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Casa Rosada durante la toma de posesión del presidente argentino Alberto Fernández, en Buenos Aires, el 10 de diciembre de 2019.

Foto: Emiliano Lasalvia, AFP

La dimensión desconocida

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Huéspedes en Casa Rosada.

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Si fuera posible hacer un promedio de las presidencias argentinas desde 1983, el etiquetado podría decir: hijos de inmigrantes, de clase media y con largas trayectorias en los partidos políticos populares. ¿Hay algo homogéneo en esos perfiles? Todos fueron abogados, salvo Mauricio Macri (ingeniero). Todos fueron egresados de universidades públicas, salvo Macri. Hubo tres bonaerenses (Raúl Alfonsín, Eduardo Duhalde y Cristina Fernández), un riojano, un cordobés que luego adoptó su ciudadanía porteña (Fernando de la Rúa), un santacruceño (Néstor Kirchner) y dos porteños más (Macri y Alberto Fernández). Dos presidentes llegaron a caballito de la mayor plataforma política que diseñó la Constitución de 1994: luego de ser jefes de gobierno porteño (De la Rúa y Macri) y, paradójicamente, podríamos juzgar las suyas como de las peores presidencias. Sólo dos fueron reelectos: Menem y Cristina. Uno lo intentó y no pudo (Macri). Néstor Kirchner, en 2007, podía pero no quiso. Alberto ni quiso ni pudo.

Tres presidentes llegaron sin los “papeles en regla”: divorciados (Menem, Macri y Alberto), con segundos matrimonios. Menem se divorció en vivo y Alberto fue padre con residencia en Olivos [quinta presidencial]. Dos presidentes sufrieron pérdidas irreparables. A Menem se le murió un hijo en marzo de 1995, un golpe al corazón. Y quienes lo conocieron separan su tiempo y su brillo ahí: nunca volvió a ser igual. Cristina en 2010 perdió a su compañero de vida y socio político. Aún no se rompió el maleficio de que el gobernador de la provincia de Buenos Aires acceda a la presidencia, no al menos por los votos. Los dos presidentes radicales no terminaron su mandato, aunque es injusto homologar a Alfonsín con De la Rúa (corajes antagónicos). Macri se anotó el poroto de primer presidente no peronista que sí lo termina.

Javier Milei no cumple casi nada: no está divorciado porque nunca se casó. Armó un nuevo partido que en estos días tiñó de sepia al “viejo” PRO [de Mauricio Macri]. No tiene larga trayectoria en la política. No porta apellido. No es abogado. No egresó de una universidad pública. Sólo fue diputado, con faltazos y rifa pública de su dieta. Y los detalles de su vida personal enfurecen castidades por derecha e izquierda, que incluso colocan en segundo plano el riesgo de sus “ideas”. Todos se preguntan primero por su “equilibrio psíquico”. Él mismo se vincula a una sola era democrática, la década de 1990, una reivindicación pública de Carlos Menem. Al hacerlo, rompe un tabú político que el macrismo resolvió de modo inconsciente: cuando durante el macrismo construyeron la estatua a Alfonsín eligieron la clásica figura caminando en los jardines de Olivos junto a Menem en 1989. Pero sin Menem. Menem flotaba en esa ausencia que Milei ahora coloca en el centro. ¿Qué fue Menem? El momento en que Argentina buscó la solución en lo más adentro (riojano, caudillo, peronista, popular, amigo de todos). ¿Qué será Milei? El momento en que Argentina busca la solución en una dimensión desconocida.

Martín Rodríguez, periodista.

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