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Feria Internacional de Comercio de Servicios de China de 2022 en Pekín.

Foto: Li Xin / Xinhua / AFP

Tras el biombo de Xi Jinping

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La China que piensa al margen de los discursos oficiales.

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Al contrario de los estereotipos que reducen a China a un bloque monolítico, la población se mueve y los intelectuales piensan. Las manifestaciones contra los confinamientos por covid-19 hicieron retroceder a los dirigentes. Antes, hubo debates que agitaron a los investigadores respecto, incluso, del futuro del país, su especificidad y su inserción en el mundo.

Como mostró el reciente XX Congreso del Partido Comunista Chino (PCCh), el presidente Xi Jinping alimenta la ambición de elevarse al nivel de Mao Zedong, o incluso superarlo. Para ciertos analistas, hasta sería el “nuevo Stalin”1. En una época en que las tensiones sino-occidentales no dejan de aumentar, Occidente sigue mirando a este país a través del prisma de la Guerra Fría, y así China ocupa el lugar de la antigua Unión Soviética como principal adversario, además de ser uno de los más importantes representantes de las fuerzas autocráticas en el mundo.

Esta visión transforma a los pensadores chinos en equivalentes de los disidentes y de los refuzniks rusos que corrían el riesgo de ser deportados al Gulag por la simple posesión de libros prohibidos, y convierte a China en un mundo sin real vida intelectual por fuera de la esfera privada (o las cárceles). Así, aunque el país se haya convertido en la segunda potencia mundial, los únicos intelectuales chinos conocidos en Occidente son disidentes como el artista Ai Weiwei o el profesor de derecho Xu Zhangrun.

Pero la China actual se parece menos a la Rusia de Iósif Stalin que al Japón de la era Meiji (1868-1912), cuando este último operó su propio ascenso en términos de poder a fines del siglo XIX, al igual que lo hizo el Imperio del Medio a partir de 1980 después de las reformas de Deng Xiaoping. Hay también similitudes en el plano intelectual, porque, al abrirse al resto del mundo, ambos países abrazaron, cada cual a su manera, las ideas occidentales dejando de lado la “tradición” –feudal en el caso del Japón, maoísta en el de China–. En ambas naciones, esto produjo escenas intelectuales efervescentes e incluso pluralistas... hasta un cierto punto.

En China, este pluralismo era notable en los años que precedieron al inicio del primer mandato de Xi (marzo de 2013), al punto, sin duda, de llevar a este último a querer ajustar el control ideológico ejercido el por Estado-Partido. No obstante, y pese a todos sus esfuerzos, el presidente no logró por completo su cometido, porque el mundo intelectual parece conservar cierta independencia, aunque sea relativa.

Desde hace diez años dirijo un proyecto de investigación focalizado en los “intelectuales públicos chinos”, es decir, los que publican en China y en lengua nacional, los que respetan las reglas del juego tal como las definen el presidente Xi y el Estado-Partido, sin por ello ser defensores del régimen o propagandistas2. Existe, sin lugar a dudas, una suerte de “República de las letras” que la mayor parte del tiempo pasa desapercibida, sumergida bajo el ruido ensordecedor del régimen; sobre todo porque los intercambios se dan en chino, lo cual no ayuda. Sin embargo, desde el auge del país hubo debates que animaron a esta comunidad diversa y plural. En efecto, existe una China que piensa y habla otro lenguaje que el de los funcionarios oficiales, poco importa lo que digan Xi y sus consortes en las gacetillas.

Una democracia reactiva

Desde el año 2000 los debates más importantes giran alrededor de tres cuestiones fundamentales, que están vinculadas entre sí: ¿es China única, y, si lo es, en qué sentido? ¿Cuál es, o cual debería ser, su rol en el mundo? ¿Y cómo “contar bien” su historia (lo que implica saber de forma previa cuál es la historia del país que se va a narrar)?

Dos acontecimientos de envergadura marcaron los espíritus chinos: el derrumbe de la Unión Soviética en 1991, y luego el declive aparente de Occidente –en particular de Estados Unidos– tras la crisis de 2008. Como el Imperio del Medio prosiguió su ascenso mientras que sus grandes rivales fracasaban o vacilaban, la idea de que China es única –y que siempre lo fue– se fue imponiendo casi con total naturalidad. Así, su sentimiento histórico de superioridad volvió a salir a la superficie tras un siglo de humillaciones y varias décadas de revolución.

Uno de los orgullosos defensores de esta teoría, Zhang Weiwei3, intérprete oficial devenido investigador, le consagró una trilogía entre 2008 y 2016: China toca el mundo (2008), La ola china: ascenso de un Estado civilizatorio (2012) y El horizonte chino: gloria y sueño de un Estado civilizatorio (2016)4. Estos libros son una mezcolanza de estadísticas (a menudo útiles) respecto del progreso del país en comparación con otros, explicaciones perspicaces sobre las prácticas nacionales que pueden o no ser únicas (el gobierno altamente centralizado permite la experimentación local sobre asuntos económicos importantes) y afirmaciones un poco tautológicas del tipo “la población es única en su género” o “la lengua es única”...

El atractivo de estos escritos se relaciona con la noción de “Estado civilizatorio” que aparece en el subtítulo de las dos últimas obras de su trilogía. Según él, el resto de los países del mundo son simples “Estados-nación” forjados en el crisol de la experiencia moderna, mientras que China es, al mismo tiempo, una civilización y un Estado-nación, lo que la convierte en... “única”. El autor seduce al PCCh y, si sus libros son best-sellers, se lo debe en gran parte a los miembros del partido y a los cuadros gubernamentales, alentados a comprarlos. No es para nada apreciado por los demás intelectuales por dos razones: Zhang predica esencialmente para los conversos, y sus dos últimos libros se inspiran en buena medida en el libro del periodista británico Martin Jacques publicado en 2009, When China Rules the World, en el cual este último desarrolla la noción de “Estado civilizatorio” para aludir a China. Una obra sobre el carácter único del país que copia un libro extranjero sobre el mismo tema suscita no pocas dudas...

Hay mejores investigadores que fueron seducidos por la misma idea, como Jiang Qing5 y Chen Ming6, quienes vinculan el carácter único de su país al confucianismo. Esto los llevó a conclusiones controvertidas. Así, Chen estima que la “revolución republicana de 1911 [que causó la abdicación del último emperador y la instauración de la República] fue un error inútil, porque China ya estaba bien encaminada hacia el establecimiento de una monarquía constitucional”. O, incluso, que “una gran parte del siglo XX fue un error trágico porque [Pekín] buscó constantemente soluciones occidentales a los problemas chinos”. Sin embargo, cualquiera sea el arte con el cual estos nuevos confucianistas comparen el PCCh con las “monarquías benevolentes” del pasado, los comunistas no pueden dejar de señalar que los neoconfucianistas condenan el marxismo como algo foráneo –un punto de lo más sensible–.

La “Nueva Izquierda” china, que, a comienzos de los años 2000, preconizaba la regulación del capitalismo, la lucha contra las desigualdades y la definición de otro tipo de democracia, también buscó jugar esta carta de la singularidad. Para figuras como Wang Hui7 y Wang Shaoguang8, el crecimiento del poderío de China demostró que los supuestos “valores universales” de Occidente no eran de hecho tan universales. El país triunfó innovando de modo significativo, creando por ejemplo una “democracia reactiva” (en la cual el partido responde a las necesidades del pueblo) superior a la “democracia representativa” de Occidente (paralizada por el favoritismo y las políticas comunitarias como los movimientos feministas, la defensa del multiculturalismo...) y desarrollando el rol del Estado.

Esta “democracia reactiva” se parece curiosamente a la “línea de masa”9 de Mao Zedong, retrucaron los liberales que, como el historiador Xu Jinlin, hacen sonar las alarmas: el Japón y la Alemania previos a la guerra habían desarrollado cultos al Estado similares, y eso concluyó en la guerra y la derrota. Sin embargo, acuerdan con que China se debería dar su propia visión de la modernidad y contribuir así a la diversidad de los valores universales: “La tradición civilizatoria de China no es nacionalista, sino que está más bien fundada en los valores universales y humanistas”, escribe Xu10.

Una segunda fuente de debates, vinculada con la primera, concierne al rol internacional del país. Al recuperar su estatuto de gran potencia, China debería retomar su posición histórica en el “centro del mundo”. Así, el filósofo Zhao Tingyang actualizó al gusto del día el concepto de tianxia, a menudo traducido como “todo aquello que está bajo los cielos” y que correspondía a la noción china de “universalismo”, antes de la emergencia del Occidente moderno11. Según este principio, el centro de la civilización se situaba en China y su fuerza disminuía a medida que uno se alejaba de ella; no obstante, los “bárbaros” que se encontraban en los márgenes se podían civilizar aprendiendo a “ser chinos”. Sin embargo, la tianxia evolucionó y se tradujo en el sistema de tributo12, un orden diplomático con su propia jerarquía y sus abusos. Zhao prefiere volver entonces a las fuentes para construir un orden mundial moral –y no edificado sobre el interés y el poder–.

En los tiempos del “perfil bajo”

Si bien los intelectuales preocupados por la política exterior repiten con frecuencia los eslógans del régimen sobre la “comunidad de destino” y los “acuerdos ganador-ganador”, muchos exploran distintas versiones de aquello a lo que se podría parecer un mundo multipolar. Jiang Shigong13, uno de los universitarios de la Nueva Izquierda, retoma así la idea de imperio chino constituido por regiones “reunidas” entre sí por la política de las Nuevas Rutas de la Seda. Sin embargo, la mayoría pasa mucho más tiempo condenando las distintas manifestaciones de la hegemonía estadounidense que hablando de la actitud actual de Pekín en la escena internacional.

Algunos estiman que el planeta andaba mejor cuando China desempeñaba los segundos roles en un mundo dirigido por los estadounidenses, cuando conservaba un “perfil bajo”, según la expresión consagrada. Estos investigadores se sentían mucho más cómodos cuando Pekín y Washington se comportaban como una vieja pareja casada cuyas peleas ocasionales no ponían en juego una relación que en lo fundamental era sólida.

Muchos de ellos cuestionan la idea expandida según la cual bastarían tasas de crecimiento elevadas para superar el poderío estadounidense. El sociólogo Sun Liping14 la encuentra incluso peligrosa: “En lo que concierne al desarrollo, en la actualidad nos enfrentamos a una verdadera elección: ¿continuamos manteniendo el rumbo y mejorando las condiciones de vida de la población, o nos jugamos el todo por el todo? Tenemos que entender que estamos confrontados a problemas de subsistencia en extremo difíciles, y el más importante es nuestra tasa de natalidad extremadamente baja”. No es el único en dar señales de alerta. El liberal Shi Zhan escribió un libro entero15 para demostrar que no hay que ceder al “nacionalismo populista” y que los dirigentes deben admitir que China no dominará jamás los mares, porque hay demasiados vecinos que se oponen. En cualquier caso, insiste Shi, la naturaleza misma del poder está cambiando: las plataformas de inteligencia artificial que van a modelar la economía del futuro se escapan ampliamente del control de los Estados.

Hacia un “liberalismo confuciano”

Finalmente, existe otro tema tratado por los intelectuales: ¿cómo “contar bien la historia del país”? El Estado-Partido los invita a hacerlo, pero, incluso sin esos alientos, muchos de ellos están obnubilados por la cuestión, menos por su valor de propaganda –la obsesión del PCCh– que por la esperanza de alcanzar una correcta comprensión de aquello que es y será su país tanto para los chinos como para el mundo. Porque, pese a todo el orgullo cultural y el bullicio nacionalista, la cuestión permanece en suspenso y es objeto de múltiples debates.

Por supuesto, casi todos los temas importantes son debatidos por los intelectuales haciéndose eco, a veces, de los sentimientos de la población tales como la “prosperidad común”, que provoca pánico entre ricos y empresarios. También las Nuevas Rutas de la Seda (y las opciones de inversión en el exterior), más recientemente la gestión de la covid-19 y los estrictos confinamientos, que tuvieron sus detractores.

Pero es el retorno sobre la historia propiamente dicha lo que suscita intercambios a veces muy vivaces alrededor de esta extraña cuestión: ¿hay que recortar la historia de la República Popular China (RPCh) en “dos períodos de 30 años” o en “un período de 60 años”? El meollo es saber si la era Mao debe ser considerada o no un error que Deng corrigió al abrir a China a las fuerzas del mercado. Todavía hay comunistas que piensan que cometió un error abandonando el maoísmo, mientras que muchos liberales estiman que no abrazó el mercado tanto como hubiera debido. La mayoría de los intelectuales se ubica en alguna parte entre ambas posiciones. El Partido, sin sorpresas, decidió que la historia de la RPCh debía ser considerada como un conjunto, lo que inquieta a ciertos intelectuales, dado que Xi parece tomar demasiado prestado del “elige tu propia aventura” maoísta.

En efecto, muchos liberales narran la historia del siguiente modo: la Revolución (de 1949) era necesaria para despertar al país de su hibernación milenaria y para generar la energía necesaria para el cambio. La China maoísta cometió numerosos errores, pero la economía planificada y la modernización de mercado forzada plantaron las bases del despegue en el transcurso del período de reforma y apertura (a partir de 1979). Esta política liberó las fuerzas empresariales. China se presenta actualmente como un país más bien rico en un mundo globalizado, y el mensaje de la “lucha de clases” que se predicaba durante la Revolución y el período maoísta ya no es pertinente. Muchos intelectuales –incluso los que defienden el Partido-Estado– consideran el lenguaje marxista-leninista-maoísta, con el cual el PCCh continúa expresándose, obsoleto, incluso ligeramente molesto, porque no tiene valor fuera del país y tiene poco asidero en el interior. Huelga decir que, si el mercado inmobiliario quiebra como se teme hoy, no es el pensamiento de Xi el que salvará la ropa.

Por supuesto, hay excepciones. El jurista de la Nueva Izquierda Jiang Shigong publicó en 2019 un largo ensayo16 en el cual presenta al presidente como el héroe que llega en el último minuto para salvar a la RPCh y evitar que padezca la misma suerte que la Unión Soviética –el caos, la pobreza relativa y la insignificancia–. Gracias a él, China será más bien el faro que guíe al resto del mundo a través de los peligros y las trampas del neoliberalismo estadounidense. El texto de Jiang es ambicioso porque busca responder todas las preguntas que pesan sobre el relato actual de la historia nacional, en un intento por revertir lo que se convirtió en un pluralismo intelectual de facto en el país.

Más recientemente, son impresionantes los esfuerzos del economista Yao Yang para elaborar un “liberalismo confuciano”17, a fin de resolver cierto número de problemas que afligen el país y el planeta. Según él, los regímenes democráticos occidentales funcionan mal, atrapados entre el impulso a los valores individuales y las demandas de igualdad absoluta, y ya no sirven como fuente de inspiración. En China, las reformas de mercado y de la política están bloqueadas, y el riesgo de medidas “izquierdistas” que molestan a los empresarios, y reducen así la riqueza y el poder del país, está presente más que nunca. Al mismo tiempo, explica el economista, Occidente se niega a reconocer la legitimidad del ascenso chino, porque sólo ve allí el peligro amarillo del comunismo, lo cual no hace sino alentar a los dirigentes chinos a hacerse aún más... “comunistas”. Los buenos viejos tiempos de la era pos Guerra Fría se vuelven borrosos.

¿Qué hacer? Yao Yang propone su liberalismo confuciano, que tolera un grado de desigualdad social juzgado inevitable, y cierto elitismo meritocrático, pero que desemboca en un gobierno apto para modelar consensos y, por lo tanto, para “gestionar de forma correcta los asuntos del pueblo”. Para Yao, en Occidente el Estado es demasiado débil, minado por corrientes de opinión populistas, mientras que en China es demasiado fuerte y corre el riesgo de ignorar las necesidades del pueblo. Su propuesta tiene la virtud de ver a China y a Occidente como parte del mismo planeta.

Sin ignorar que el mundo occidental no lo está escuchando, Yao se dirige esencialmente a los liberales chinos que pierden su confianza en los valores universales. Y tiene un impacto en la sociedad. Se pudo permitir publicar, el 2 de julio de 2021, el día después de la conmemoración con gran pompa del centenario de la fundación del PCCh, en la prestigiosa revista Beijing Cultural Review, un largo artículo titulado “Los desafíos a los cuales está confrontado el Partido Comunista Chino y la reconstrucción de la filosofía política”. No sólo ignoró allí los temas principales desglosados en ocasión de esa celebración e insistió en la necesidad de “sinizar el marxismo” volviendo al confucianismo, sino que no hizo mención alguna al presidente ni sus “pensamientos”, lo cual es inhabitual en una revista de ese tipo. Para Yao, como para numerosos intelectuales públicos, “contar bien la historia de China” equivale también a integrar dicha historia en la de los otros, porque se ven como ciudadanos del mundo que tienen la capacidad y la responsabilidad de dialogar con sus homólogos de todas partes.

David Ownby, investigador de la vida intelectual china en la Universidad de Montreal, autor (con Timothy Cheek y Joshua A. Fogel) de Voices from the Chinese Century: Public Intellectual Debate from Contemporary China, Columbia University Press, 2020. Traducción: Pablo Rodríguez.


  1. Chloé Froissart, “Chine: la crispation totalitaire”, Esprit, París, N° 491, noviembre de 2022. 

  2. Reading the China Dream, www.readingthechinadream.com

  3. “It is entirely possible to tell the story of chinese politics in a more accurate and exciting way”, Reading the China Dream, 20-6-2021. 

  4. Los dos últimos están traducidos al inglés: China Wave, World Century Publishing Corporation, Shanghái, 2012, y The China Horizon, World Century Publishing Corporation, 2016. 

  5. Jiang Qing, A Confucian Constitutional Order, Princeton University Press, 2012. 

  6. Chen Ming, “Transcend left and right, unite the three traditions, renew the party-State: A confucian interpretation of the China dream”, Reading the China Dream, 17-5-2015. 

  7. Véase particularmente Wang Hui, China’s Twentieth Century: Revolution, Retreat and the Road to Equality, Verso, Londres, 2016; The Rise of Modern Chinese Thought, Harvard University Press, Cambridge, a publicarse en julio de 2023. Y Wang Hui, “La reinvención de Asia”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, febrero de 2005. 

  8. Véase particularmente Wang Shaoguang, China’s Rise and its Global Implications, Palgrave Macmillan, Londres, 2021. 

  9. N. de la R.: Teoría de Mao Zedong que apuntaba a unir la vanguardia ideológica, que dirige, y las exigencias de las masas. 

  10. Xu Jilin, “The new tianxia: Rebuilding China’s internal and external order”, Reading the China Dream, 2015. 

  11. Zhao Tingyang, Tianxia, tout sous un même ciel, Éditions du Cerf, París, 2018, y, con Régis Debray, Du ciel à la terre, Les Arènes, París, 2014. 

  12. N. de la R.: Sumas o regalos ofrecidos al emperador, en signo de lealtad, por regiones o países como Corea, Vietnam o Japón. 

  13. Jiang Shigong, “The internal logic of super-sized political entities: ‘Empire’ and world order”, Reading the China Dream, 6-4-2019. 

  14. Sun Liping, “2021: What Kind of World Will We Face?”, Reading the China Dream, 23-1-2021. 

  15. Shi Zhan, Salir del cascarón: aislamiento, confianza y porvenir, Hunan Wenyi Chubanshe, Changsha, 2021 (no traducido del chino). 

  16. Jiang Shigong, “Philosophy and History”, Reading the China Dream, 2018. 

  17. “Yao Yang on ‘Rebuilding China’s Political Philosophy’”, Reading the China Dream, 2021. 

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