, por lo que tiene el doble desafío de representar “lo nuevo” en el marco de una continuidad y, a la vez, la dificultad de no ser heredero directo del partido del presidente.

Quizá un elemento novedoso en este sentido, por la falta de antecedentes de una situación así, sea el liderazgo de Lacalle Pou más allá del Partido Nacional, luego de lo que ha sido el gobierno de la coalición y de los incentivos para tener una identidad coalicionista que con el tiempo vuelva más porosas las fronteras de los actores fundacionales del sistema.

Por el momento, no está claro que este sea el caso en el corto plazo, ni que la exposición ante una audiencia masiva pueda canalizarse con éxito al futuro plano electoral, ni que cristalice en la estructura partidaria, como lo muestra la propia rearticulación del Partido Colorado en torno a figuras más tradicionales posinternas.

También, y en una nota un poco menos instrumental, hay un punto no menor que se plantea en esta discusión, y refiere al electorado que “no muestra interés” en la política institucionalizada. No es novedad que desde el sistema político se intente captarlo a través de distintas estrategias, con miras a objetivos electorales concretos. Pero votante no es sinónimo de ciudadano/a, y parte importante de este problema es que se visibilice por parte del sistema únicamente en el marco de un ciclo electoral. Si hay una distancia con el sistema político y con la forma en que estructuramos la representación, ¿no será tiempo de pensar soluciones para afrontar esa brecha? Quizá, aprovechando el diálogo abierto sobre renovación y la demanda de alcanzarla, podamos pensar formas de incluir de forma efectiva a quienes hoy les llega el mensaje pero no participan en la conversación, si es que de verdad consideramos que existe un problema colectivo a resolver. En eso está en juego mucho más que la definición de un gobierno.

Marcela Schenck es politóloga.

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