Dolarización no oficial, criptomonedas y formas sui generis de privatización, son algunas de las respuestas a la crisis en un país cuya economía se contrajo en un 80 por ciento entre 2013 y 2020. El proceso de estrangulamiento, explícitamente reconocido por Estados Unidos, puede modificarse ahora que Washington “redescubre” Caracas a raíz de su necesidad de crudo.

“Es un poco como en Star Wars, cuando Darth Vader estrangula a alguien. Eso es lo que estamos haciendo con el régimen económicamente”. Las declaraciones de John Bolton en la cadena Univision el 22 de marzo de 2019, cuando era consejero de Seguridad Nacional de Estados Unidos, pretendían esclarecer la estrategia estadounidense para con Venezuela. Impuestas en julio de 2017, las sanciones transformaron la crisis local, ya profunda, en aquello que el ex embajador estadounidense en Venezuela, William Brownfield, describió el 12 de octubre de 2018 como una “tragedia”. Antes de añadir, con serenidad: “Si podemos hacer algo para acelerarla, debemos hacerlo, sabiendo que repercutirá en millones de personas que ya están teniendo dificultades para acceder a alimentos y medicamentos [...]. Nuestro objetivo justifica este severo castigo”1.

Mediante sus esfuerzos por derrocar al presidente Nicolás Maduro, Washington habrá demostrado que es posible destruir un país sin armas. Cuando se dispone del privilegio exorbitante de imponer sanciones a otras naciones, se vuelve posible arruinar su economía, destruir su aparato estatal, quebrar su sociedad. Y luego, de repente, cambiar brutalmente de parecer. Como las tensiones en el mercado energético, ligadas a la invasión rusa de Ucrania, condujeron al presidente estadounidense a retomar el diálogo con un líder político que su país ni siquiera reconocía hasta entonces, el levantamiento de las sanciones estadounidenses no es imposible.

Caracas ya estaba de rodillas cuando Washington decidió intensificar la ofensiva en su contra. A partir del verano de 2014, el precio del petróleo –que representa el 95 por ciento del total de las exportaciones venezolanas– cayó de 100 a 50 dólares el barril en seis meses y luego a 30 dólares en enero de 2016. Tres años más tarde, cuando Juan Guaidó se autoproclama “presidente interino” (sin la más mínima justificación legal), la Casa Blanca, seguida por Canadá y la Unión Europea, decreta una batería de sanciones inusualmente severas: un embargo contra la compañía petrolera estatal PDVSA (Petróleos de Venezuela S.A.) y todas sus filiales; incautación de activos venezolanos en el exterior (como los de Citgo, filial de PDVSA en Estados Unidos, de un valor de 7.000 millones de dólares); procedimientos contra todas las empresas extranjeras que operan con estas empresas venezolanas; etc.

Estas medidas impiden el acceso de Venezuela a casi todos los mercados financieros internacionales, obstaculizando considerablemente su capacidad de efectuar transacciones. Así, en junio de 2021, algunos de los pagos para la compra de vacunas contra el Covid quedan bloqueados, lo que impide que se beneficie del sistema Acceso Global para Vacunas (COVAX), diseñado para países pobres. Desde 2014, Venezuela perdió el 99 por ciento de sus ingresos en divisas. En semejante contexto, la economía se contrajo en un 80 por ciento entre 2013 y 2020 (una situación peor que la que atravesó Libia tras el estallido de la guerra civil).

En respuesta, el presidente Maduro presentó el 29 de setiembre de 2020 ante la Asamblea Nacional una ley “antibloqueo” para “flexibilizar la inversión en la actividad económica venezolana”. El objetivo, explica William Castillo, viceministro de Políticas Antibloqueo, es permitir el retorno del capital privado a la economía del país. Para ello, “la ley permite la clasificación confidencial, durante un determinado número de años, de la información relativa a los contratos firmados por particulares con inversores privados. Fueron los propios empresarios quienes nos pidieron esta forma de protección, ya que Estados Unidos sanciona a las empresas que hacen negocios con Venezuela; como Rosneft [compañía petrolera rusa], por ejemplo”.

Prefiriendo permanecer en el anonimato, un especialista en finanzas internacionales que trabaja con fondos de inversión que desean participar en la industria petrolera venezolana, explica: “La confidencialidad también es ventajosa para el Estado, porque así puede hacer acuerdos con inversores privados que no están autorizados por la Constitución, que es imposible cambiar en el contexto político actual y que prohíbe que una empresa privada nacional o extranjera tenga una participación mayoritaria en una empresa mixta”. Ahora, desesperado, el Estado quiere liberarse de estas “trabas”, ayer presentadas como uno de los principales avances de la Revolución Bolivariana en materia de soberanía. “Solo será por la duración limitada del contrato en cuestión”, alega Castillo. “Es una modificación táctica puntual para una situación económica específica. Se trata simplemente de transferir al sector privado activos que el Estado no está utilizando bien, o empresas que, de lo contrario, no son eficientes”. Pero una vez burlada la ley, ¿será realmente posible volver hacia atrás? Nuestro interlocutor evade la respuesta.

Esta es la singularidad del contraataque venezolano: la discreción que rodea el proceso de privatización “impuesto por las sanciones”. “Gracias a la ley antibloqueo, se han logrado progresos espectaculares en términos de inversión y alianzas en diferentes áreas de la economía –declara Maduro en una aparición televisiva el 12 de diciembre de 2020–. Pero no puedo decir mucho. Eso es lo que tiene la ley antibloqueo: hacer sin decir.” De este modo, gracias a un entorno legal que el Presidente califica de “menos hostil”, se está produciendo un “desarrollo de la agroindustria”2, señala Ricardo Cusanno, presidente de Fedecámaras, la principal organización patronal del país.

De industria a chatarra

En el caso del sector petrolero, la ley antibloqueo tiene sus límites. “Este sector requiere inversiones enormes –explica Víctor Álvarez, ex ministro de Industrias Básicas y Minería (2005-2006) tras haber sido director de PDVSA (2004)–. Al soslayar el marco legal que limita las inversiones privadas en las empresas estatales, esta ley exacerba paradójicamente la inseguridad jurídica y la debilidad institucional de Venezuela, reforzando la idea de que la ley se aplica de manera arbitraria y discrecional. Una multinacional extranjera no se arriesgará a invertir grandes capitales en semejante contexto”. Para Álvarez, solamente un levantamiento de las sanciones puede reactivar el sector petrolero del país, que cuenta con las mayores reservas de oro negro en el mundo.

La caída del precio del petróleo, seguida de las sanciones estadounidenses, ha provocado un colapso brutal de la producción de PDVSA, que pasó de casi tres millones de barriles diarios en 2014 a menos de un millón y medio en 2018 y luego a 350.000 en 2020, es decir, una octava parte en apenas seis años. Es un golpe duro para un país cuyos ingresos petroleros representan casi la totalidad de sus ingresos en divisas extranjeras, con los que solía pagar la importación masiva de sus bienes de consumo (incluidos muchos productos alimenticios).

Esta caída de la producción de petróleo se explica, en primer lugar, “por un problema de demanda –subraya Francisco Rodríguez, economista venezolano e investigador asociado del Council on Foreign Relations (CFR)–. En un momento dado, el país tuvo que suspender la explotación de varios pozos porque ya no podía vender el petróleo y sus depósitos de almacenamiento estaban llenos. Por miedo a las sanciones, ya nadie quería comprar el petróleo de Venezuela. Así que el país tuvo que venderlo a precios inferiores a los del mercado, principalmente a sus aliados, China y Rusia, con quienes está endeudado”.

Desde 2014, perdió el 99 por ciento de sus ingresos en divisas. La economía se contrajo en un 80 por ciento entre 2013 y 2020.

Sin embargo, el comercio petrolero entre Venezuela y Estados Unidos no se ha detenido. La compañía petrolera estadounidense Chevron obtuvo una derogación especial de las autoridades estadounidenses para seguir operando en el país e incluso mantener asociaciones directas con PDVSA. La empresa –la que “mejor produce” en la Faja del Orinoco, según Luis Romero, técnico de PDVSA desde hace veinte años– vende el petróleo que extrae a PDVSA, que se ocupa de comercializarlo. Sin embargo, esto ya no puede hacerse en Estados Unidos, que en 2017 todavía era el principal comprador (41 por ciento) del petróleo venezolano.

Si bien la caída de la producción petrolera venezolana se debe principalmente a la disminución de la demanda de este petróleo, también es resultado de la dificultad del país para adquirir los insumos necesarios para su explotación: “Aquí, en la Faja del Orinoco, se extrae petróleo pesado, que debe mezclarse con petróleo más ligero para ser exportable. Los insumos utilizados para esta mezcla son los diluyentes, que se importaban de Estados Unidos. Pero con las sanciones, eso se acabó”, señala Romero. Sin estos diluyentes, tampoco hay gasolina refinada, lo cual explica la recurrente escasez de nafta y gasoil en el país. Los venezolanos se ven así obligados, de este modo, a hacer cola durante horas, incluso días, para cargar combustible.

Para remediar esta dificultad, el gobierno de Maduro firmó en setiembre de 2021 un acuerdo de veinte años con Irán, que le provee los preciados diluyentes a cambio de parte de su producción de petróleo crudo. La alianza entre los dos países sancionados por Estados Unidos explicaría el reciente aumento de la producción petrolera venezolana, que se elevó a una media de 850.000 barriles diarios en 2021, es decir, multiplicando por 2,5 la del año precedente, con el objetivo de alcanzar los dos millones de barriles este año 2022.

Para ello será necesario rehabilitar las instalaciones petrolíferas del país. ¿Hará la crisis ucraniana que Washington facilite este tipo de inversiones? “La producción podría aumentar rápidamente y el país sería el más beneficiado por el aumento del precio del petróleo”, afirma Romero. Por el momento, “las instalaciones se han deteriorado; y más aun porque la gente las desmantela para revender la chatarra”, nos explica a la vera de una ruta cortada en la Faja del Orinoco, donde vimos grandes camiones cuyos volquetes desbordan de chatarra: trozos de tuberías, cables, motores, etc. “A veces, cuando llegamos a la zona, nos encontramos con chatarreros cortando tuberías. Huyen corriendo y esperan a que nos hayamos ido para volver. Se suele hacer de noche. También hay trabajadores que roban todo lo que pueden: aceite, cables e incluso el aire acondicionado de su dormitorio”.

Aunque la práctica es naturalmente condenada por los tribunales y a veces conduce a detenciones, la mayoría de las veces se beneficia de un cierto laissez-faire: permite compensar los bajos salarios en parte del sector público. Para regular esta práctica –que afecta también a las principales empresas siderúrgicas del país, en particular a Sidor– y, con ello, controlar la informalidad, el gobierno aprobó en 2018 un decreto que confiere a la chatarra un “carácter estratégico y vital para el desarrollo de la industria nacional”: la chatarra del país debe venderse exclusivamente a la compañía estatal Corporación Ecosocialista Ezequiel Zamora (Corpoez), dirigida por un militar.

En 2020, ello le permitió a PDVSA, que se estaba quedando sin efectivo, “pagarles a subcontratistas con chatarra y piezas provenientes de las instalaciones frenadas –cuenta Moisés Vargas, colega de Romero–. Las autoridades prefieren centrarse en la explotación de los campos petrolíferos en buen estado, porque rehabilitar los demás costaría una fortuna.” “El mercado de la chatarra es una zona gris, muy poco transparente, en el límite entre legalidad e ilegalidad –explica Andrés Antillano, profesor de Sociología en la Universidad Central de Venezuela en Caracas (la principal universidad pública del país)–. Es una actividad muy rentable para los intermediarios.” Vargas prosigue: “Compran la chatarra recuperada a unos 250 dólares la tonelada. Luego, dependiendo del metal, estos intermediarios pueden vender la chatarra hasta por mil dólares la tonelada a Corpoez. Pero antes de eso, los militares que protegen las instalaciones de PDVSA se llevan una comisión para emitir pases para llevar la chatarra al puerto de Guanta, donde parte hacia Turquía”, el principal comprador. Al volverse lucrativo, el comercio de la chatarra se ha amplificado, hasta el punto en que a veces barrios enteros se quedan sin luz ni agua porque se han robado las tuberías o los cables de electricidad.

Dolarización de facto

Bajo los efectos de la hiperinflación, que superó el 130.000 por ciento en 20183 (antes de volver a “solamente” un 686 por ciento en 2021), Venezuela perdió el uso de su moneda desde hace tiempo. La utilización del dólar en la vida cotidiana terminó “siendo avalada por el gobierno venezolano”. Sin temor a las paradojas, Maduro lo presenta como “un acto de rebeldía”4 contra las sanciones económicas impuestas por Washington, argumentando que la dolarización de facto de la economía “puede servir para la recuperación y el despliegue de las fuerzas productivas del país y el funcionamiento de la economía”5. Estas declaraciones se inscriben en el marco de las decisiones adoptadas por el gobierno desde fines de 2018 para abrir y flexibilizar la actividad económica. Así, se suprimieron los topes de precios y los controles de cambio; se devaluó la tasa de cambio oficial del bolívar para acercarla a la del mercado; se levantaron los aranceles de varios miles de productos, y, lo más simbólico, se permitió el uso de divisas para las transacciones internas.

Esta es la singularidad del contraataque venezolano: la discreción que rodea el proceso de privatización “impuesto por las sanciones”.

Estas medidas dieron rápidamente sus frutos, de modo que a principios de 2022 se produjo una tímida recuperación económica en el país. Sin embargo, se desarrolla principalmente en los barrios acomodados del este de la capital. En el de Las Mercedes, por ejemplo, el número de concesionarias de autos de lujo se triplicó recientemente: “Antes de 2020, había tres; ahora hay unas diez –explica Peteris Berzins, fotógrafo de autos–. Llegaron muchos Lamborghini, Porsche, Bentley e incluso Ferrari”, se alegra. La supresión de los derechos de aduana “ha amplificado el fenómeno”. El primer Chevrolet Corvette C8, por ejemplo, llegó a Venezuela incluso antes de salir a la venta en Estados Unidos, donde había una larga lista de espera. El auto se vende a 200.000 dólares en Caracas. Y para cargar uno de estos autos, queda totalmente descartado ir a un surtidor normal y hacer la cola (a veces interminable, debido a la escasez): los afortunados propietarios prefieren ir a una estación de servicio donde se distribuye la costosa nafta VP Racing “adaptada a estos vehículos e importada especialmente de Estados Unidos”, explica Berzins.

En los últimos dos años florecieron en Caracas rascacielos, restaurantes con propuestas gastronómicas internacionales, almacenes que desbordan de productos importados. En el Bodegón Actual, situado en un barrio acomodado de Caracas, se pueden encontrar cajas gigantes de copos Kellogg’s, queso roquefort Président, jamones enteros de bellota, jarabe de arce Maple Joe, cápsulas de café Nespresso, mostaza Dijon Maille, champagne, whisky, fois gras Labeyrie o incluso Nutella. Almacenes como estos “se dirigen al seis por ciento de los hogares con mayor poder adquisitivo”, sostiene Manuel Sutherland, economista y director del Centro de Investigación y Formación Obrera, CIFO.

Ante la pregunta ritual del cajero, “¿en bolívares o dólares?”, la mayoría de los clientes elige la segunda opción. Pero “el Estado no grava las transacciones en dólares, que constituyen el 60 por ciento de las compras en el país”, añade Sutherland. Privada de los ingresos que generarían las exportaciones petroleras, aislada de los capitales extranjeros como consecuencia de las sanciones, incapaz de recaudar impuestos y, por tanto, de redistribuir la riqueza, “Venezuela se está convirtiendo en un país sin Estado”, concluye Antillano.

¿De dónde provienen entonces los dólares que circulan en el país? Dado que la dolarización de la economía venezolana “no es un proceso oficial”, recuerda Álvarez, no provienen, como sucede normalmente, de un acuerdo con la Reserva Federal de Estados Unidos. “Existen diversas fuentes, como el blanqueo de dinero. Pero las dos más importantes son el oro y la producción de petróleo, por un lado, y las remesas que envían los venezolanos desde el exterior, por otro.” Con casi una quinta parte de los veintinueve millones de habitantes del país que ha emigrado a causa de la crisis económica, muchas familias reciben dinero de sus parientes: tres de cada cinco emigrantes envían ayuda financiera a su hogar de origen6. “De este modo, Venezuela recibió entre 4.000 y 5.000 millones de dólares de remesas en 2021 –afirma Rodríguez–. Es un monto muy importante para la economía venezolana. En comparación, en 2020 y 2021, los ingresos netos de las exportaciones de petróleo fueron inferiores a 4.000 millones de dólares”.

“La minería de criptomonedas se ha vuelto la principal fuente de ingresos para una gran parte de las personas”.

Sin embargo, las sanciones dificultan el envío de divisas desde el extranjero a cuentas bancarias en Venezuela. “Gran parte del dinero que envían los venezolanos que viven fuera del país lo hacen, por tanto, a través de mecanismos informales”, explica Sutherland. Cada vez más, estas transferencias se efectúan a través de aplicaciones específicas más o menos fiables. Verónica Hidalgo, una venezolana que vive en París, utiliza la aplicación Binance, una plataforma de intercambio de criptomonedas, para enviar dinero a su madre todos los meses.

Pero este tipo de herramientas no basta para resolver los problemas asociados a la falta de efectivo en circulación en el país. “¡Me están volviendo loco!”, dice irritado Franklin Jiménez a la salida de una tienda de ropa en el centro comercial Sambil de Caracas, el más grande del país. “Es una guerra para conseguir billetes chicos de dólares. No solamente para nosotros, los clientes, sino también para los comerciantes, que nunca pueden darnos cambio. Si uno saca un billete de 20 dólares, está obligado a gastarlo todo en el mismo lugar.” Ese mismo día, Jiménez decidió irse de la tienda con las manos vacías. “Se pierden ventas por este motivo y se pierden clientes –dice decepcionada la vendedora del negocio–. El problema –explica– es que actualmente, como suele pasar, los cajeros automáticos están vacíos. Así que no podemos recurrir al bolívar...”. La política monetaria del gobierno desde hace algunos años es, en efecto, imponer una escasez de bolívares en efectivo para frenar la inflación y la depreciación de la moneda nacional frente al dólar. En los barrios populares comerciales de Catia o Petare, algunos vendedores informales intercambian 18 billetes de 1 dólar contra 1 billete de 20 dólares. “Con eso gano dos dólares por cada transacción”, relata uno de ellos, satisfecho con su pequeño negocio. Sus mejores clientes son pequeños comerciantes dispuestos a perder dos dólares por cada billete de 20 antes que perder clientes.

Sobrevivir como “mineros”

Esta dolarización de facto de la economía frenó la inflación. Pero acentúa la desigualdad en un país que hace una década era de los más igualitarios de América Latina gracias a las políticas sociales del presidente Chávez. La vida se ha vuelto difícil para aquellos cuyos ingresos aún se pagan en bolívares. Entre ellos, los tres millones de empleados del sector público que, en promedio, no ganan más que el equivalente a 10 dólares al mes, y los cinco millones de venezolanos que reciben pensiones estatales irrisorias. María R., a quien encontramos en Caracas en el barrio popular 23 de Enero, es una de ellos. Docente jubilada, apenas recibe el equivalente a un dólar, es decir, el precio de una caja de seis huevos. También recibe la llamada ayuda “Contra la guerra económica” (destinada a los jubilados, introducida en mayo de 2020, para ayudarlos a enfrentar la inflación) y la ayuda alimentaria. Pero con más de noventa años, tiene que vivir con su hijo, que se encuentra en una situación financiera similar.

Un ex técnico del Ayuntamiento de Caracas tuvo que volver a ponerse el uniforme de trabajo con más de setenta años para realizar pequeños trabajos en casas particulares de manera informal. Lo mismo sucede con Lionel F., otro vecino del barrio, enfermero del hospital público Dr. Elías Toro que, además de este trabajo, vende café que trae de Colombia sin declarar. “En un buen día, puedo ganar más que en un mes entero de trabajo en el hospital”, afirma. “Recibo ayuda, pero apenas llega a 18 dólares por mes”, explica una madre de tres hijos, enumerando los precios de los alimentos básicos: “un kilo de carne cuesta 3,50 dólares; un kilo de harina de maíz para hacer arepas [el alimento de base de los venezolanos] está a un dólar; un litro de leche ronda los dos dólares...”. Como muchas de las personas del barrio, ella también recibe los paquetes de alimentos que el Estado distribuye cada mes a los más desfavorecidos. Pero “no llegan con regularidad”. Antillano, profesor universitario, también tiene otro trabajo para complementar su salario de 20 dólares.

El 3 de marzo de 2022, Maduro anunció un aumento del salario mínimo de siete bolívares (un dólar y medio) a 126 bolívares (unos 28 dólares). El valor del bono alimenticio (vales de restaurantes entregados a los funcionarios), que complementa el salario, pasará de tres bolívares (unos 0,7 dólares) a 45 bolívares (unos diez dólares). También las pensiones se elevaron al salario mínimo. Además, Maduro anunció que los subsidios estatales se ajustarán al nuevo valor del salario mínimo. Es poco probable que esto sea suficiente en un país donde, como relata Antillano, “para sobrevivir, todo el mundo tiene un segundo o incluso un tercer trabajo. Esto tiene consecuencias en la calidad de los servicios públicos, ya que la asistencia al trabajo disminuye. Pero el Estado mira para otro lado”.

En realidad, el gobierno no se limita a mirar hacia otro lado: ha instalado equipos en algunos ministerios, instituciones y empresas públicas para “minar” criptomonedas7. “Esto permite que los funcionarios completen su salario, pero en detrimento de las condiciones de trabajo. Porque la minería requiere mucha electricidad, lo que a veces provoca cortes de luz o disminución de la velocidad de Internet”, relata Antillano. Los altos funcionarios más cercanos al gobierno han recibido incluso “granjas mineras”, donde trabajan varias decenas de máquinas. “La minería de criptomonedas se ha vuelto la principal fuente de ingresos para una gran parte de las personas relacionadas con la burocracia”, añade el sociólogo. Evidentemente, el ejército no fue dejado de lado: se inauguró un “Centro de producción de activos digitales” en noviembre de 2020 en Fuerte Tiuna, el complejo militar más importante del país. En una publicación de la cuenta oficial de Instagram de la 61 Brigada de Acondicionamiento de Ingenieros GB Agustín Codazzi, que está a cargo del proyecto, se puede leer que esta gigante granja minera tiene como objetivo procurar “ingresos para el bienestar del personal militar”.

“La criptominería requiere mucha electricidad, y a veces causa cortes de luz o disminución de la velocidad de Internet”.

Esta práctica, potencialmente muy lucrativa, no se limita al sector público. Venezuela, donde la electricidad subvencionada no cuesta casi nada, se ha convertido en uno de los países más rentables del mundo para la producción de criptomonedas, que requieren una cantidad enorme de energía. Por ello, muchos venezolanos se han convertido en “mineros”. “Se necesitan unos meses para amortizar el costo de una máquina y ganar dinero –explica Gilbert Rojas, gerente de Cripto Ávila, una de las empresas del país especializadas en la venta de equipos para la minería de criptomonedas–. El negocio comenzó realmente en 2014, cuando la crisis económica se intensificó a causa de la caída de los precios del petróleo. Es también una forma de escapar a la hiperinflación. Desde entonces, la cantidad de mineros no para de aumentar. Muchos ponen máquinas en sus comedores y algunos reinvierten sus ganancias en la compra de más máquinas. Montan granjas mineras en hangares.” En los locales de Cripto Ávila, donde se inauguró en julio de 2021 un “museo del minado de bitcoin”, cruzamos a Juan L., que observa detenidamente cada modelo de máquina (la más vendida, el AntMiner S9, cuesta 1.250 dólares). Es un plomero al que le gustaría entrar en el negocio pero no cuenta con los fondos necesarios: “No dan crédito, así que voy a vender mi auto”, dice, resuelto. Pedro B., otro cliente del negocio, explica: “Ya no podía pagar a los empleados de mi hotel. Entonces sacrifiqué una habitación para instalar máquinas”.

Esta “fiebre del bitcoin”, en palabras de Rojas, provoca subidas de consumo eléctrico que hacen saltar los transformadores de los barrios donde los vecinos se dedican al “minado”. El Estado creó, entonces, la Superintendencia Nacional de Criptoactivos y Actividades Relacionadas (SUNACRIP), encargada de regular el sector. Ahora, minar bitcoins requiere tener una licencia otorgada por el organismo estatal, que determina también las zonas en las que se permite la actividad. “Ahora tenemos que pagar un impuesto por nuestra producción, pero a cambio el Estado organiza y regula el sector”, dice Rojas, que continúa confiándonos que la policía solía cometer muchos abusos, sobre todo confiscando material muy frecuentemente. Cada vez más popular, hoy el bitcoin se acepta como medio de pago en un número creciente de comercios en Caracas. Los jóvenes venezolanos se están volcando a los criptojuegos, cuya popularidad está en auge y requieren una inversión inicial mínima, muy inferior a la necesaria para minar bitcoins.

Para Castillo, viceministro de Políticas Antibloqueo, estos avances son simplemente una cuestión de pragmatismo, sin el cual el país no habría empezado a recuperarse. “Es cierto que se ha desarrollado una economía subterránea. Que aquellos que dejaron el sector público hayan tenido éxito con sus pequeños negocios, sus pequeñas empresas, es algo positivo. Este sector depende de las iniciativas individuales, que el Estado va a fomentar y sostener.” Castillo concluye: “Lo que pretendemos es un poco lo que hizo China hace 30 años. En un momento dado, comenzó a abrir su economía en colaboración con el sector privado. Deng Xiaoping solía decir: ‘Poco importa que el gato sea blanco o negro, mientras cace ratones’. Creo que la gente quiere un Estado que cace ratones”. Antillano ofrece otro análisis de la situación: “Las sanciones han transformado a Venezuela en un país dispuesto a trabajar de la mano de Estados Unidos”.

Punto uy

Según cifras de 2021, viven en territorio uruguayo 14.926 ciudadanos venezolanos. El dato procede de la Plataforma Regional de Coordinación Interagencial para migrantes y refugiados de Venezuela, y se complementa con la estadística del Banco Central que señala que desde el país se envían tantas remesas de dinero como las que se reciben, confirmando que la uruguaya ha vuelto a ser una sociedad de acogida. La mitad de los venezolanos en Uruguay estaba trabajando a inicios del año pasado, un 79 por ciento de los cuales lo hacía en el sector formal.

Maëlle Mariette, periodista, enviada especial. Traducción: Emilia Fernández Tasende.


  1. “Venezuela as a Narco State”, conferencia organizada por el Center for Strategic and International Studies, Washington, DC, 12-10-18. 

  2. “Entrevista al responsable de la patronal venezolana: ‘Un ala del Gobierno de Maduro quiere ir a la privatización... con otro nombre’”, La Información, 12-12-20. 

  3. Según las cifras anunciadas/publicadas por el Banco Central de Venezuela (BCV) y recogidas por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe. 

  4. “Los casinos vuelven a florecer en Caracas”, La Voz de Galicia, La Coruña, 4-10-21. 

  5. “Maduro dice que la dolarización de facto es ‘válvula de escape’ para la economía”, EFE, Madrid, 17-11-19. 

  6. Encuesta nacional sobre las condiciones de vida (Encovi), Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), Caracas, setiembre de 2021. 

  7. Véase Frédéric Lemaire, “Bitcoin, un valor con vicios ocultos”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, febrero de 2022.