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Tienda con carteles con precios de productos en dólares estadounidenses en Caracas el 25 de setiembre.

Foto: Federico Parra, AFP

Venezuela, crisis sin fin

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Elecciones cuestionadas y tensiones diplomáticas.

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Durante la última década, Venezuela ha experimentado todo tipo de disfunciones internas e interferencias desestabilizadoras. El país de la “revolución bolivariana” se consume. Este artículo recorre las calles de la capital y pasa revista a la dinámica de autoencierro del gobierno –criticado por derecha e izquierda– y a las sanciones que enturbian el juego democrático.

Hay bullicio en Caracas. En esta tarde del 2 de setiembre, el canto de los “coquis”, esas ranitas que aparecen con las lluvias tormentosas, se apodera de la ciudad en momentos en que el presidente Nicolás Maduro abre el Encuentro de las Cinco Generaciones. El jefe de Estado, cuyo tercer mandato (2025-2031) está previsto que inicie el 10 de enero de 2025, ha reunido a un público de activistas, intelectuales, militares, milicianos y líderes históricos del chavismo en el salón Boyacá del palacio presidencial de Miraflores, ubicado en el corazón de la capital.

Forjado a partir del nombre de Hugo Chávez, presidente de Venezuela desde 1999 hasta su muerte en 2013, el chavismo congrega a todas las fuerzas sociales, políticas y militares que dan forma al movimiento sociopolítico –aquí se habla de una “alianza civil-militar”– que defiende la revolución bolivariana. El Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) y los millones de miembros que reivindica (sobre una población de 28 millones) constituyen hoy la fuerza central de este “bloque histórico”. Sin embargo, en los últimos años ha surgido un chavismo disidente dentro de la izquierda, encarnado en especial en el Partido Comunista de Venezuela (PCV) y en diversas organizaciones sociales. Sus representantes denuncian un giro autoritario y represivo del gobierno contra sus oponentes, entre los que ahora hay sindicalistas y huelguistas. Juntos, cuestionan las políticas liberales implementadas desde el gobierno en respuesta a la crisis económica y las sanciones impuestas por Estados Unidos1, la política de dolarización, que ha generado fuertes desigualdades sociales, la liberalización de varios sectores de actividad (recursos naturales, agricultura, explotación del subsuelo) a través de zonas económicas especiales (ZEE) inspiradas en el modelo chino, la privatización de tierras cultivables o incluso leyes favorables a los inversores extranjeros (exenciones fiscales, facilitaciones para la repatriación de beneficios, etcétera).

La iniciativa presidencial de Miraflores, que apuntó a varios objetivos políticos, se produjo pocas semanas después del anuncio de los resultados electorales más controvertidos desde el inicio del ciclo bolivariano. El 28 de julio, el Consejo Nacional Electoral (CNE) proclamó la victoria del presidente saliente frente al candidato de la Plataforma Unitaria Democrática (PUD), Edmundo González Urrutia2, un resultado validado el 22 de agosto por el Tribunal Superior de Justicia (TSJ), el máximo órgano judicial del país. No obstante, numerosas voces, que ya no provienen sólo de la oposición de derecha, nacional y regional, o sólo de Washington y sus aliados occidentales, se han alzado desde entonces para cuestionar o poner en entredicho la transparencia del CNE en la organización y recuento de votos, así como para señalar su imposibilidad de autenticar y corroborar de forma independiente los resultados anunciados. De hecho, el CNE no ha realizado ninguna publicación oficial y detallada del escrutinio (mesa por mesa), ni tampoco auditoría alguna del sistema informático y de transmisión de resultados, contraviniendo sus obligaciones legales.

Hoy entre quienes cuestionan o denuncian los resultados también se hallan fuerzas de izquierda nacionales, regionales e internacionales, y gobiernos progresistas latinoamericanos. Brasil y Colombia no reconocieron la victoria de Maduro ni la de su exoponente, ahora exiliado en España después de que la fiscalía venezolana emitiera una orden de arresto en su contra, e instaron a Caracas a publicar los resultados electorales detallados. Por su parte, el presidente chileno de centroizquierda, Gabriel Boric, optó por distanciarse de Venezuela y ha denunciado una “dictadura que falsifica las elecciones”, tal como lo expresó en su cuenta de X el 22 de agosto. México se alineó al inicio con la posición de Bogotá y Brasilia para, en segunda instancia, tomar nota de la decisión del TSJ.

Finalmente, el Centro Carter, especializado en misiones electorales en decenas de países de todo el mundo, y la Misión de Expertos Electorales de las Naciones Unidas, presentes durante la elección, consideraron que esta no cumplió con los estándares mínimos de transparencia que permitieran verificar su integridad y certificar su veracidad. Ambos habían defendido hasta ahora la transparencia de las elecciones venezolanas...

Impugnadas –con razón– por la imposibilidad de autentificar los resultados, estas elecciones no han resuelto nada de la crisis multifactorial –económica, social, política y geopolítica– que estrangula a Venezuela desde hace una década. Más bien la amplía y la conduce a una nueva fase... que podría prolongarse en el tiempo. Sin embargo, queda flotando en el aire una pregunta: ¿era posible organizar unas elecciones “normales” en las actuales condiciones materiales y políticas del país?

Ciertamente, no. Estados Unidos tiene la responsabilidad central del constante deterioro de la situación en el país caribeño. Ha interferido de manera continua en sus asuntos internos y ha apoyado todos los intentos de desestabilización desde el golpe contra Chávez de abril de 20023. Ha alimentado una polarización extrema y una violencia política que de forma gradual han socavado el marco de la vida democrática nacional. Para mencionar sólo el período que se abrió con la llegada de Maduro al poder, en 2013, su hostilidad resultó en la imposición de sanciones ilegales de acuerdo al derecho internacional.

Las primeras sanciones de la potencia estadounidense, decididas en 2015 por el presidente Barack Obama (2009-2016) bajo el falaz argumento de que Venezuela constituía una “amenaza inusual y extraordinaria para la seguridad nacional y la política exterior de Estados Unidos”, fueron reforzadas por su sucesor Donald Trump (2017-2020) y mantenidas por Joe Biden (2021-2024), a pesar de algunas flexibilizaciones que permitieron a varias multinacionales (entre ellas Chevron) beneficiarse de licencias de explotación petrolera en el territorio del país sudamericano4. Estas “medidas coercitivas unilaterales” fueron dirigidas a los líderes chavistas, así como a cualquier “persona” o “entidad” que mantenga una relación comercial o financiera (o utilice el dólar) con el Estado venezolano, empresas públicas nacionales (incluida la petrolera nacional PDVSA) o que mantengan vínculos con las instituciones venezolanas. Desde 2019 le prohíben a Caracas acceder al mercado energético (salvo exención expresa), así como al sistema financiero y bancario estadounidense y a sus operadores en todo el mundo. De este modo, Venezuela se ve impedida de financiar su deuda en los mercados internacionales y su petrolera ya no puede utilizar el dólar. Esta política de Washington acelera, en contradicción con sus propios intereses, los acercamientos de Caracas con Rusia o China...

Las sanciones están asfixiando la economía nacional, mermando sus entradas de divisas, aniquilando su comercio exterior y exponiéndola a un riesgo país prohibitivo para los inversores internacionales. Según las autoridades venezolanas, entre 2015 y 2023 el gobierno, la industria petrolera y el comercio exterior del país han sido objeto de 930 medidas de retorsión. Todas ellas han contribuido de modo significativo, junto con la falta de inversión en PDVSA (y la corrupción interna en la propia empresa), a erosionar las vitales exportaciones de petróleo. Estas últimas cayeron de unos tres millones de barriles diarios en 2015 a 340.000 en 2020 (hasta 2019, Estados Unidos siguió siendo el principal cliente de Venezuela), antes de volver a superar la barrera de los 850.000 en 2024, lo que permitió una importante reactivación de la economía. El gobierno estima las pérdidas de la industria petrolera en 232.000 millones de dólares desde 2015. Otro ejemplo: el bloqueo de recursos financieros y la confiscación de activos venezolanos en el exterior, que habría representado, según Caracas, entre 24.000 y 30.000 millones de dólares (entre cuentas bancarias, reservas de oro, empresa Citgo, la filial de PDVSA con sede en Estados Unidos, etcétera)5.

La política estadounidense contribuye directamente al empobrecimiento de la población venezolana, a sus problemas económicos cotidianos y a la partida de millones de personas. “Las sanciones también influyen en las elecciones”, señala el Centro de Investigación Económica y Política (CEPR). Este think tank [usina de pensamiento] progresista con sede en Washington, reconocido por su competencia en materia electoral, considera que los resultados electorales no han sido transparentes, pero observa que la política de Washington constituye una forma determinante de guerra económica que “puede convencer a la gente de votar como Estados Unidos quiere o a deshacerse del gobierno por otros medios”6.

Por lo tanto, no puede haber elecciones libres y justas en un país sometido a sanciones y disfuncional a nivel institucional desde hace una década. Un país donde quienes se enfrentan por el poder y el control de los ingresos petroleros se tratan más como enemigos que como adversarios. El aparato estatal, el ejército, los tribunales, la fuerza pública y el núcleo militante “oficialista” están movilizados del lado de Maduro. Por su parte, y dependiendo de sus intereses específicos, la oposición acepta, o no, el juego democrático. Desde 2002, ha fustigado la mayor parte de las elecciones –que perdió–, incluso cuando fueron validadas por misiones de observación y por la “comunidad internacional”. También boicoteó otras –como las legislativas de 2005, las presidenciales de 2018 (lo hicieron sus principales fuerzas) o las legislativas de 2020–, dejando así plenos poderes al chavismo, en particular dentro de un TSJ cuyos magistrados son designados por un período de 12 años por la Asamblea Nacional. La oposición también ha sabido recurrir a la opción insurreccional y violenta (como durante las manifestaciones de 2014 y 2017) y al apoyo político y financiero sistemático de Estados Unidos, incluso militar, como lo hizo en 2020 María Corina Machado, líder del ala intransigente pro sanciones y pro derrocamiento de Maduro, descalificada para las elecciones de 2024.

Se fue así generando una dialéctica destructiva entre ambos bandos. El engranaje que condujo a los últimos acontecimientos resulta de la combinación de varias dinámicas ligadas a esa dialéctica. Se puede citar en ese sentido los numerosos intentos de desestabilización que han tenido lugar: golpe de Estado en 2002, huelga petrolera en 2003, intento de asesinato con drones de Nicolás Maduro en 2018, operaciones de incursión “humanitarias” desde Colombia en 2019 (durante el período de la autoproclamada presidencia interina de Juan Guaidó, apoyada por Washington)7, mercenarismo paramilitar (Operación Gedeón en 2020). También se puede recordar la decisión del gobierno estadounidense, en 2020, de poner precio a la cabeza del presidente venezolano en 15 millones de dólares a cambio de información que permita su detención y condena por narcoterrorismo.

Por otro lado, el desgaste de un gobierno al mando desde hace un cuarto de siglo ha favorecido los fenómenos de corrupción y clientelismo característicos de países donde existe un vínculo orgánico entre el poder político y la captación de la renta petrolera8. El debilitamiento de la hegemonía del chavismo, que comenzó después de la muerte de Chávez en 2013, llevó a Maduro a fortalecer el componente militar dentro del Estado. Su mala gestión económica durante la crisis global de la década de 2010, en un contexto de colapso del precio del petróleo y de pérdida del impulso productivo de PDVSA, lo debilitó. La oposición se valió entonces de la obstrucción sistemática para contrarrestar los intentos gubernamentales de recuperación. Así sucedió en 2015, cuando la Asamblea Nacional recién conquistada por la derecha prometió derrocar al presidente “en un plazo de seis meses” y le negó la posibilidad de renegociar la deuda soberana del país. Esta doble decisión provocó la ruptura y la radicalización irreversible de Maduro. Obligado a reducir de manera drástica y brutal el gasto estatal e importaciones vitales para el país, el gobierno decidió llevar a cabo una férrea política de austeridad que condujo a una crisis social. Comenzó así el ciclo disfuncional que condujo a las elecciones de 2024, durante el cual Venezuela llegó incluso a experimentar, entre 2017 y 2022, un sistema dual de poder. A un lado, un gobierno respaldado por una Asamblea Nacional Constituyente (que nunca presentó un proyecto de nueva Constitución) cuya función consistió en saltarse a la Asamblea Nacional y votar las leyes propuestas por el Poder Ejecutivo. Maduro no dudó, durante este período, en cambiar las reglas del juego político para paralizar a sus adversarios. Al otro lado, una Asamblea Nacional con poderes suspendidos y un autoproclamado presidente interino –Guaidó– procedente de las filas de este poder legislativo neutralizado, pero apoyado y financiado por Estados Unidos y unos 60 países en un contexto de crisis económica agravada y de manifestaciones violentas y reprimidas (las guarimbas de 2017). Producto de la represión, en 2021 la Corte Penal Internacional (CPI) abrió un expediente a Maduro por denuncias de crímenes de lesa humanidad.

Enfrentamientos extremos, resentimientos e injerencias sistemáticas y repetidas constituyen el tríptico de la erosión democrática en Venezuela. Y explican cómo Maduro, detentor del poder estatal real, entró en una dinámica autoritaria a partir de sus propias decisiones. El chavismo de Estado es percibido ahora como una potencia civil-militar lanzada a una lucha por la mera supervivencia. Las amenazas de exilio, prisión, juicio internacional o purga que penden sobre él en caso de que la oposición regrese al poder no lo alientan precisamente a aflojar el control que ejerce sobre sus adversarios. Aguantar a toda costa se ha convertido en su proyecto.

Fue en ese marco general que, durante el Encuentro de las Cinco Generaciones, Maduro defendió con uñas y dientes sus posiciones, apuntando a removilizar al chavismo oficial y a demostrar la inquebrantable unidad “civil-militar-policial” frente a la violencia “terrorista” encarnada, según él, por las corrientes “fascistas” de la oposición como parte de un intento de “golpe de Estado” apoyado desde Washington. El presidente no aceptó las ofertas de mediación regional propuestas por Brasil y Colombia y se vanaglorió de haber arrestado a 2.400 personas en los días posteriores al 28 de julio9. Golpear fuerte la mesa y advertir que no se tolerará ningún intento de desestabilización fue su objetivo. El Encuentro lanzó en ese sentido un mensaje claro a los detractores del presidente y a las cancillerías de todo el mundo. “Cuando entregue el mando, lo entregaré a un presidente o una presidenta chavista, bolivariana y revolucionaria”, dijo Maduro, y prometió la continuidad de la revolución por “los próximos 30 años”. La oposición denunció a su vez un “fraude histórico” y definió al poder chavista como un “terrorismo de Estado”.

Se está, por lo tanto, ante un callejón sin salida. Ya no se trata de discutir sobre el carácter socialista de un proceso que ha perdido su fuerza propulsora hace ya largo tiempo, que aplica políticas económicas ortodoxas tras años de sanciones y recurre a la represión para mantener a su grupo gobernante en el poder. Pero cuanto más continúe la política de “máxima presión” y sanciones, más Venezuela tomará una trayectoria al estilo nicaragüense (cierre del espacio político, militarización del poder y de la sociedad) con el apoyo de China, Rusia e Irán.

¿Podría tal perspectiva conducir a una guerra civil en un país donde circulan millones de armas? Las consecuencias (inestabilidad fronteriza, atolladero militar y bomba migratoria)10 serían catastróficas para la región, en particular, para los vecinos Brasil y Colombia, así como para Estados Unidos. Temida por muchos, la escalada hacia tal escenario de radicalización explica la cautela de varias capitales o de la Unión Europea que, a sabiendas del fracaso del “intento Guaidó”, no reconocen a ningún ganador en las elecciones del 28 de julio y piden una solución política negociada. O incluso de Washington, que, aun reconociendo la victoria de la oposición, apoyó la propuesta de nuevas elecciones –rechazada por todos los protagonistas en Caracas– formulada por Brasil y Colombia. Y esto mientras otros 60 países han reconocido la victoria del presidente saliente.

Evitar la diagonal de lo peor supone la organización de negociaciones que no tengan sobre sí el peso de las sanciones.

Christophe Ventura, periodista. Traducción: Le Monde diplomatique, edición Uruguay.


  1. Ver Maëlle Mariette, “Venezuela quebrada por las sanciones”, Le Monde diplomatique, edición Uruguay, abril de 2022. 

  2. Con el 51,95 por ciento de los votos, contra el 43,18 por ciento de la oposición, según el segundo boletín oficial del Consejo Nacional Electoral publicado el 2 de agosto. 

  3. Ver Maurice Lemoine, “Dans les laboratoires du mensonge au Venezuela”, Le Monde diplomatique, agosto de 2022. 

  4. También se benefician de ello la multinacional española Repsol y la francesa Maurel & Prom. 

  5. Datos proporcionados por el Observatorio Venezolano Antibloqueo

  6. “Las controvertidas elecciones de Venezuela y el camino a seguir”, CEPR, 12-8-2024. 

  7. Ver Julia Buxton, “Où va l’opposition à Nicolás Maduro”, Le Monde diplomatique, marzo de 2019. 

  8. Ver Gregory Wilpert, “Le Venezuela se noie dans son pétrole”, Le Monde diplomatique, noviembre de 2013. 

  9. A los que se suman 25 muertos y 192 heridos chavistas (entre manifestantes, funcionarios y activistas), según las autoridades. 

  10. Ver Guillaume Beaulande, “Sur la route des migrants vénézuéliens”, Le Monde diplomatique, agosto de 2019. 

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