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Puesto callejero en Rio de Janeiro, el 27 de setiembre.

Foto: Ernesto Benavides, AFP

La raíz radical que afianza el bolsonarismo

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Hacia la segunda vuelta en un Brasil derechizado.

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Los dos candidatos excluyentes que se enfrentaron en el capítulo presidencial de las elecciones brasileñas del 2 de octubre, Luis Inacio Lula da Silva y Jair Bolsonaro, han dado lugar a corrientes de ideas que trascienden un programa de gobierno y que desbordan sus fronteras. Paradojalmente, la más nueva es la que más conecta con las fuentes del pensamiento político tradicional del país.

La intriga también está polarizada. Por una parte, se mantiene la incertidumbre sobre si el actual presidente de ultraderecha aceptará los resultados de la segunda vuelta. En sus declaraciones de la noche de la primera ronda se mostró menos incendiario pero insistió en que un sistema electrónico como el brasileño no es 100 por ciento confiable. Por otro lado, está la duda de saber si aquello que regresará con la probable victoria de Lula será el lulismo o una versión aún más diluida.

Porque pese a que votó dos puntos menos del techo optimista del margen de error de los sondeos electorales, un tercer mandato de Lula, candidato del izquierdista Partido de los Trabajadores (PT), es el escenario más probable hacia el 30 de octubre. ¿Por qué, entonces, el ceño fruncido al momento de comparecer ante la prensa la noche de los comicios? El problema para Lula no fueron los dos puntos que le faltaron para ganar en primera ronda, en la que obtuvo el 48,43 por ciento de los votos, sino el fortalecimiento que logró Bolsonaro, que casi alcanzó el 43,2. El actual presidente no sólo superó la previsión media de las encuestadoras, sino que su candidatura fue la locomotora para que la ultraderecha consiga 99 diputados y se convierta en la mayor bancada en esa cámara.

Fuera porque se veía la polvareda en el horizonte, fuera por táctica electoral, el último tramo de la campaña de Lula tomó un tono de “salvación democrática” que llevó a que desde sus propias tiendas se hablara de una “elección de transición”, casi como si se estuviera saliendo de una dictadura. Al necesitar el balotaje, eso le significará todavía más concesiones que las que ya hizo, pero conceder será esencial para el apoyo de los candidatos que el 2 de octubre quedaron en tercer y cuarto lugar: Simone Tebet, del Movimiento Democrático Brasileño (4,2 por ciento), y Ciro Gomes, del Partido Democrático Laborista (tres por ciento).

Transformar con límites

El lulismo es un concepto que acuñó el politólogo André Singer, quien fuera portavoz del primer gobierno de Lula (2002-2007). En términos económicos no busca la redistribución de la riqueza, como sí hace la izquierda clásica, sino un ajuste progresista que pueda ir limando las injusticias (en especial la extrema pobreza) sin confrontar de forma directa con el capital. Sus expresiones programáticas más visibles fueron la iniciativa “Hambre cero”, que sacó a más de 20 millones de brasileños de la miseria, y que le valió a Lula la mayor distinción de Naciones Unidas en la lucha contra el hambre. En sus gobiernos se registró, además, un aumento del 53,6 por ciento del poder de compra del salario mínimo.1 Pese a que su énfasis real no haya sido la redistribución, hubo un crecimiento de más de tres puntos de la participación de los trabajadores en el Producto Interior Bruto del país.

Pero en términos culturales el lulismo es mucho más. Políticas afirmativas como la ley de cuotas raciales de 2013, que reservó hasta la mitad de los lugares en las universidades federales para afrobrasileños, indios y alumnos de la enseñanza pública, o un clima menos asfixiante para las mujeres y las personas LGTB+, han contribuido a forjar una fuerte asociación de Lula con la agenda de derechos. Gracias a las listas que llevó el PT al capítulo legislativo de los comicios del 2 de octubre, Brasil tendrá la primera mujer trans que accede a un escaño en su historia, y la bancada indígena logró ampliar su modesto número.

Es en este punto en el que Lula y Bolsonaro divergen con más fuerza. Recuérdese que durante la anterior elección brasileña los movimientos sociales, en especial feministas, levantaron el eslogan “ele não” [él no] en contra de Bolsonaro. De hecho, el bolsonarismo tiene una de sus principales señas de identidad en su oposición a lo que la derecha denomina “ideología de género”. Y en las primeras declaraciones a la prensa de la noche de la primera ronda, Bolsonaro fustigó la propuesta de Lula de crear más zonas protegidas en la Amazonia, ya que, en su opinión, eso afectaría el agronegocio y la seguridad alimentaria.

Bases del bolsonarismo

Mientras la campaña brasileña entra en su fase decisiva, el título de este artículo contiene una duda que no es sólo gramatical. ¿Es esa raíz de derecha la que afianza al bolsonarismo, o es el surgir de esta nueva fuente lo que permite que aquella radicalidad conservadora se aferre al terreno con más fuerza?

Más allá de las páginas amarillas de los libros de historia que muestran desde la muy tardía abolición de la esclavitud (1888) hasta existencia de grupos filofascistas en los años 1930, el golpe de Estado de 1964 es lo primero que surge cuando se piensa en un ejemplo de la capilaridad social de la derecha brasileña. No sólo por su precocidad (la primera de las dictaduras latinoamericanas que caracterizarán la década siguiente) o su duración (cerca del doble que sus similares del Cono sur), sino por las dificultades para forjar, en la sociedad, un consenso para juzgar los crímenes de lesa humanidad similar al que se alcanzó en Argentina. Esto se fue sumando a la eclosión de usinas de pensamiento ultraliberales,2 al avance de los sectores fundamentalistas de derecha dentro de las iglesias evangélicas tradicionales3 y a la retórica de la lucha contra “el marxismo cultural”. Ese fue el caldo de cultivo para el odio visceral que se puso en evidencia durante el impeachment que en agosto de 2016 destituyó a la entonces presidenta Dilma Rousseff, ungida sucesora por Lula seis años antes.

El golpe constitucional contra Rousseff muestra los límites del lulismo a la vez que resulta el escenario donde surge el primer destello de bolsonarismo. La destitución de la mandataria fue acompañada por sectores empresariales y de centroderecha que habían apoyado su candidatura, siendo la más notable de sus figuras Michel Temer, su vicepresidente. Sin embargo, ese mismo giro dificultaba que sus impulsores fueran visualizados como la encarnación de lo nuevo que se abría tras el final de la presidencia de Roussef. Si en el hinduismo Shiva es una deidad que destruye el universo para después reconstruirlo regenerado, Temer, que era una parte demasiado evidente de ese mundo de pactos que había necesitado el lulismo para subsistir, no podía ser su superación.

El lulismo se construyó durante dos períodos de gobierno (2003-2011) y nació de una derrota: el reconocimiento de la “cuestión septentrional” que permite que tras las elecciones de 1989 Lula analice que perdió por no conectar con los electores más pobres del norte del país. En cambio, el bolsonarismo aparece en una única campaña victoriosa. ¿Es clavel del aire? ¿O es una construcción mucho más rápida, porque prende en un suelo que ya estaba abonado de manera sólida por la tradición política y social brasileña, como lo sugiere incluso el lema de la bandera nacional: orden y progreso?

Génesis

La referencia es conocida. Durante la transmisión en directo del impeachment a Roussef, las cámaras de televisión muestran a un oscuro diputado que al momento de justificar su voto favorable al derrocamiento lo dedica al militar que torturó a Roussef durante la dictadura militar. Entrevistado luego de esa entrada en escena, Jair Bolsonaro dijo que se presentaría como candidato a la presidencia de la República, a pesar de que no pasaba del ocho por ciento en las encuestas. Ya entonces ensayaba sus primeros dardos contra la credibilidad de los estudios de opinión pública: “Si me dan ocho, debo tener 24”. Descontando el apoyo de los nostálgicos de la dictadura y esperando con razonable expectativa el de los evangélicos integristas, apelaba en esas apariciones inaugurales de su postulación a los hacendados y a los cultores del gatillo paramilitar. A los que protestan por tierras hay que recibirlos con bala, dijo en esa misma entrevista.4

Desde ese lugar construyó una imagen extremista, violenta y misógina, que pronto aglutinó a su alrededor a la derecha tradicional y a los sectores ciudadanos que, por razones de clase o de conservadurismo, sentían que la ampliación de derechos impulsada por los gobiernos del PT se había hecho en desmedro de algo que les correspondía. A esto se sumaban descontentos derivados del desmejoramiento de la situación económica, combustible de las protestas callejeras de 2013. Con ese capital reciente llegaba a la elección de 2018 que lo enfrentaría con Lula, favorito en las encuestas. El camino le sería allanado de manera definitiva gracias al encarcelamiento del expresidente por dictamen del entonces juez Sergio Moro, luego ministro de Justicia de Bolsonaro y hoy electo flamante senador derechista.

Ese estilo, que pudo haber sido una pose de campaña, se fue consolidando una vez que ocupó la jefatura de gobierno. Es en esa consolidación que nace el bolsonarismo. Aquella serie incontrolada de diatribas contra el feminismo y el marxismo se comienza a articular, aunque nunca pierda su carácter de simplificación extrema. Toma el sentido de una estrategia para librar una guerra cultural.5

La pandemia del coronavirus, que se extiende por América del Sur en el primer trimestre de 2020, coloca a Bolsonaro en un espacio negacionista. Lejos de rebajar su popularidad, esta postura le permite conectar con una línea de pensamiento que siempre desconfió de los abordajes científicos: si el creacionismo que se enseña en las escuelas pentecostales integristas está por encima del Big Bang y de la teoría de la evolución de Charles Darwin, el presidente bien puede vanagloriarse de ser uno de los pocos mandatarios que no se han vacunado contra la gripezinha. Su amenaza de salir de la Organización Mundial de la Salud, sus obstáculos a la producción nacional de vacunas, su trasnochada propuesta de inmunizarse tomando cloroquina [un medicamento contra la malaria], estuvieron lejos de ser inocuas acciones idiosincráticas. Tan lejos que la prestigiosa revista científica The Lancet consideró que Bolsonaro era “quizá la mayor amenaza para la respuesta a la covid-19” en su país.6 La opinión tenía una base: al 13 de junio de 2022, “la tasa acumulada de mortalidad por covid-19 en Brasil era de 3.122 muertes por millón de habitantes, mientras que el promedio mundial era de 801 por millón”.7

Los coletazos de su gestión de la pandemia se hicieron oír por boca del mismo Bolsonaro este 2 de octubre cuando se enfrentó a la prensa –el uso del verbo es metafórico, pero refleja la incomodidad y molestia que demostraba ante las preguntas– e incluyó entre sus logros, a regañadientes, las vacunas que puso a disposición de aquellos que querían vacunarse.

Un Trump austral

La presidencia de Bolsonaro puede leerse como similar a las derivas típicas de los populismos neoliberales. Por ejemplo, sustituyendo la participación ciudadana genuina por la selfie con ciudadanos aislados en situaciones cotidianas, en general en puestos de comida populares o ambientes y situaciones deportivas (en su caso, los paseos grupales en motocicleta). Pero es mucho más que eso. El contenido con que dota a ese decorado lo emparenta cada vez más con el trumpismo. Así, la apuesta en política exterior por el multilateralismo que había construido el PT, en particular con la creación del grupo de países conocido como BRICS (Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica), se sustituye con un alineamiento con Estados Unidos y la suspicacia respecto de China –al menos discursiva, dado que el 32 por ciento de las exportaciones de los empresarios del agronegocio (una de las bases del bolsonarismo) tenían como destino el país asiático–.8

La derrota de Trump en octubre de 2020 le privó en principio de un aliado, pero le dejó las manos libres para estrechar las de otro correligionario del lado opuesto del mundo: el presidente ruso Vladimir Putin, cuya agenda antiderechos lo convirtió en un pariente ideológico. Esto colocó a Brasil en un lugar desfasado de la unanimidad occidental posterior a la invasión rusa a Ucrania. Brasilia no sólo no se sumó a las sanciones comerciales a Moscú, sino que en setiembre los cancilleres de ambos gobiernos “reiteraron su preocupación por el impacto de las sanciones unilaterales en la seguridad alimentaria y energética mundial”.9 Y en su incómoda conferencia de prensa de la noche electoral mencionó la llegada de un barco ruso con combustible como una de las soluciones inmediatas a la amenaza de la escasez.

La contratendencia

Si el imaginario que propone el lulismo es de construcción transformadora –más allá de los límites que luego encuentra–, el tono del bolsonarismo es mesiánico y de salvación. Así, mientras Lula, la noche de las elecciones del 2 de octubre, habla de recuperar el lugar de Brasil, en el concierto internacional y antes había mencionado la intención de poner de nuevo en marcha la Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur), Bolsonaro retoma esa misma velada sus ataques contra los gobiernos progresistas de la región. Su principal misión hacia el balotaje será salvar a los brasileños de seguir el camino de la Argentina de Alberto Fernández –nombra específicamente al presidente de su vecino– o de Venezuela o Colombia. Se olvida en un primer momento de Chile, pero el asesor que lo acompaña impide que lo deje afuera, y antes de cambiar de tema menciona a Nicaragua.

En clave regional ambos son conscientes de la gravitación de Brasil. Y lo usan para obtener simpatías que se traduzcan en declaraciones externas que redunden en votos dentro de fronteras. Lula recuerda que, si gana, América del Sur tendrá gobiernos progresistas en Argentina, Brasil, Chile y Colombia, y podrá mirar al norte para encontrarse con el México de Andrés López Obrador. Los gobiernos de centroderecha de países de menor tamaño, como Ecuador, Paraguay y Uruguay, podrían quedar demasiado solos, sostiene Bolsonaro, quien, cuando mira al norte con optimismo, lo que ve son las elecciones al Senado de Estados Unidos que ocurrirán el 8 de noviembre. Ahí las mejores chances las tiene el Partido Republicano de Donald Trump, ese bolsonarista boreal.

San Pablo y Distrito Federal

Dos casos laterales pero claves

En las elecciones del 2 de octubre no sólo estaba en disputa la presidencia de la República. También se elegían 27 gobernadores, 27 senadores, 513 diputados federales, y 1.059 diputados estaduales. De ese intrincado laberinto emergieron dos resultados de fuerte sentido simbólico, uno a favor de Lula y otro de Bolsonaro.

Para señalar la persistencia del bolsonarismo más allá de su eventual derrota en la segunda vuelta, no es necesario limitarse al inesperado porcentaje que alcanzó en primera ronda. La elección de la pastora evangélica Damares Alves al senado fue una de las victorias del bolsonarismo el 2 de octubre. La flamante senadora por el Distrito Federal de Brasilia fue ministra de la Mujer, Familia y Derechos Humanos hasta el 31 de marzo. En ese puesto encabezó una agenda política que los movimientos feministas consideran contraria a los derechos de las mujeres. Difusora de la frase “Las niñas, de rosa; los niños, de azul”, es contraria al aborto incluso en casos de violación (1). No sólo se trata de una de las candidatas preferidas de la esposa del presidente, sino que es una de las caras visibles del integrismo pentecostal. En su opinión, la presencia de Bolsonaro en la jefatura de gobierno marca “el momento de la iglesia para ocupar la nación” (2).

Un triunfo de Tarciso Freitas, del Partido Republicano, en la carrera para gobernador del estado de San Pablo, hubiera sido otra muestra de la fuerza del bolsonarismo y casi una alegría personal para Bolsonaro. No sólo por quien habría ganado (su ministro de Infraestructura), sino por quien habría perdido y en dónde. El rival de Freitas era Fernando Haddad, quien fuera ministro de Educación en dos gobiernos del PT (2005-2012), alcalde de la ciudad de San Pablo en dos ocasiones (2013-2017) y, sobre todo, candidato presidencial del PT en las anteriores elecciones nacionales. El lugar tampoco era menor. No sólo por la importancia económica y financiera de ese estado, sino porque el actual compañero de fórmula de Lula, el centrista Geraldo Alckmin, fue dos veces gobernador paulista (2011-2018).

Bolsonaro todavía puede recibir esa alegría, pero deberá esperar al domingo 30, ya que Freitas y Haddad pasaron a segunda vuelta. Sabedor de la importancia de esa pulseada lateral, cuando Lula habló con la prensa después de conocer los resultados destacó que la campaña por el balotaje era por la presidencia y por esa gobernación.

(1) “Damares Alves, la ministra de Bolsonaro que ve la vida de color rosa”, AFP. France 24, 25-10-2019.

(2) “‘É o momento de a igreja ocupar a nação’, diz Damares Alves”, Karina Gomes. Deutsche Welle, edición en portugués, 28-2-2020.

Rafael Trejo, periodista.


  1. Geisa Maria Rocha, “El balance social de los años de Lula”. En Explorador Brasil, Le monde diplomatique/Capital intelectual, 2013. 

  2. “Nos modernos jardins da eloquência conservadora”, Pedro Carvalho Oliveira. Le Monde diplomatique, edición Brasil, noviembre de 2017. 

  3. “O avanço do fundamentalismo nas igrejas protestantes históricas do Brasil”, Robson Santos Dias. Le Monde diplomatique, edición Brasil, octubre de 2018. 

  4. Al filo de la democracia, Petra Costa, 2019. Disponible en Netflix. 

  5. “Ideologia, bases sociais e as perspectivas do bolsonarismo”, Vinicius do Valle. Le Monde diplomatique, edición Brasil, abril de 2021. 

  6. “COVID-19 in Brazil: ‘So what?’”. The Lancet, mayo de 2020. 

  7. “SOS Brazil: democracy under attack”, Pedro Hallal. The Lancet, julio de 2022. 

  8. “Bolsonaro, ideologia e militares”, Flávio Rocha de Oliveira. Nueva Sociedad, agosto-setiembre de 2021. 

  9. “Cancilleres de Brasil y Rusia se reúnen en la ONU”, Agência Brasil, 22-9-2022. 

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