Con nueve mil dólares de Producto Interior Bruto per cápita, más o menos el equivalente a Brasil, Bielorrusia o Tailandia, Argentina es un país de desarrollo medio, pobretón, que desde hace medio siglo no logra despegar de la mitad de la tabla. Desprovista de una gran población, su trayectoria económica (declinante), su posición geopolítica (irrelevante) y su inserción internacional (limitada: salvo alimentos, Argentina no exporta nada muy importante) la condenan al pelotón de países destinados a pasar desapercibidos –que son, naturalmente, la mayoría–.

Y sin embargo, Argentina exhibe una vocación de universalidad impropia de esta persistente medianía. En primer lugar, porque es la cuna de dos personajes universales: Jorge Luis Borges, el escritor emblema de la modernidad, el creador de un sistema único que dialoga, tergiversa o directamente inventa los grandes textos universales situando el mismísimo centro del mundo en una casa bonaerense de la calle Garay, en una esquina de Palermo o en un sótano de Adrogué; y Diego Armando Maradona, argentinísimo ídolo universal que supo convertirse en redentor de los pueblos oprimidos por el Imperio Británico –es ídolo de ídolos en Irlanda, India, África– y máxima figura del fútbol de todos los tiempos.

Podrían ser casualidades, trayectorias sobresalientes empujadas por la voluntad individual o el azar. Podríamos sumar también al papa Francisco, menos por la importancia indudable del cargo que ocupa que por la impronta popular, casi diríamos peronista, que le está imprimiendo a su papado. Y es verdad también que Argentina no es el único caso de un país mediocre capaz de parir figuras excepcionales (es interesante pensarlo al revés: países que han logrado grandes éxitos colectivos en términos de progreso o riqueza pero que no disponen de personajes rutilantes que los encarnen: Israel, por ejemplo). En todo caso, Argentina exhibe una vocación de trascendencia expresada en héroes como Borges y Maradona, y que –lo que resulta muchísimo más notable– también ha sido capaz de alumbrar empresas colectivas de alcance universal. Me detengo en dos, para tratar de entender qué nos dicen de ese país, de lo que fue y de lo que podría seguir siendo.

La primera suele pasar por debajo del radar de los historiadores, en buena medida porque la clave de su éxito fue la discreción y el secreto. Hacia mediados de los años 1970, la carrera nuclear entre Argentina y Brasil, cuyas doctrinas de seguridad nacional tenían al otro país como principal hipótesis bélica, había llegado a niveles peligrosos, con planes de seguir desarrollando tecnología sensible que incluía el enriquecimiento de uranio y la construcción de misiles balísticos de alcance medio. La escalada alcanzó un punto de máxima tensión en noviembre de 1983, cuando el gobierno argentino, todavía bajo control militar, anunció que había alcanzado el dominio de la tecnología para enriquecer uranio en un laboratorio piloto en las instalaciones secretas de Pilcaniyeu (a lo que el gobierno brasileño, también bajo control de las Fuerzas Armadas, anunció la aceleración de su propio programa en la planta de Aramar).

Consciente de que estaba perdiendo la carrera, el entonces presidente brasileño João Baptista Figueiredo inició conversaciones con su par argentino Raúl Alfonsín tendientes a una distención, el primer paso de un camino que se profundizaría dos años después, con la llegada de José Sarney al gobierno de Brasil. Bajo el liderazgo del canciller argentino Dante Caputo, hacedor también de la paz con Chile en 1984 y del reclamo pacífico de la soberanía en Malvinas, ambos presidentes fueron consolidando una relación de confianza y amistad.

Expuestos todavía a la amenaza cierta de una restauración militar, los presidentes civiles se proponían eliminar la principal hipótesis de conflicto que animaba a sus Fuerzas Armadas y, con ello, restarles poder, devolverlas de una vez a sus cuarteles, como si suscribieran sin proclamarla la vieja tesis de Kant sobre la “paz perpetua”, en el sentido de que los gobiernos democráticos tienden a evitar los conflictos y las guerras en mayor medida que los regímenes autoritarios. Pero las ganancias fueron más allá de asegurar el control civil de los militares y consolidar la democracia. Quizá sin proponérselo, el entendimiento permitió que Argentina se convirtiera en una potencia atómica: hoy es uno de los seis países del mundo capaces de producir radioisótopos, exporta reactores de investigación, enriquece uranio y está fabricando reactores de baja potencia. De hecho, el sector nuclear es una de las pocas ramas de la economía, junto con el agro, en la que Argentina es realmente competitiva a nivel global.

El acuerdo con Brasil, cristalizado en la Agencia Brasileño-Argentina de Contabilidad y Control de Materiales Nucleares (ABACC), se convirtió en un caso de estudio global como modelo de no proliferación. Si la mayoría de los países utilizan la tecnología nuclear con criterios de secreto y ambigüedad, a menudo dando a entender que tienen más de lo que tienen, el modelo brasileño-argentino de salvaguardas cruzadas se apoya en la transparencia y la precisión.

La segunda iniciativa que quiero destacar es el Juicio a las Juntas. Su importancia para la democracia y la enorme audacia que supuso en esos años difíciles se agigantan con el tiempo. Un poder civil frágil, rodeado de gobiernos autoritarios y desprovisto de mayoría legislativa, se daba a la tarea de juzgar a los comandantes como forma de poner fin al péndulo cívico-militar que había asolado a la democracia durante medio siglo. Como gustan recordar los radicales, el candidato presidencial del peronismo, Ítalo Luder, había aceptado la autoamnistía dictada por los militares. Los excomandantes conservaban su ascendencia en los cuarteles (los nuevos jefes habían sido sus subordinados hasta poco tiempo antes) y las tres armas disponían de estructuras de inteligencia propias, con plena autonomía. Eichmann en Jerusalén, el libro en el que Hannah Arendt plantea su famosa tesis de la banalidad del mal, no había sido traducido todavía al español.

Los pocos casos comparables empalidecen al lado de la experiencia argentina. Nicolae Ceaușescu y su mujer también fueron “juzgados” tras la caída del régimen comunista en Rumania, aunque en un proceso sumarísimo organizado por las Fuerzas Armadas y sin posibilidad de defensa: ambos fueron ejecutados. El chileno Augusto Pinochet fue arrestado en Londres, pero por orden de la Justicia española, que adujo el principio de extraterritorialidad de los crímenes de lesa humanidad. Las comisiones de la verdad en Sudáfrica intercambiaron información sobre las víctimas por la impunidad de los victimarios. El antecedente más citado, los juicios de Nüremberg, tampoco resulta del todo adecuado, porque fueron las potencias vencedoras las que juzgaron a algunos de los responsables de las atrocidades del nazismo (nótese que en Nüremberg no se juzgaron los crímenes de guerra de los aliados, como la masacre de oficiales polacos por parte de las tropas soviéticas en Katyn o los bombardeos británicos con dispositivos incendiarios sobre objetivos civiles en Dresde).

Los militares argentinos venían efectivamente de perder una guerra... contra Gran Bretaña. Y fueron juzgados por civiles, respetando el derecho a la defensa y siguiendo escrupulosamente las reglas del debido proceso, a punto tal que Orlando Agosti, exjefe de la Fuerza Aérea, recibió sólo cuatro años y seis meses de condena. Posible por la lucha de los organismos de Derechos Humanos, la toma de conciencia social de los horrores de la dictadura y el coraje de Raúl Alfonsín, el Juicio a las Juntas es uno de esos hitos históricos que no terminan nunca: se estira en el tiempo, permanece.

Ahora vuelve con el estreno de Argentina, 1985. Confirmando su habilidad para contar los grandes temas de la política (la militancia en El estudiante, el compromiso social en La patota, el poder en La cordillera), Santiago Mitre narra en tono de epopeya tribunalicia lo que fue, efectivamente, una epopeya, en la que políticos democráticos, funcionarios judiciales y víctimas protagonizaron un salto sin red hacia un vacío desconocido. Hoy está naturalizado, pero el Juicio a las Juntas podría haber salido mal, incluso muy mal: Ricardo Gil Lavedra cuenta que suspiró de alivio cuando, ya sobre la hora límite, vio llegar a los fiscales cargados de cajones con las pruebas.

El Juicio a las Juntas vuelve también en la reedición actualizada del clásico libro de Moreno Cuando el poder perdió el juicio (Capital Intelectual, Buenos Aires, 2022), en el que el exfiscal pone el tema en su justa dimensión histórica: la condena a los represores –escribe– inauguró un nuevo modelo de justicia. Moreno Ocampo compara el tratamiento otorgado a los militares, que gozaron de todas las garantías constitucionales, con el método de exterminio que ellos mismos, inspirados en la experiencia francesa en Argelia, habían aplicado a sus víctimas, y lo compara también con algunos contraejemplos actuales, como la idea de disparar a los delincuentes o los asesinatos cometidos por los drones estadounidenses que surcan los cielos de medio planeta. Bajo la elemental pero revolucionaria noción de que es posible juzgar al poder, de que nadie, por más poderoso que haya sido, puede tener impunidad, el Juicio a las Juntas creó una doctrina que derivó en las investigaciones sobre dictaduras y matanzas en diferentes países y en la creación de la Corte Penal Internacional de La Haya.

Concluyamos.

La pacificación bilateral con Brasil y el Juicio a las Juntas constituyen dos pilares de la democracia argentina: las dos iniciativas fueron impulsadas casi al mismo tiempo, envueltas en el mismo clima de primavera. El radicalismo cometió muchos errores en su larga historia política, pero también hizo algunas cosas buenas: cabe reconocerle estas dos, que son producto también de la combinación de diálogo y fuerza característica del alfonsinismo temprano. En un momento como el actual, de autoestima argentina magullada por una macroeconomía que se sigue mordiendo la cola y ante el resquebrajamiento de los consensos democráticos desnudado por el atentado contra la vicepresidenta Cristina Fernández, ambos proyectos –verdaderas proezas civiles– confirman la vocación universal del país y las posibilidades que se abren cuando la circunstancia propicia se combina con el optimismo de la voluntad del liderazgo político.

José Natanson, director de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.