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Conferencia de prensa de la Corte Penal Internacional en La Haya, Países Bajos, el 31 de mayo.

Foto: Ramon van Flymen, AFP

El desafío del crimen de agresión

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La justicia penal internacional y las razones de Estado.

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En las últimas décadas, la justicia penal internacional logró considerables progresos. En teoría no dejó a ningún dignatario sospechado de crímenes en masa fuera del alcance de su mano. Un inmenso avance para la humanidad que, sin embargo, es blanco de acusaciones de parcialidad1 y sigue mostrándose frágil por no poder incluir a las grandes potencias en su jurisdicción.

En 1993 y 1994, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas creó dos tribunales penales internacionales, uno para la ex Yugoslavia (TPIY) y otro para Ruanda (TPIR). Estas innovaciones judiciales suscitaron una dinámica que llevó al nacimiento de una instancia universal, la Corte Penal Internacional (CPI), creada por el Estatuto de Roma que entró en vigor el 1º de julio de 2002. La CPI cohabitó con tribunales penales ad hoc como los de Camboya, Sierra Leona o Líbano.

Actualmente, 123 de los 193 países que son miembros de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) adhieren a la CPI, con la notoria excepción de ciertos estados que se encuentran entre los más poderosos: Estados Unidos, Rusia, China, India, Israel, así como la mayor parte de los países árabes (salvo el Estado Palestino, Jordania y Túnez). Sin embargo, los dirigentes de esos pesos pesados a menudo figuran entre los autores de los crímenes más graves (de guerra, contra la humanidad, de agresión, de genocidio). Aún peor, esas grandes potencias intentan abiertamente sabotear los progresos de la justicia penal. Así, el entonces presidente estadounidense Donald Trump, furioso por la apertura de una investigación sobre los crímenes de su ejército en Afganistán, privó de visa, en abril de 2019, a la procuradora de la CPI, la gambiana Fatou Bensouda. Esa investigación en la actualidad está “suspendida”, oficialmente por falta de medios. Washington también hace presión sobre los gobiernos extranjeros con el propósito de que se comprometan a nunca llevar ante los tribunales a un ciudadano estadounidense.

En apariencia buena alumna, Francia fue una de las primeras en ratificar el Estatuto de Roma. Sin embargo, “venderá cara su firma”, como lo revela un informe del Senado francés de 1999.2 Tras bambalinas, París intentó en vano lograr que los crímenes de guerra sean excluidos de la nueva jurisdicción con el propósito de proteger a sus ciudadanos, y logró obtener, a último minuto, el agregado de un artículo, el 124, que le permite a un Estado miembro rechazar durante siete años la competencia de la CPI por crímenes de guerra cometidos por sus ciudadanos o sobre su territorio. Fue el único país, con Colombia, en ratificar el Estatuto al activar este artículo. El ministro francés de Relaciones Exteriores de ese entonces, Hubert Védrine, le indicó entonces al Senado que se trataba “de evitar [...] las [...] denuncias abusivas, sin fundamento, teñidas de segundas intenciones políticas y cuyo único objetivo sería el de avergonzar públicamente durante algunos meses al país en cuestión”. Francia debió finalmente renunciar a esto en 2008.

Una mirada restrictiva

Al haber participado en los trabajos preparatorios en los años 1990 en Nueva York, puedo testimoniar el carácter muy restrictivo de los contraproyectos que París intentaba promover. Se trataba de limitar las posibilidades de petición de pronunciamiento del procurador, así como de definir lo más restrictivamente posible los crímenes internacionales. Cuando el Estatuto se firmó, Francia, así como varios otros países, destacó el gran paso logrado, pero en realidad, en las sombras, temía la autonomía de una CPI cuya actuación era percibida (con toda razón) como potencial molestia para las diplomacias.

La competencia de la CPI se funda, esencialmente, sobre el criterio del territorio en el que se cometió el crimen y mucho más marginalmente sobre el criterio de la nacionalidad del sospechoso. Notable innovación: las inmunidades de los dirigentes en ejercicio ya no los protegen de ser juzgados, como fue el caso con el entonces presidente de Kenia Uhuru Kenyata en 2014, quien fue investigado durante un tiempo, en razón de las violencias que marcaron el escrutinio presidencial de 2007, antes de que los cargos fueran abandonados.

El criterio “dos pesos, dos medidas” estaba desde el comienzo implícitamente presente en el Estatuto de la CPI, ya que la única posibilidad de universalizar su actuación (es decir, sin condición de territorio ni de nacionalidad) se encuentra en las manos del Consejo de Seguridad de la ONU, que puede tomar el control de la oficina del procurador. Sin embargo, el derecho de veto de los cinco miembros permanentes aniquila esta posibilidad cuando sus intereses, o los intereses de sus aliados, están en juego. Así, Rusia lo ejerció en varias oportunidades para proteger al mandatario sirio Bashar Al-Assad, sospechado de crímenes contra la humanidad y de crímenes de guerra debido al muy probable uso de armas químicas contra la población civil.3

En el caso de Ucrania, el procurador Karim Khan pudo iniciar una investigación porque Kiev reconoció la competencia de la CPI el 9 de abril de 2014, tras la anexión de Crimea por parte de Rusia. No obstante, así como Rusia, este país tampoco ratificó el Estatuto de Roma. Y Rusia pondría su veto a toda resolución que tenga como fin la petición de pronunciamiento del procurador.

África en el banquillo

El privilegio del que gozan los grandes estados se torna evidente si se observa el destino reservado a África. Efectivamente, en la medida en la que fueron vigorosamente incitados, esencialmente por Francia y la Unión Europea, a ratificar el Estatuto de Roma (a veces ejerciendo discretamente presiones financieras), la inmensa mayoría de los países del continente africano está sujeta a la CPI. Por un efecto mecánico, las 37 personas hoy investigadas ante esta jurisdicción provienen de África.

La entrega, el 10 de marzo de 2022, de órdenes de arresto a tres ciudadanos rusos sospechados de haber cometido crímenes de guerra en Osetia del Sur no hace más que entreabrir la puerta de una universalización de las actuaciones judiciales. Desde su entrada en funciones en 2002, la CPI sólo condenó a tres personas, todas africanas: Thomas Lubanga y Bosco Ntanganda (por crímenes de guerra cometidos en la República Democrática del Congo, RDC) y al yijadista malí Ahmad Al Faqi Al-Mahdi.

No obstante, los magistrados dieron pruebas de rigor e independencia al absolver, en marzo de 2021, al expresidente de Costa de Marfil Laurent Gbagbo de las acusaciones de crímenes contra la humanidad por los hechos de violencia poselectoral sucedidos en 2011. Este fallo representa una verdadera cachetada para la procuradora Bensouda, apoyada por Francia, que no escondía su deseo de ver a Gbagbo condenado.4

De Ucrania a Palestina

La CPI, que cuenta con información sobre hechos potencialmente constitutivos de crímenes de guerra, incluso de crímenes contra la humanidad, cometidos en Ucrania desde comienzos de la agresión rusa el 24 de febrero de 2022, está ahora ante una nueva prueba decisiva. Mostrando una rapidez sin precedentes, el procurador británico Karim Khan anunció ya el 28 de febrero la apertura de una investigación que, en esa fecha, obviamente apuntaba a crímenes de guerra –y eventualmente a crímenes contra la humanidad– susceptibles de ser cometidos por el ejército ruso e incluso por el ejército ucraniano.

Su actuación podría, sin embargo, conducir a complejas discusiones. En efecto, la competencia de la CPI es una competencia llamada “subsidiaria” con respecto a la de las jurisdicciones nacionales, si estas resultan ser impotentes por alguna razón o si las autoridades locales se rehúsan a dejarlas actuar. En 2020, la procuradora Bensouda había, por ejemplo, tenido que renunciar a investigar al ejército inglés por crímenes cometidos en Irak entre 2003 y 2009 debido a que la Justicia británica había demostrado su capacidad y su voluntad de actuar. Ahora bien, en el caso de Ucrania, la procuradora general Iryna Venediktova se muestra extremadamente activa.

Nada le impide a la Justicia ucraniana hacer valer que tiene los medios para tratar todos los crímenes. Nada le impide tampoco considerar políticamente necesario que algunos de los futuros sospechosos sean juzgados en La Haya. Se pondrá en marcha una negociación política compleja, en gran parte secreta, al estar establecido que un sospechoso no puede ser juzgado dos veces. Algunos estados ciertamente harán valer ante Ucrania la importancia para la credibilidad de la CPI de que los “actores principales” terminen en el banquillo de los acusados en La Haya. Una luz de esperanza es el acuerdo de cooperación que recientemente fue aprobado entre el procurador Kahn y un equipo común de investigación, del que forma parte Ucrania.

Si bien puede ser un catalizador para poner en marcha la responsabilidad internacional, la globalización de las imágenes no beneficia a todas las víctimas. Y se puede temer que la excepcional movilización por los crímenes cometidos en Ucrania sea pagada con la ralentización o la renuncia a llevar a juicio otros casos: Uganda, Libia, Costa de Marfil, Malí, Georgia, Bangladesh, Myanmar o incluso las Filipinas. Las autoridades palestinas ya habían tenido que batallar durante largo tiempo para lograr que, el 5 de febrero de 2021, la CPI extienda su competencia a Gaza y a Cisjordania, incluida Jerusalén Este, tratándose de crímenes cometidos desde el 13 de junio de 2014, fecha en la cual Israel había emprendido una amplia campaña de arrestos en Cisjordania tras el asesinato de tres adolescentes israelíes. Esta vez las presiones ejercidas por Washington fueron en vano. La investigación, que comenzó el 3 de marzo de 2021, trata de los presuntos crímenes cometidos durante los meses de julio y agosto de 2014, tanto por las fuerzas armadas israelíes como por Hamas, de las represiones de la Marcha de Regreso en 2018 y de la colonización en Cisjordania.5 Esta investigación iniciada por la procuradora Bensouda parece, sin embargo, eternizarse, en razón, claro está, de la ausencia de cooperación esgrimida y reivindicada por el Estado de Israel y por Hamas. Preocupados por responder ante el temor de una ralentización de las actuaciones de la CPI en el mundo, el procurador Kahn anunció investigaciones en Colombia y en Bangladesh.

Avances y retrocesos

Muchas organizaciones no gubernamentales (ONG) y estados esperan desde hace años una reforma de la Carta de las Naciones Unidas que prohíba el ejercicio del derecho de veto cuando esté en juego una consulta ante la CPI. Todos los intentos en este sentido fracasaron debido a que los grandes estados –entre los cuales están aquellos que disponen del derecho de veto, y que pueden ser estados-verdugo– no tienen ningún interés en perder la ventaja que les brinda la posibilidad de abrir o cerrar la puerta de la Justicia.

Queda otra opción: la implementación de la competencia universal. Esta obligaría a los estados que ratificaron ciertos tratados internacionales (como la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, del 10 de diciembre de 1984) a juzgar a cualquier sospechoso que entre en su territorio. En los años 2000, varias jurisdicciones nacionales hicieron un uso decisivo de esta posibilidad, a menudo gracias a los expedientes reunidos por ONG. Así, personas acusadas de haber participado en el genocidio de los tutsis en Ruanda fueron aprehendidas en Francia y en diferentes países europeos.

Presenté una denuncia en el 2000 para intentar obtener de las autoridades judiciales senegalesas que reconozcan el principio de la competencia universal. Tras una muy larga batalla judicial, Dakar aceptó el procesamiento del expresidente de Chad Hissène Habré. Acusado de 40.000 asesinatos políticos, recibió cadena perpetua el 26 de abril de 2017 por crímenes contra la humanidad, crímenes de guerra y actos de tortura. Murió en prisión por covid-19, cuatro años después. Otro episodio que ilustra la implementación de este principio es la orden de arresto emitida por el juez español Baltasar Garzón, el 16 de octubre de 1998, que condujo a la detención y luego al arresto domiciliario del exdictador chileno Augusto Pinochet, en Londres, por tortura. Tras una larga batalla procesal, el entonces ministro del Interior Jack Straw lo liberó en 2000 por razones de salud.

Sin embargo, desde ese entonces, los estados retomaron el control. Así, tras las protestas diplomáticas de Israel y de China, los jueces españoles ya no pueden investigar sobre crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y genocidios cometidos en el extranjero a menos que el procedimiento esté dirigido contra un español o un residente de España. En 2009 Francia adoptó restricciones similares.

Personalidades como el ex primer ministro británico Gordon Brown y el jurista Philippe Sands sugieren hoy crear un tribunal especial para Ucrania, argumentando que el crimen de agresión –es decir, el hecho de que un Estado ataque militarmente a otro sin estar en estado de legítima defensa o sin autorización de la ONU– es lo suficientemente evidente como para que el presidente ruso, Vladimir Putin, y su gobierno puedan ser juzgados rápidamente.6 El argumento es admisible, pero equivaldría a ponerse fuera del sistema de la ONU y, por ende, debilitarlo aún más.

Así es que la justicia penal internacional es una metáfora del mundo. Por un lado, las ONG internacionales, representantes de las víctimas, nunca fueron tan eficaces, apoyadas en la internacionalización que surge de la inmediatez en que se conocen los sufrimientos soportados. Por otro, chocan con una justicia penal internacional trabada y mutilada. Como siempre, la ambición de una “moral de máxima” choca contra la obsesión de las grandes razones de Estado que imponen una “moral de mínima”.

William Bourdon, abogado. Traducción: Micaela Houston.


  1. Francesca Maria Benvenuto, “El fracaso del Tribunal Penal Internacional”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, abril de 2016. 

  2. Informe del Senado Nº 313 (98-99) hecho en nombre de la Comisión de Relaciones Exteriores, de Defensa y de las Fuerzas Armadas sobre la Corte Penal Internacional, por André Dulait, París, 12 de abril de 1999. 

  3. Emmanuel Haddad, “Una improbable justicia internacional en Siria”, Le Monde diplomatique, octubre de 2017. 

  4. Fanny Pigeaud, “La debacle de la acusación contra Gbagbo”, Le Monde diplomatique, diciembre de 2017. 

  5. Informe sobre las actividades llevadas a cabo en 2019 en materia de examen preliminar, oficina del procurador de la Corte Penal Internacional. 

  6. “Gordon Brown et Philippe Sands: ‘Créons un tribunal pénal spécial pour juger le crime d’agression commis contre l’Ukraine’”, Le Monde, 4 de marzo de 2022. 

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