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Marcha de la Diversidad (archivo, setiembre de 2021).

Foto: Natalia Rovira

Habitar las identidades lésbicas y sus vínculos sexoafectivos: un camino de “resistencia” estrecho a los feminismos

7 minutos de lectura
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Según Laura Recalde, especialista en disidencias sexuales y de género, existe una “brecha entre las normas legales y las morales”, lo que hace que continúen las discriminaciones en los espacios a pesar de los avances en la agenda de derechos.

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Leído por Abril Mederos.
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“¿Cuándo comienza una mujer a ser lesbiana? Una mujer puede comenzar a ser lesbiana en cualquier momento de su vida. Nunca es demasiado tarde para eso. En cualquier momento, con 12, 32 o 62 años de edad, tú puedes descubrir que lo que sientes por otra mujer no es sólo amistad y admiración. Te puedes sentir apasionada por ella, con ganas de compartir su vida, su pasión, su trabajo. Puedes sentir atracción física, deseo de abrazar, besar, de hacerle mimos. En ese momento estás siendo lesbiana. Nadie nace hetero u homosexual”.

“¿Qué hacen las lesbianas en la cama?”, era el título del artículo que, entre otras preguntas, respondía a la de “¿Cuándo comienza una mujer a ser lesbiana?”, que se contestaba de esa forma. El texto fue publicado en marzo de 1991 en la revista Cotidiano Mujer, dentro un número dedicado casi exclusivamente a los vínculos lésbicos. Según contó a la diaria Lucy Garrido, la coordinadora general de la revista en ese entonces, el número “desapareció de los kioscos” y fue la edición que, si mal no recuerda, se vendió más.

Era 1991 cuando, a través de una columna editorial, Cotidiano Mujer decía que en los medios de comunicación se publicaban, esporádicamente, artículos sobre la homosexualidad, pero centrados primordialmente en la masculina. Por tanto, como integrantes del movimiento feminista y como medio de comunicación, Cotidiano asumía “la responsabilidad” de “no haber abordado antes el tema” y dedicaba por tal razón “parte de este número al lesbianismo”.

La invisibilidad de las tortas. Vir Cano, filósofe argentine, entiende al lesbianismo -y al feminismo, que asegura vino con él- como un “modo de ser y de habitar la existencia”. Lo que Cano llamó como “tortismo” en su libro Ética tortillera (2015), constituye entonces “una mirada del mundo” que, además, proporciona una lengua propia.

En ese entendido, Cano desarrolla una “cartografía lesbiana” sin dejar de tener en cuenta la “irreductible singularidad, aquella que señala la diferencia o distancia que distingue a una de la otra, a la vez que posibilita la existencia de un nosotr@s”: habla de “chonga”, “practicante del amor libre”, “andrógina”, “torta feminista”, “lesbiana política”, “torta queer”, “torta vegana”. Habla de categorías y subespecificaciones del tortismo basadas en la estética y presentación de género, en la procedencia geopolítica, en la narración que cada una hace de sí misma a través del posicionamiento “político-situacional” y en las prácticas sexoafectivas que se piensan y se llevan a cabo.

En diálogo con la diaria, Laura Recalde, especialista en disidencias sexuales y de género y doctoranda en Antropología Social, aseguró que “no podemos hablar de una identidad lésbica, sino de identidades lésbicas”, y que tampoco “podemos olvidarnos de que hay mujeres bisexuales, pansexuales, que se relacionan sexoafectivamente con otras mujeres y que identitariamente no se identifican con todas estas categorías”.

Pero ¿cómo es habitar hoy la amplitud de la existencia lésbica -en el diverso modo de utilizar el término-? ¿Cómo es habitarla con una otra? ¿Qué tan lejos se está de 1991?

Más allá de lo “abstracto” de los territorios

Es viernes 30 de setiembre de 2022 y las calles de Montevideo se pintan de los colores LGBTI en una nueva Marcha por la Diversidad. Las disidencias sexuales y de género habitan la ciudad capitalina -o más propiamente dicho los alrededores de la convocatoria- con alegría, con orgullo, en una masa que se abraza y ampara en sí misma.

Sin embargo, no todos los días las tortas pueden habitar la ciudad con la misma libertad y, menos aún, habitarla afectivamente con una otra. Al hablar de los territorios, Recalde aclaró, antes que nada, que “la ciudad como ese lugar abstracto no existe”. Dijo que muchas veces, cuando se piensa en los espacios, se los imagina como lugares en donde no hay personas, cuando en realidad “se generan en relaciones sociales diversas y adquieren sentidos en el marco de esas relaciones”.

En tanto, Recalde aseguró que se trata de “relaciones sociales situadas en diferentes lugares, que hacen de los espacios ambientes hostiles, expulsivos o no tolerantes”. Según la especialista, existe una “cisheteronormatividad muy fuerte que articula todos los espacios cotidianos en los que nos movemos” y que en ellos “sigue habiendo violencias”.

María Eugenia Mahía tiene 29 años, es integrante de la revista digital Harta y habita el lesbianismo como “una identidad colectiva”. En conversación con la diaria contó que, de a poco, algunos espacios la fueron “echando” o que quizás ella se fue “aislando”: “No estoy muy segura de si yo me alejé porque estoy convencida de que quiero algo diferente o porque esos espacios son tan hostiles con mi existencia que me tengo que ir. ¿Estoy siendo echada o me estoy yendo?”, se preguntó.

El año pasado, un grupo de investigadoras de la Facultad de Psicología de la Universidad de la República presentó la investigación Derecho a la ciudad: una mirada a las experiencias de mujeres que se vinculan sexoafectivamente con otras mujeres en Montevideo. Durante 2021, entrevistaron a 21 mujeres cis mayores de 18 años, residentes en Montevideo y que tuvieran o hubieran tenido relaciones con otras mujeres, para aproximarse a la vivencia “problematizando si se garantiza su derecho a vivir la ciudad de forma igualitaria”, según explicó a la diaria la coordinadora de la investigación, Marcela Schenck, magíster en Ciencia Política y especializada en temas de diversidad y género.

En primera instancia, la investigación arrojó que “prácticamente no se encuentran relatos en los que no hayan ocurrido” situaciones de discriminación en el espacio público. Schenck dijo que algunas de estas experiencias son “más naturalizadas” y a la vez “más frecuentes”, como el “sentirse juzgadas a través del contacto visual o de otras acciones, de un modo que no llega a verbalizarse”.

Dentro de las situaciones más cotidianas, Schenck mencionó que también estaba el “rechazo más explícito”, como personas que se iban del espacio público donde había dos mujeres demostrándose afecto, agresiones verbales o con gestos y, principalmente, “el acoso verbal con connotaciones sexuales por parte de varones”, tanto en la calle como en el espacio público en general. En algunos de los relatos también se evidenciaron situaciones de violencia física, donde las mujeres se sintieron “en riesgo y sin respaldo, por ejemplo, por parte de otras personas que presenciaron el hecho”.

Si bien en el estudio se encontró que en determinadas zonas de Montevideo “existen percepciones más elevadas de riesgo”, Schenck afirmó que en los relatos no se mencionaron “espacios totalmente ‘libres de riesgo’”. La politóloga señaló además que en el espacio privado también se identificaron situaciones de discriminación, como en el ámbito familiar, que para algunas “era un espacio de sufrimiento en relación a cómo se había tomado su orientación sexual”. Dentro de los entornos laborales, algunas relataron que vivieron “dificultades” y “rechazo”, mientras que en los vínculos de amistad se evidenció una “mayor apertura”.

Por otro lado, Recalde especificó que las experiencias de discriminación aumentan o disminuyen dependiendo del lugar que se habita y de lo que se haga en él, pero también en relación a las interseccionalidades de la persona y de “cómo se encarna la disidencia sexual”. “Al hablar de lesbianas o mujeres o bisexuales o pansexuales tenemos que ver si esos cuerpos son racializados, de qué clase social son, si tienen discapacidad” y “cuánto se alejan o se acercan de la masculinidad o feminidad hegemónica en cuanto a estética, performance, modo de ser y estar en relación a su cuerpo y cómo se ve”, narró.

En ese sentido, describió como “crucial” considerar que “hay una brecha entre las normas legales y las normas morales”, lo que hace que “cualquier espacio esté generizado”. Recalde refirió al departamento de Rivera para ejemplificar que, en muchos casos, las normas morales “pesan más” que las legales.

Nadia Coelho tiene 47 años, vive en la frontera de Rivera y pertenece al colectivo Riversidad. A Coelho no le gusta caminar por las calles, aunque sea su ciudad natal, porque siente que la gente la mira con “miradas intimidatorias” y con “prejuicio”. Según contó a la diaria, se siente como “pez fuera del agua” y, por tanto, “sólo si es extremadamente necesario” sale de su casa. Cuando salen, con su pareja prefieren no tener “trato afectivo” para evitar cualquier discriminación. Esta reacción, ya sea en mayor o menor restricción de afectividad, es una de las más usuales en las mujeres entrevistadas para la investigación. “Esto marca una desigualdad muy importante frente a lo que ocurre socialmente con las formas de expresar públicamente afecto en parejas heterosexuales”, concluyó Schenck.

El paso del tiempo

Cano decía que, en su experiencia propia, el lesbianismo vino con el feminismo. “No concibo ser lesbiana sin ser feminista”, dijo, en la misma línea, Mahía. “Creo que la militancia de mujeres lesbianas y bisexuales se canaliza un montón dentro del feminismo”, aseguró también Recalde.

Para Mahía, el avance de los feminismos y de los movimientos LGBTI, justamente, ha influido en una mayor visibilización y “ha generado nuevos puntos de fuga, de realidades posibles”. Asimismo, consideró que la aprobación de la ley de matrimonio igualitario en Uruguay significó una “validación del Estado y a nivel cultural”.

Admitió, aun así, que también existe “mucho pinkwashing, y, por otra parte, que hay una invisibilización en los métodos de barrera para las relaciones sexuales entre mujeres, porque “no sólo no se habla, sino que no se piensan alternativas realmente viables, cómodas y sensuales. Se enseña desde el miedo y se nos dan herramientas muy pobres de cuidado”.

Al igual que Mahía, la doctoranda en Antropología Social observa un avance en relación a la agenda de derechos y la visibilización de las luchas: “Hemos avanzado simbólicamente en lo que son las identidades sexuales y de género disidentes. La sociedad sabe que existen y las personas tienen un marco de referencia para pensarlo en relación a la conquista de derechos”.

Sin embargo, “en lo que es la práctica cotidiana”, en los espacios que se transitan diariamente, “pasan otras cosas” y entran en juego “las normas morales”. En los relatos de la investigación de 2021, Schenck dijo que “la variable más mencionada” sobre los cambios tuvo que ver con lo generacional: “Para ellas, las generaciones más jóvenes se benefician de la lucha social de las anteriores, teniendo hoy mayor libertad”.

Quienes no eran originarias de Montevideo, dijeron que “vivieron el proceso de migración interna como una liberación”. En los relatos también aparece como un cambio más general la visibilización pública de las orientaciones no heterosexuales a través, por ejemplo, de los productos de consumo cultural.

Sin perjuicio del continuo de opresiones y discriminaciones, a Mahía le gusta pensar que no es lo único que “une” a las identidades lésbicas, “sino también la resistencia en común ante eso, la lucha en común por generar un universo afectivo diferente”.

Para Cano, la resistencia es parte del “modo de ser” torta, pero habitar la identidad también es motivo de celebración: “Lo celebramos porque el lesbianismo (y ojalá lo hubiera sabido mucho antes) es ocasión de alegría, orgullo y encuentro. Lo celebramos porque para much@s de nosotr@s, el lesbianismo fue, es o será un modo de hacer más vivible y menos solitario este mundo, e incluso más esperanzador”.

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