Es sabido que el veloz proceso de derechización en Alemania, que se condensa en 1933 con la entronización de Adolf Hitler, es hijo de la crisis económica y la hiperinflación, pero no se debe soslayar el papel de las fuerzas sociales y políticas. El miedo a la revolución y la necesidad de abrir nuevos mercados convirtieron a los nazis en la opción predilecta de la gran burguesía alemana.
La llegada de los nazis al poder el 30 de enero de 1933 es el principal trauma de toda conciencia democrática. En Occidente, Alemania era considerada una referente de la cultura, la ciencia, la investigación y la técnica, repleta de glorias musicales, literarias y filosóficas, así como de premios Nobel. El país también se enorgullecía de la izquierda más antigua, más estructurada y más poderosa del mundo, con sindicatos socialdemócratas y comunistas. También de los partidos que, entre 1918 y 1919, lograron imponer una democracia social avanzada, ya sea por su accionar –en el caso del Partido Socialdemócrata (SPD)1– o por su mera existencia –en el caso del Partido Comunista (KPD)–. Sin embargo, la coalición de Weimar formada por el SPD, el Partido Democrático Alemán (DDP) y el Partido de Centro (DZP), que había votado la Constitución del 31 de julio de 1919, sufrió un retroceso en las elecciones de 1920 y dio lugar a mayorías moderadas, e incluso de derecha, que habían obrado para retroceder en materia de conquistas democráticas y sociales. Aunque el presidente socialdemócrata Friedrich Ebert –fallecido durante su mandato– fue reemplazado en 1925 por un dinosaurio viviente del antiguo régimen, el Generalfeldmarschall Paul von Hindenburg, este, por ley, había jurado fidelidad a la Constitución y se atuvo a ella.
A pesar de los auspicios internacionales desfavorables –el Tratado de Versalles, la exclusión por parte de las naciones y el nivel de reparaciones que implicaba–, la república democrática, liberal y parlamentaria alemana supo crear una cultura democrática viable, con regularidad de comicios a nivel del Reich y de los Länder [estados federados] y diálogo entre los partidos. De hecho, en el otoño de 1923, fue una coalición derecha-izquierda, de la mano del canciller Gustav Stresemann (DVP, derecha), la que afrontó la ocupación de la región de Ruhr, la hiperinflación y la desaparición de la moneda alemana, así como múltiples insurrecciones (independentistas renanos, tentativas de revolución bolchevique al este, golpe de Estado nazi en Baviera). Luego, a partir del 28 de junio de 1928, nuevamente otra gran coalición, bajo la dirección del canciller Hermann Müller (SPD), comenzó a gobernar Alemania. La crisis económica, originada en Estados Unidos, golpeó al país en el otoño de 1929 y su violencia hizo estallar al gobierno, cuya ala derecha defendía la austeridad presupuestaria y su ala izquierda el fortalecimiento del seguro de desempleo.
Como no parecía surgir ninguna mayoría parlamentaria, un pequeño grupo de consejeros del presidente del Reich –militares, grandes terratenientes, industriales y financieros– optó por transformar la práctica constitucional: una especie de golpe de Estado permanente centrado en la autoridad, el prestigio y la mera figura de Hindenburg. La derecha gobernaba a través de gabinetes presidenciales y, la mayoría de las veces, ignoraba al Reichstag [Parlamento]. El artículo 48/2 de la Constitución de 1919 permitía al jefe de Estado tomar medidas legislativas por decreto. Pero el método vació la democracia de su contenido. El gobierno tergiversaba una disposición prevista para situaciones de peligro político y la usaba a discreción por conveniencia, para imponer una austeridad presupuestaria violentamente antipopular, que implicaba desde la reducción de las prestaciones sociales hasta la baja de los salarios mínimos sectoriales –entre 1919 y 1923, Ebert había utilizado de manera frecuente esta disposición contra los secesionistas, los bolcheviques y los nazis–. El canciller Heinrich Brüning llevó a cabo una política de deflación durante dos años, de marzo de 1930 a mayo de 1932, cuyo resultado no sorprendió: se agravó la crisis y, ya en el otoño de 1931, suscitó fuertes reservas del empresariado y del sector bancario, que empezaron a abogar por un enfoque económico menos ortodoxo y una reactivación por la oferta –reducción de impuestos y subvenciones a la industria, pero no a la población–.
A los ojos del entorno del presidente, Brüning se equivocó al mantener su rumbo austero y, sobre todo, al plantear una política social respaldada en una reforma agraria, con una repartición de tierras no cultivadas ubicadas al este de Alemania que pertenecían a grandes latifundistas. Ahora bien, Hindenburg era uno de ellos: su núcleo social estaba constituido por los junkers –nobles de Prusia Oriental y terratenientes– y el ejército. A esto se sumaron diferencias tácticas respecto del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán (NSDAP, nazis): después de haber intentado dialogar con los nazis, en abril de 1932, Brüning decidió privarlos de sus milicias a través de un decreto, prohibiendo las Secciones de Asalto (SA) y los Escuadrones de Protección (SS). El general Kurt von Schleicher, un alto militar influyente en el entorno de Hindenburg, no compartía la misma línea, ya que consideraba que la fuerza de choque militante y parapolicial de los nazis era indispensable tanto para luchar en las calles contra los comunistas como para recrear un ejército alemán. El general veía en las filas de los matones de uniforme marrón “recursos humanos” de gran calidad para poblar las filas de un ejército alemán que el Estado Mayor soñaba con reconstruir –las reparaciones habían finalizado y, en 1932, se vislumbraba un alivio del Tratado de Versalles, que limitaba a 100.000 el número de hombres en la Reichswehr–. Ciertas maniobras entre bambalinas (contactos secretos, discusiones a espaldas del canciller Brüning, campaña para debilitar al general Wilhelm Groener –ministro de Defensa y del Interior que había insistido en prohibir las milicias nazis–, confección de una lista de ministros en la sombra) resultaron no sólo en la destitución del gabinete de Brüning y en el nombramiento de un nuevo canciller, Franz von Papen, sino también en la asunción, en tiempo récord, de un nuevo gobierno a principios de junio de 1932.
Papen era prácticamente desconocido en la política. Miembro del Zentrum (el Partido de Centro), había sido diputado en el Landtag de Prusia (el Parlamento del Land más importante del Reich), pero siempre con un perfil bajo. Aristócrata, antiguo militar y hombre de negocios, era también una persona influyente, con muchos contactos, que formaba parte del Herrenklub, un círculo poderoso de derecha muy selectivo que reunía patrones, altos funcionarios y militares. A Schleicher le parecía un delegado ideal (“No quiero una cabeza, sino un sombrero”, decía el general al respecto) para trabajar en el acercamiento con los nazis. Papen cumplió la tarea y autorizó de nuevo las SA y las SS, que, en el verano de 1932, cometieron una masacre en la que cientos de militantes y simpatizantes de izquierda, e incluso simples transeúntes, murieron bajo sus balas y golpes. Por ese hecho, el 9 de agosto de 1932, Papen se vio obligado a emitir un decreto de excepción contra la violencia política que, para esos casos, indicaba la aplicación de la pena de muerte sin apelación. En materia económica y social, tenía sus propias ideas: había que continuar con la destrucción del Estado de Bienestar y llevar a cabo una política de oferta con subsidios masivos y créditos fiscales para las empresas, acto que fue formalizado con la ordenanza de excepción del 5 de setiembre de 1932. Papen, junto con su entorno –formado, específicamente, por uno de los teóricos de la “Revolución Conservadora”, Edgard Jung, y el profesor Carl Schmitt–, también creía que había que terminar con la democracia parlamentaria. Tras la disolución del Reichstag, las elecciones del 31 de julio de 1932 resultaron en un nuevo retroceso de la derecha y en un gran crecimiento del número de diputados nazis, que pasaron de ser unos 100 a 230. El 12 de setiembre, el gobierno de Von Papen fue derrocado por una moción de censura votada por una mayoría abrumadora y, otra vez, el Parlamento fue disuelto.
Lavado de imagen y guerra cultural
Los siguientes comicios, el 6 de noviembre de 1932, condujeron a una nueva disminución de la derecha liberal, pero también a un retroceso muy significativo del NSDAP, que perdió 36 diputados, en beneficio del Partido Nacional del Pueblo Alemán (DNVP). Este otro partido de extrema derecha estaba dirigido por una figura menos carismática y extática que Adolf Hitler: Alfred Hugenberg.
Se trataba de un hombre mayor y todo en él, tanto su físico como su apariencia, reflejaba al gran burgués filisteo, aunque sus ideas siempre fueron extremas: era racista, antisemita, ultranacionalista y pangermanista virulento. Había sido presidente de la junta directiva de la gran firma industrial Krupp y, antes de 1914, había sido partidario de la expansión territorial de Alemania hacia el este y de la colonización en Polonia. Después de la Primera Guerra Mundial se convirtió en un magnate de los medios: compró decenas de diarios, semanarios y mensuarios. Compró tambien empresas de cine (primero Deulig y luego Universum Film AG [UFA]) y entregaba a las salas “noticieros cinematográficos” listos para ser proyectados antes de cada función. Por medio de la estandarización de los contenidos por cuestiones de costo y de coherencia ideológica, Hugenberg logró derechizar y escandalizar a la población alemana con grandes dosis de pánicos morales inventados: el “bolchevismo cultural” era el precursor de la homosexualidad, del arte contemporáneo, del feminismo y de la perdición de la juventud, y el “judeo-bolchevismo” estaba sediento de saqueo fiscal, del fin de la propiedad y de la destrucción del cristianismo. Derechizó a Alemania de forma violenta y legitimó al partido nazi al promover la unión de las derechas.
En 1929 incorporó al NSDAP a la campaña plebiscitaria contra el plan Young de reescalonamiento de las reparaciones, y luego al Frente Harzburgo –una efímera alianza política en 1931–, demostró así que los nazis eran lo suficientemente aceptables como para aparecer en el estrado junto a dignos y severos representantes de la banca, la industria, el ejército y la derecha tradicional.
La derecha dudaba acerca de la mejor estrategia para conservar el orden social existente, y volver a hacer de Alemania una potencia militar para poder enfrentar lo que constituía, a sus ojos, el peor de los peligros: el avance del electorado comunista que tomaba más fuerza en cada elección, al contrario de lo que sucedía con el electorado nazi que, para otoño de 1932, estaba en retroceso.
La burguesía entra en pánico
En agosto de 1932, el día posterior a las elecciones legislativas, que fueron desastrosas para el gobierno de Papen, identificaron dos opciones. La primera consistía en asociar a los nazis al ejercicio del Poder Ejecutivo, algo que Brüning ya había propuesto a principios de 1932 y que Papen ofreció una vez más a Hitler. Pero había un problema: como el NSDAP había quedado primero en las elecciones del 31 de julio en el Reichstag (al igual que en las elecciones del 6 de noviembre), su jefe exigía ser canciller, pero Hindenburg se lo negó por una cuestión de principios (el NSDAP parecía querer un gabinete compuesto sólo por ministros nazis, mientras que Hindenburg quería una coalición de derechas), pero también porque tenía una antipatía personal contra Hitler; demasiado austríaco para este prusiano, demasiado mediocre como caporal para un mariscal, demasiado barroco católico para este austero protestante. La segunda opción era una nueva disolución del Reichstag (¡sería la tercera en menos de seis meses!) y una convocatoria sine die a nuevas elecciones –lo que violaría el artículo 25 de la Constitución, que fijaba un plazo de 60 días para los nuevos comicios–. El gobierno se mantendría e impondría su política a través de decretos-leyes y, en caso de un rechazo demasiado intenso (huelgas, manifestaciones, insurrecciones), se proclamaría el estado de excepción y el ejército sería el encargado de restablecer el orden público. Pero, a principios de diciembre de 1932, el ejército declaró que era incapaz de hacer frente a una oposición concomitante de comunistas y nazis si, además, hubiera una invasión extranjera.
Tercera posibilidad: el general Kurt von Schleicher, designado canciller el 3 de diciembre de 1932, sugirió fracturar el partido nazi y propuso una política social y nacionalista que permitiera integrar a Gregor Strasser –el número dos del NSDAP, cansado de no ser ministro y preocupado de ver al partido retroceder en las urnas– y también a sindicalistas. Sin embargo, Schleicher retomó la idea de Brüning de hacer una reforma agraria contra el desempleo, lo que exasperó a Hindenburg y su entorno. Papen decidió entonces conspirar contra Schleicher, con el apoyo de los representantes del campo, y también de los industriales y banqueros, que, a partir del 19 de noviembre de 1932, llamaron públicamente al presidente a nombrar a Hitler canciller. El 4 de enero de 1933 se organizó una reunión secreta en la casa del banquero Kurt von Schröder que marcó el principio de un gobierno de coalición de las derechas: Hitler debía ser canciller y Papen, vicecanciller. Esta nueva fórmula pretendía llevar a cabo una política “nacional” (contra los elementos “antinacionales”) y favorable a los intereses privados; de hecho, hacía un año y medio que Hitler multiplicaba las reuniones con las asociaciones patronales para asegurarles que el partido nazi no era en absoluto un partido social, mucho menos un partido socialista, sino que aspiraba a un rearme masivo como garantía de crecimiento y que planeaba la conquista, a través de la fuerza, de nuevos mercados en el este.
Esta fue la solución adoptada que se consideró pertinente: el 30 de enero de 1933 al mediodía, el nuevo gobierno prestó juramento ante Hindenburg, tranquilizado por las promesas de Papen, que juró mantener a Hitler bajo control y que le recordó que las coaliciones NSDAP-derecha ya gobernaban desde 1930 en tres Länder. El 31 de enero se firmó la ordenanza de disolución: Hindenburg esperaba una mayoría de “concentración nacional” y aprobó la idea de que esas elecciones, previstas para el 5 de marzo, fueran las últimas. Finalmente, la democracia del artículo 48/2 debió dar paso a un régimen autoritario que la derecha (liberales autoritarios y nacionalistas conservadores) y los nazis deseaban de forma unánime.
Johann Chapoutot, historiador. Traducción: Paulina Lapalma.
Paul Berne
En enero se cumplieron 100 años del nacimiento del pintor franco-uruguayo Paul Berne. Llegado a Montevideo con 23 años, estudió con Ricardo Aguerre y Miguel Ángel Pareja. Como delegado estudiantil fue uno de los tres redactores del plan de estudios de la naciente Escuela Nacional de Bellas Artes. Muy poco conocido por el gran público, algunas de sus obras están en el acervo del Museo Nacional de Artes Visuales, con cuya autorización reproducimos la que ilustra este artículo.
-
Todas las siglas se corresponden con el nombre completo en alemán. ↩